Sermón
Dos años antes, en 1289, el Sultán Kalaún se había apoderado de Trípoli, al norte de Beirut, degollando a toda la población cristiana. Su hijo y sucesor, el Sultán al Ashraf Jalil, se encuentra ahora, 5 de Abril de 1291, con un ejército de casi trescientos mil soldados, sitiando la última de las plazas fuertes importantes de a lo que ha quedado reducido el Reino de Jerusalén, San Juan de Acre. En el interior del recinto, en donde solo hay unos pocos centenares de caballeros y un par de miles de infantes mal armados, con una población de 35000 civiles, se ha decidido evacuar la ciudad ayudados por la flota mercante genovesa.
Ya se han embarcado casi todos los civiles pasibles de represalia musulmana y comienzan a subir a los botes y pasarelas los caballeros Hospitalarios, el contingente inglés, y el francés del rey de Chipre Enrique II, cuando en la Tour maudite, el bastión principal de la muralla de Acre, desde los barcos, ven que se enarbola el enorme pendón blanco, con la cruz bermeja en el centro, de los caballeros Templarios. El gran Maestre del Temple, Guillaume de Beaujeu, ha decidido no partir. Ha querido reservar para su Orden el honor de ser el último cuerpo de guerreros a derramar su sangre en las tierras que vieron pasar a Nuestro Señor y quedarse a combatir hasta el final. Apresuradamente, mascullando imprecaciones, el mariscal de los caballeros Hospitalarios, Mathieu de Clermont, y el gran Maestre del Hospital, Jean de Villiers, mandan desembarcar sus propios contingentes, ante los ojos azorados de los comerciantes genoveses que no pueden creer que estos locos quieran bajar a morir. También desembarcan otra vez los caballeros franceses de Enrique II al mando de Jean de Grailly y el contingente inglés comandado por Otho of Granson. Ninguno quiere ser menos en cuanto al honor. Al rato flamean juntos, en el gran torreón, los estandartes de la Orden del Temple, de los Hospitalarios, de Inglaterra y de Francia. El Sultán mira con el ceño fruncido y algo de admiración el aparecer corajudo de estas enseñas, cuando ya pensaba que la ciudad se le entregaría sin combate.
Este puñado de guerreros, junto con algunas mujeres y monjas que han quedado para asistir a los combatientes y heridos, en uno de los episodios más heroicos de las cruzadas, resistirán durante dos meses, asalto tras asalto, que furiosos llevan a cabo los mamelucos del Sultán.
El 18 de Mayo de 1291 a la madrugada se produce el último. Los templarios y los hospitalarios luchan como fieras y se concentran en la Tour Maudite. Allí es mortalmente herido el Gran Maestre Guillaume de Beaujeu, que entonces cesa de combatir y sale de las filas. Unos cruzados de Spoleto tratan de pararlo gritándole: "¡Por Dios, Señor, no nos abandone o la ciudad está perdida!" Y Beaujeu responde "Je ne m'enfuis pas, je suis mort", "No huyo, muero", y ahí mismo cae sin vida. No era un general argentino en las Malvinas.
El último bastión en caer fué el convento de los Templarios, en donde se habían barricado con sus últimas fuerzas el Mariscal del Temple, Pierre de Sevry y el Comendador Thibaud Gaudin, protegiendo a las mujeres. Como los asaltos musulmanes no pueden dar cuenta de estos bravos el sultán les ofrece una capitulación honorable, que es aceptada para permitir salvar precisamente a las mujeres. Pero los musulmanes que comienzan a ingresar en el convento lo primero que hacen es empezar a manosearlas. Los templarios retoman las armas y castigan a los osados. La lucha recomienza. El Sultán vuelve a ofrecerles garantías con tal que Pierre de Sevry en persona vaya a su tienda. En cuanto lo tiene delante lo manda decapitar junto con los que lo acompañaban. Los templarios que quedan deciden resistir hasta el final en la torre central del convento. El Sultán debe por tercera vez recomenzar la acometida. Hace minar la base del edificio y el 28 de Mayo lanza el asalto final. La torre cede y se derrumba. Sus escombros entierran a los últimos cruzados de Tierra Santa junto con dos mil turcos. Los demás defensores de la Ciudad son muertos en combate o, si heridos o prisioneros, decapitados. El resto de las civiles es enviado a los mercados de esclavos y esclavas de El Cairo.
