Sermón
El término ‘dikaiosine', en griego ‘justicia', derivaba de un substantivo femenino, ‘diké', que significaba ‘sabiduría', ‘instrucción'. Hija de Zeus, participaba con él en el gobierno del mundo. A diferencia de los animales que tienen solo ‘ley', ‘nomos' en griego –a saber, por ejemplo, la ley de devorarse mutuamente– Zeus ha dado al hombre la ‘diké', la justicia, que posibilita la vida ‘humana'. La justicia es, pues, para los griegos, un orden inmanente, relativo a la convivencia de la comunidad de los hombres. Reina la justicia cuando cada uno hace lo que corresponden en el seno de la sociedad, asumiendo la responsabilidad que conviene al propio rango. Es justo ‘dikaios', entonces, el que se adapta a esta justicia.
Justicia que no va más allá de las relaciones interhumanas y de orden puramente natural. Ya que, si está avalada por Zeus, hay que recordar que, para los griegos, los dioses, incluso el mismísimo Zeus, no eran más que personificaciones de las partes, normas y fuerzas del cosmos, no se distinguían del universo. Tampoco se diferenciaban del universo en chiquito, el ‘microcosmos', que era la ‘polis', la sociedad.
No es de extrañar, pues, que, entre los judíos, el concepto de justicia, ‘shadac' , fuera algo diferente. Tan diferente como era distinto de las fuerzas y leyes del universo el Dios trascendente, ‘hipercósmico', ‘sobrenatural', Yahvé, el Dios de Israel, no confundido con el cosmos, con la naturaleza –como las divinidades griegas y paganas en general–.
La justicia, para el judío, no será entonces un adecuarse concorde de sus acciones con determinadas normas jurídicas reguladoras de lo social, de las relaciones interhumanas, sino un adentrarse en la relación con Dios, ese ‘más allá de la naturaleza'. Pero allí ya se era consciente de que, si las relaciones entre los hombres podían regularse según pautas de igualdad proporcionales a todos, eso de ninguna manera podía suceder cuando Dios quería relacionarse con ellos.
La distancia, la desigualdad era demasiado grande como para que algún tipo de justicia humana obligara a Dios, como hacía, en cambio entre los hombres. Si la justicia humana era un obrar digno de hombres, la justicia divina debería superar a ésta tanto como lo divino supera a lo humano y sería simplemente un obrar digno de Dios.
Y ese obrar digno de Dios no podía sino ser gratuitamente unilateral y no podía sino ser el ‘salvar', el ‘liberar' a su pueblo. Lo que salva a Israel y lo hace justo frente a Dios es, pues, la ‘justicia' de Dios. Cuando Dios salva. ¡justifica! Esto explica que, en ningún pasaje del Antiguo Testamento, la justicia tenga sentido de castigo. Se hace justicia al justo. Al culpable, en todo caso, se lo ‘condena'.
Las relaciones entre Dios e Israel pues no son bilaterales: todo es iniciativa de Yahvé, el justo. Él es quien, desde su justicia, quiere salvar a su pueblo. Ninguna justicia puramente humana puede normar la actuación del hombre de modo que pueda dejar obligado a Dios.
Tanto es así que los judíos llamaban ley, Torah (–es decir la Ley que emanaba de esa justicia divina–) no solamente a los códigos legales, sino, por antonomasia, a los cinco primeros libros de la Biblia , el Pentateuco. Pentateuco que, como ustedes saben, no contiene solo leyes. Es, antes que nada, el relato de los grandes hechos salvíficos fundacionales del pueblo de Israel: Creación, elección de Abrahán, éxodo de Egipto, entrada en la tierra prometida… Todas gestas de Dios, realizadas por Él, a pesar y mediante la pobreza y desproporción de los medios humanos puestos en acto por Israel.
Lamentablemente, tiempo después del destierro en Babilonia, el judaísmo, en alguna de sus ramas, comienza a estrechar sus miras. No la Torah , sino las leyes como tales, las normas, empiezan a sobrevalorarse -más allá de su legítimo contenido ético- como un modo casi mágico de ‘obligar' a Dios. Uno cumplía la norma (las de la Biblia y las de las tradiciones rabínicas, como hacían los fariseos) y, por ese mismo hecho, creían que participaban de la justicia de Dios, se hacían justos, eran justificados. Es probable que, detrás de ese legalismo, de ese cumplir, de esa moral de tipo estoico y hasta burguesa, se ocultaran egoísmos y durezas humanas o se impidiera la búsqueda de una eticidad más honda y generosa; pero lo que era realmente grave era la pérdida de distancia, el olvido de la dimensión totalmente gratuita de la verdadera justicia de Dios, la preterición de lo inmerecido de la amistad divina y de sus iniciativas de salvación.
Nadie podría negar -es verdad- a los fariseos y, sobre todo a los buenos fariseos como el que nos presenta hoy Jesús, el respeto social, el sacarse el sombrero frente a ellos, los principales asientos y la placa de bronce y el nombre de alguna calle. Eso lo merecían, sin duda. Pero, de allí, a pretender merecer el reconocimiento de Dios, era simplemente estar desubicados, era no darse cuenta quién era Dios. Era, en el fondo, idolatría.
Es cierto que a Jesucristo, en sus ejemplos, le gusta jugar con los extremos, porque francamente, humanamente hablando, los publicanos eran flor de porquería. Colaboracionistas que, por pingues e innobles ganancias, se ocupaban de recolectar impuestos a sus connacionales en nombre de los ocupadores romanos.
A nosotros la parábola de hoy no nos choca tanto porque estamos ya habituados a considerar peyorativamente a los fariseos y con simpatía a los publicanos –ya que todos los que nos presentan los evangelio al final son buenos y se convierten–; pero, en la época de Jesús, era exactamente al revés: el fariseo era considerado el hombre probo, justo, bueno; el publicano el modelo de sinvergüenza y de corrupto. De allí que el final de la parábola, en aquella época, resultara a los oyentes totalmente imprevisto, casi un chiste de mal gusto.
Pero es que no se trata de cuestiones éticas; se trata de una cuestión teológica. No es que Jesús desapruebe el cumplimiento de la ley –al contrario– o que apruebe el comportamiento innoble y traidor de los publicanos. De ninguna manera. Pero quiere hacer claro que, frente a la oferta del Reino, de esa salvación que supera inconmensurablemente toda posibilidad humana, ninguna acción humanamente justa puede exigir nada ni tiene derecho a nada. Allí solo cabe la justicia de dios, su obrar de acuerdo a sí mismo, a su señorío, a su magnanimidad, a su nobleza y bondad infinitas.
El error del fariseo es contentarse con su propia justicia –ese es el peligro de los justos, de los que se creen, y a lo mejor son, más o menos buenos–. La basura del publicano en cambio, no por basura, sin o por reconocerse basura y abrirse, desde allí, a la misericordia, a la justicia de Dios, permitió que ésta le alcanzara, y así volvió a su casa justificada. No el buenazo del fariseo.