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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1987. Ciclo A

30º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 22, 34-40
En aquel tiempo: Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los caduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?" Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas".

Sermón

           En esta época, en que tanto se habla de desregular, no es difícil entender el problema que aquejaba a los abogados judíos: saber cuál era el más importante o lo importante de los mandamientos, porque, a los 613 mandatos que encontraban en el solo Pentateuco -365 que prohíben más 248 que obligan a realizar ciertos actos referentes al culto, a los sacrificios, a las fiestas, a las compras y a las ventas, a las relaciones familiares, al matrimonio, a las relaciones laborales, sociales y comerciales, sumados a cuestiones higiénicas, alimenticias, funerarias, etc.- la ‘tradición' posterior y, sobre todo, la escuela farisea, había añadido centenares de nuevas minucias y ordenanzas que probaban la memoria y el perfeccionismo del más versado. Lo cual obligaba al pobre pueblo a recurrir, por cualquier cosa al ‘gestor' o al ‘abogado' fariseo capaz de manejarse en esta selva legal.

En realidad simplificar la ley no les convenía a estos, porque perdían poder. Ni siquiera les interesaba que se distinguiera entre preceptos más o menos importantes. Es sabido que aún los diez mandamientos serán mirados con sospecha por los fariseos cuando el cristianismo los proponga como resumen de la Ley, sospechando que así se quería desvalorizar el resto de los preceptos de la Torá.

Todo a la manera del burócrata que lo que le interesa es que el formulario y el sello que él maneja sea tan imprescindible para el trámite como la misma firma de un ministro, porque es así como tiene poder y posibilidad de coima.

Había, sin embargo, en aquel tiempo -como en todas partes y todos los tiempos-, juristas bien intencionados que se daban cuenta de que esa maraña de leyes creaba confusiones y, peor aún, hacía perder de vista el objetivo mismo de las leyes.

Un poco -otra vez- como nuestras reglamentaciones estatales: pensadas al principio -se supone- para ayudar a la sociedad, para promover la eficiencia, para fomentar las exportaciones, para regular el trabajo, para proteger la justicia, poco a poco han ido encorsetando -como dice en esto con razón el ‘ingeniero' (1) -de tal manera los movimientos vitales de la sociedad que, finalmente, por querer impedir todo lo malo o prever racionalistamente todos los posibles, encepan y asfixian a la comunidad. A la larga consiguen exactamente lo contrario de lo que se quería y, para peor, la inmensa burocracia que debe instrumentar toda esta codificación termina siendo como una especie de fin en sí misma: retroalimentando su actividad en un fluir de papeles, firmas, circulares y sellados que se acumulan en montañas, o que hacen circular a los cadetes de oficina en oficina, de edificio en edificio, de computadora en computadora, en una apariencia de febril actividad que no es nada más que un inmenso mundo de papel con cada vez menos sustancia abajo.

Ya una vez conté aquí lo de la estación de trenes del cuento de Chesterton: todos los empleados cumplían perfectamente los horarios, se bajaban y subían las barreras en los momentos señalados, se elaboraban cuidadosos organigramas de funcionamiento, las boleterías funcionaban a la perfección, las cuadrillas de limpieza mantenían las salas de espera en brillosa pulcritud, en la sala de cambios los técnicos aceitaban sistemáticamente los engranajes. El Jefe de la estación era la imagen misma de la satisfacción, totalmente convencido de que manejaba una de las estaciones mejor organizadas del mundo. Y las cosas marchaban tan bien que ni siquiera se daba cuenta de que, por su estación, jamás había pasado un tren.

En el caso de la pregunta del fariseo el ejemplo nos viene muy bien porque la cuestión no era tanto desregular, sino de preguntarse cuál era el tren que protegían todas esas leyes. Y cuando Cristo responde que el tren es la caridad , el amor a Dios y al prójimo, no es que declare abolida la ley y los profetas, como piensan algunos, sino que señala cuál es el objetivo último de la legalidad. Por supuesto que hacer marchar las boleterías, las señales y los cambios también es necesario: el asunto es no perder de vista el objetivo final. “Pobres de ustedes, fariseos que pagan el impuesto de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, pero descuidan la justicia y el amor de Dios”. Pero añade Jesús para evitar malentendidos: “hay que practicar esto sin descuidar aquello

Ahí veo que, en Roma, se ha reunido el Sínodo periódico de obispos, para tratar el tema de los laicos. No tengo información directa y fidedigna, pero, por los diarios –que, por supuesto, siempre mienten o deforman, parecería que uno de los profundos problemas que se tocan es si -ya que todavía no se permite el acceso al sacerdocio a las mujeres- si estas podrán hacer o no de monaguillos (yo que más quiero). Pero vean si todo esto no suena a estupidez.