Sin combate, luego, son evacuadas Tiro en mayo, Sidón y Beyrut en Julio, Tartús en agosto. Y así dejan de existir los reinos cruzados y occidentales que durante doscientos años habían recuperado Tierra Santa y parte de Egipto, y hasta la Mesopotamia en determinado momento, para sus legítimos dueños.
¿De donde habían salido estas Ordenes militares y estos cruzados?
Hay que volver atrás a Carlos Martel que acaba de detener en el 732, en Poitiers, la expansión musulmana. Europa es una ruina que ha sido devastada por los bárbaros. Las antiguas ciudades de las provincias romanas están desiertas y destruidas. La población, diezmada, se refugia alrededor de plazas fuertes en donde viven jefes de guerra, barones, que les garantizan protección y justicia a cambio de tributos y vasallaje; jefes que a su vez se ponen bajo la protección de señores más fuertes, duques, capaces de liderarlos frente a enemigos más poderosos y bajo la hipotética autoridad de los reyes merovingios. O, si no, la gente se junta alrededor de los monasterios benedictinos que han comenzado a poblar Europa y serán durante mucho tiempo los únicos reductos de cultura, ciencia y técnica de Europa, amén de focos de evangelización y transmisión de la cultura antigua.
A pesar de que la dignidad real la tienen los reyes merovingios, en realidad el poder lo detentan los maestres de palacio. Uno de los cuales precisamente era Carlos Martel. Su hijo Pipino el Breve, decide finalmente poner fin a esta dicotomía y aconsejado por San Bonifacio, manda emisarios a Roma en el 749 para preguntar al papa Zacarias quien había de ser rey de los francos. Y éste le contesta que la dignidad y el poder deben estar juntos. Pipino es coronado Rey, poco después marcha a Italia para limpiarla de longobardos y liberar al papado de estos molestos huéspedes. Así su nación se transforma en la "fille ainée de l'Eglise", "la hija mayor de la Iglesia", título del cual la corona se hará merecedora hasta la revolución francesa y la desdichada suerte de Luis XVI.
Pero quién realmente forjará las bases del mundo occidental, de nuestra civilización y modo de pensar, de la nueva Europa, -allí nacimos nosotros, será el sucesor de Pipino, Carlomagno, con el cual la iglesia romana quiere desarrollar un ambicioso proyecto, que será el de restaurar el imperio romano de Occidente. Así es que en el año 800 Carlomagno es coronado emperador por el papa León III y será el primero de las cabezas de esa idea, en parte realidad y en parte sueño, que fué el Sacro Imperio Romano Germánico, cuyos últimos representantes fueron barridos por el odio judaico en la masacre de la primera guerra mundial y la definitiva desaparición de los Habsburgos. Sueño o realidad, empero, capaces, desde la Europa destruída por los bárbaros, de refundar la civilización que había perecido en todo el resto del mundo por la bestialidad islámica, parar el avance de la medialuna, y ya entre los siglos XI y XIII intentar la reconquista de nuestros territorios cristianos mediante las cruzadas. Cruzadas que se realizaron por solo la fuerza de la fé y la superioridad cultural, ya que los reinos que fundó Europa en Oriente: el Reino de Jerusalén, de Armenia, de Chipre, el Principado de Antioquía, el Condado de Trípoli, el de Edesa, y luego el principado de Morea y el ducado de Atenas, se sostuvieron solo con unos pocos centenares de caballeros europeos y fueron eliminados solamente cuando Saladino pudo reunir a todo el Islam bajo una sola mano y lanzar enormes masas de soldados contra estos pequeños grupos. Que aún así, en esos doscientos años, sembraron sus territorios de iglesias, castillos, puentes y caminos que todavía hoy, semiderruidos, se muestran como obras maestras de la arquitectura y del arte. Y, al mismo tiempo, dejando obras literarias y poéticas que no consiguió hacer desaparecer el Islam y que quedan como testimonio de ese paréntesis de luz que encendieron las cruzadas en las tinieblas mahometanas. En cuanto a lo bélico, nunca el Islam logró vencer a los católicos mano a mano sin una desproporcionada diferencia de medios. Y aún sus mejores tropas fueron la de los mamelucos y los jenízaros, cautivos y esclavos cristianos, desde pequeños educados en el mahometanismo.
¿Y de dónde viene entonces dirán Vds toda esa sanata que se oye por allí de la cultura islámica y su civilización?: Es algo así como escuchar hoy hablar de las beldades de la cultura mapuche. Son los enemigos de la cristiandad, que tienen necesidad a toda costa de mostrar que todas las culturas son iguales y que no hay nada en la cultura occidental y cristiana que la haga superior a las demás.
Con respecto al Islam, todo lo que éste aparentemente legó a la posteridad fué lo que siguió sobreviviendo, a pesar de él, en las naciones de milenaria cultura y tradición que salvajemente conquistó. No hay que olvidar que lo que invadió el Islam fué la porción más rica y culta del imperio romano y el no menos espléndido y culto imperio sasánida, Persia. Todo esa arquitectura tradicionalmente llamada árabe, tipo mezquita de Omar, no es sino arte Persa y toda la filosofía y ciencia árabe lo que no árabes recordaban o leían de los autores griegos y romanos.
Al comienzo, como los árabes fueron algo remisos en permitir la conversión de los pueblos conquistados al islam, -porque no querían, como les mandaba el Corán, equipararlos a ellos en derechos y que dejaran de pagar impuestos-, bajo la dinastía omeya, los pueblos conquistados siguieron produciendo, por inercia, cultura y arte, aún bajo su dominio. Pero cuando el Islam pasó, mediante la apertura de la dinastía abasí, a ser obligatoria para los conquistados, salvo en algunos pocos reductos de intelectuales independientes, se secaron rápidamente las fuentes de cultura y el mundo de la medialuna cayó rápidamente en la postración, renovada, solo en su ímpetu expansionista, sucesivamente por la nueva sangre mongólica y luego la turca. Y tanto su dogmática como su moral los llevan a ello.
La moral reducida solo a los siete deberes: 1- el de la pureza o sea la abstención de los alimentos impuros -p. ej, cerdo, perro, sangre, vino- y el lavado ritual antes de orar, la prohibición de las imágenes, o de oir cantar a las mujeres o de algunos instrumentos musicales -lo cual impidió que nunca tuvieran los isalamitas música pasable-; 2- la azalá, que es el rito de recitar mirando a la Meca -al comienzo era mirando a Jerusalén- una serie de fórmulas, acompañadas de una gimnasia de posiciones minuciosamente determinadas, siete veces por día, al anuncio que el muecín o almuédano vocea desde el alminar de las mezquitas y, en el interior de éstas, dirigidos por el imam o 'recitador'; 3- el pago del azaque o impuestos obligatorios, sumado a las limosnas libres; el paraiso de la DGI; 4- el ayuno de Ramadam, que solo vige durante las horas de luz, de noche se puede comer de todo; 5- la peregrinación a la Meca -concesión a la antigua costumbre idólatra por medio de la cual Mahoma se ganó a los mequíes que se enriquecían con ésta- y que obliga a todo musulmán que pueda hacerla, al menos una vez en la vida.
A eso se reduce la moral musulmana. Es verdad que también hay ciertas obligaciones que derivan de lo penal. Por ejemplo no robar o tener relaciones con mujer de otro. Y el Corán dice cosas tan bonitas como por ejemplo: "Cortad las manos del ladrón y de la ladrona en recompensa de lo que adquirieron y como castigo de Alá. Alá es todopoderoso, sabio".