Aún lo del sacerdocio de las mujeres, o si los laicos pueden o no dar la comunión o tomar la comunión bajo las dos especies o con la mano, o tantas otras discusiones que se han producido a lo largo de la historia de la Iglesia ‘estando los bárbaros a las puertas'. Ocuparse de estas nimiedades inconducentes en momentos en que la revolución contemporánea está arrasando las verdades y praxis fundamentales de nuestra fe. Como si el sacerdocio y la Misa y los sacramentos y el Derecho Canónico y los preceptos y los reglamentos litúrgicos fueran un fin en sí mismo y no un medio, una estructura funcional de servicio, encaminados a proteger y fomentar el amor a Dios y al prójimo, es decir la santidad de todos los cristianos sacerdotes y laicos, hombres y mujeres.

¿Para qué queremos curas y misas y sínodos y planes pastorales y rúbricas y cantos, si no se producen santos? ¿Si, entre los cristianos, el pueblo de Dios, no crece el amor a Dios y el amor al prójimo? ¿Qué es una Iglesia de obispos y curas sin un pueblo santo sino una inmensa burocracia sin bienes, sin economía, sin justicia? ¿Cómo me puede importar tanto ser sacerdote o no sacerdote cuando lo único importante es ser santo? ¿De qué pamplinas estamos hablando y perdiendo el tiempo cuando lo fundamental -el amor a Dios y al prójimo- está siendo fumigado del mundo con el inmenso ‘Raid' (2) de la revolución anticristiana masónica y marxista?

Y a nosotros mismos, aún católicos relativamente comprometidos, que venimos a Misa, que cumplimos los preceptos, que hasta estudiamos algo de teología o intervenimos en política ¿acaso no nos viene bien de vez en cuando preguntarnos si todo eso lo tenemos bien encaminado, para que pase el tren al servicio y protección de nuestra capacidad de amar, de servir a Dios, de matar nuestros egoísmos y defectos, para poder amar como corresponde a los que nos son prójimos? ¿Hacemos de nuestra religiosidad verdadero instrumento de amor a Dios y al servicio apasionado por el prójimo; o la usamos de refugio burocrático de nuestros egoísmos, expedientes sin conexión con la realidad, discursos vacios, autosatisfacción intelectual, declaraciones de amor a la nada?

Y estas preguntas no son baldías ni meramente conducentes a tratar de adaptar nuestro actuar al querer de Dios. Porque Jesús no está diciendo solamente cuál es el mandato que Dios considera más importante, como un déspota que se complaciera más en determinadas obediencias de su súbditos que en otras. Con nuestra obediencia Dios no gana nada. Con el amor que le tengamos o dejemos de tener el no adquiere ni pierde nada. Los mandamientos están en función de la felicidad del hombre, no de Dios, a quien nadie ni nada puede sumar algo a su infinita felicidad.

No es que Dios diga: ”Yo, antes que nadie, por eso lo primero es quererme a mi ”; como quisiéramos de los demás para nosotros en nuestros egoístas amores.

Ni tampoco se trata estrictamente de un mandato, de una ley, de una ordenanza. Más bien lo que hace el Señor es descubrirnos el sentido, el significado último de nuestra vida, aquello para lo cual estamos hechos y creados, eso que, de otra manera, nos respondía el viejo catecismo cuando le preguntábamos ¿” Para qué nos ha creado Dios? ” y respondía “ Para conocerlo amarlo y servirlo en esta vida y gozarlo para siempre en la eternidad ”.

Nada menos. Aquí lo extraordinario no es que se nos mande amar a Dios, sino que se nos permita amarlo y que se nos dé la posibilidad de hacerlo y de gozar de su amor. Nosotros, pequeños hombres. Esto no es un decreto, una imposición ¡es una maravilla!, un regalo abrumador, una gracia de locos y, al mismo tiempo, el único fundamento del amor a los demás que, por otra parte, es, en esta vida, la sola posibilidad de la verdadera felicidad “amare et amari” como decía Ovidio.

¡Qué tristeza ver al hombre de hoy perdiendo, poco a poco, esta su dignidad suprema, lanzado a amores pedestres, a objetivos falaces, a metas tontas, motivos banales. ¡Estar hecho para Dios y terminar ambicionando la cloaca!

Pero así lo quieren los grandes rectores de las masas: al hombre que ama a Dios no se lo puede manejar; al que ama la zanahoria se le cuelga una delante de las narices y se lo lleva a cualquier parte.

Hace dos o tres semanas Eliachev le preguntó a Victor Frankl, de visita en Buenos Aires, qué opinaba de la educación sexual. Y Frankl le contestó: la única educación sexual que yo concibo es la educación para el verdadero amor. Y cuando Eliachev le insistió: “¿pero de qué amor me está hablando?” Frankl le respondió: “del amor a Dios y el de la monogamia”. Y, a pesar de ser judío, desde entonces, Frankl no apareció más en televisión.

1- Se refiere a Álvaro Alzogaray

2- Insecticida de la época cuando se pronunció el sermón.

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