Tampoco lo gustan demasiado los homicidios; dice el Corán: "No matéis a las personas sin razón. Al amigo, empero, del que haya sido muerto le damos poder para vengarlo". Y cosas tan lindas sobre al amor al enemigo como éstas: "Preparad contra los infieles la fuerza y los caballos ejaezados que podáis. Lo que gastéis en esto os será devuelto. ¡No seáis débiles! No pidáis la paz mientras seáis vosotros los más fuertes! Matad a los infieles donde los econtréis. Atrapádlos. Sitiádlos. Preparádles toda clase de emboscadas. La recompensa de quienes combaten a Alá y a su enviado consistirá en ser matados o crucificados, o en el corte de sus manos y pies opuestos, o en la expulsión de la tierra que habitan. Esta será su recompensa en este mundo. En el otro, tendrán un tormento horrible. En cambio los piadosos tendrán un refugio: villas y parras, mujeres bellísimas de su misma edad, copas repletas".
Pero quizá sea la simplicidad de su teología o, mejor su pobreza, lo que ha dado tanto éxito al Islam en su difusión, al mismo tiempo que ha segado las fuentes de la cultura y del pensamiento.
Y probablemente sus consecuencias más terribles se manifiesten en el tipo de sociedad que funda, porque su creencia en la predestinación y en la sacralidad de la autoridad política lleva al Islam a transformar a su pueblo en masa despersonalizada y manejada como ganado resignado, fanatizada por sus líderes circunstanciales. Todo lo contrario del precepto del amor personal y libre y sin distinciones a que nos obliga, liberador, el mandato principal al cual Cristo reduce todos los mandamientos y que supone la edificación de cada uno en la virtud, el dominio de si mismo y sobre todo en la amistad con Dios, cosa que desconoce totalmente el musulmán.
Resumiendo: -como hemos dicho en el transcurso de estos domingos- el judaísmo fariseo, talmúdico, por razones raciales, no podía ni quería pretender la universalidad. Siempre se consideró un pueblo aparte, encarnación de lo divino o, mejor, manifestación de lo divino del hombre, destinado a hacer de Gurú colectivo de la humanidad. Por eso, aunque después se le volvió, al menos aparentemente, en contra, inventó al islamismo y sigue aún hoy sirviéndose de él para atacar a la cristiandad.
El Islam intentó ser, no una religión más, sino el común denominador de todas las religiones. Alrededor de esa doctrina simple podía unirse a la humanidad, más allá de la raza y las particularidades nacionales. Pero es justamente así que allí donde entró el Islam, las idiosincracias nacionales fueron desapareciendo y aún sus idiomas, porque el árabe se transformaba prácticamente en obligatorio, dado que era la única lengua en la cual se podía leer el Corán. El Islam no es la unidad católica, en el respeto a la diferencia, sino la ideología aplastante y masificadora que llevó a la postración a multitud de pueblos, después de haberles succionado todo lo que de rico habían conseguido luego de siglos de progreso en la 'ekumene ' greco-romana-cristiana, o en otras civilizaciones orientales.
Porque el Islam como tal no aportó absolutamente nada a la civilización. Vivió parasitando la gloriosa herencia cultural de los países conquistados. Liquidó el esplendor y la cultura milenaria del Egipto cristiano. Destruyó la civilización persa, sasánida. Transformó a la magnífica Constantinopla, a la esplendorosa Bizancio, en una enorme aldea en donde se construyeron tugurios en las antiguas calles, avenidas, hipódromos y anfiteatros -cosa que cualquiera puede ver hoy paseando por Estambul-; destruyendo al mismo tiempo, dado el precepto coránico de la prohibición de las imágenes, todas las pinturas y estatuas de la antigua romanidad.
Todo lo que se atribuye a la civilización arábiga no es sino el espacio exiguo de libertad que dejó a las civilizaciones inmensamente superiores que conquistó.
La Iglesia católica, en cambio, después de la mutilación espantosa del territorio que le quitó Mahoma, debió comenzar de nuevo en una tierra arrasada por los bárbaros. Pero el poder de su magia liberadora, de su gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo, y a partir de lo poco que en occidente había quedado de lo grecoromano custodiado por los benedictinos, supo construir la cristiandad, la civilización occidental, ¡nuestra civilización! El Islam, con la parte más rica y más culta del imperio, después de efímero brillo tomado de prestado, sumió en la ignorancia y la miseria a los territorios otrora ricos y cristianos que había asaltado.
El judaísmo no podrá tampoco perdonar este triunfo cristiano y de mil maneras intentará oponerse al mismo. Seguirá fomentando las disenciones internas de los católicos -que para muchas de nuestras calamidades no nos hacen falta enemigos externos, nos bastan nuestros pecados-, financiará a los albigenses, apoyará a Lutero, a Enrique VIII, a Calvino. Estará detrás de la alquimia y del hermetismo. Pervertirá a los templarios y fundará con ellos la masonería. Después de su expulsión de España, declarará guerra sin cuartel a lo español, a Carlos V, a los Habsburgo y fomentará las organizaciones revolucionarias que disolverán la obra civilizadora de España en América. Hoy manejan mundialmente las grandes bancas y la cultura y las agencias informativas y los mass-media atacando sistemáticamente la educación, la moral y la fé cristianas. Pero todo ésto no tiene que hacernos olvidar que también el mundo islámico sigue siendo un enemigo implacable y fanático del cristianismo. Y que la inmensa literatura islámica contemporánea, reivindica cada vez más enérgicamente su superioridad, su deseo de conquistar el mundo y de vengarse del cristianismo. El hecho de que frente al Islam se encuentre un Occidente corrupto y desviado no significa que el Islam quiera combatir esa corrupción, sino que quiere enfrentarse sobre todo contra lo que aún se conserva de cristiano.
Enemigo despiadado del cristianismo, su incapacidad de tolerancia y su propósito exterminador se han hecho visibles en todas partes, durante toda su historia, cuando tiene la fuerza suficiente para hacerlo. Ultimamente, por ejemplo, en Africa, donde, amén de las luchas tribales, los negros musulmanes persiguen inmisericordemente a los católicos, llegando incluso a hacerlos desaparecer, como hicieron con los Ibos la única etnia africana sin analfabetos y con una alto porcentaje de universitarios y por supuesto católicos que había en Africa, en la reciente y terrible guerra del Biafra. Ya hablamos del Líbano.
Hoy, en Europa, la invasión es pacífica, con la tolerancia de las leyes cómplices que vota la masonería en sus parlamentos, y mediante legislaciones inmigratorias absurdas. El Islam se está instalando en España, Francia e Italia. Hace poco en Roma quisieron levantar una mezquita con una cúpula más grande que la de San Pedro, cosa que con un resto de sentido común el gobierno italiano prohibió. El centro islámico de París, enorme, con edificios modernísimos, ocupa toda una manzana a pocas cuadras de Notre Dame. En España llega su impudor a exigir la devolución, como mezquita, de la catedral de Córdoba. La semana pasada leí que se acaba de levantar en la catolicísima Irlanda la primera mezquita de su historia.
Los mercaderes de armamentos han vendido alegremente millones de dólares de armas letales a los países árabes, inescrupulosamente enriquecidos por un petróleo que no inventaron, ni descubrieron, ni explotaron, ni saben explotar, que por casualidad estaba debajo de la arena por donde se paseaban con sus camellos.
Ya lo decía el historiador Hilaire Belloc, que, tarde o temprano, el Islam volvería a despertar y nuevamente saldría con su guerra santa a atacar occidente. Quizá todavía no ha llegado ese momento y, de todas maneras, pareciera que por ahora a los argentinos -a pesar de nuestra primera dama musulmana- el problema no nos afecta demasiado. Pero es bueno saber distinguir claramente al enemigo. Porque el precepto de Cristo del amor también les toca a ellos. Pero Jesús nunca dijo "creeos amigos de vuestros enemigos" o "los enemigos no existen para vosotros" sino "amad a vuestros enemigos". "Amadlos", pero no como chorlitos, sino "sabiendo que son enemigos".