Sermón
Dicen que uno de los fenómenos más extraordinarios y bellos de la naturaleza son las auroras boreales -o australes, en nuestro hemisferio- observables en las largas noches invernales de los territorios próximos a los polos. Cortinas luminosas; espirales, ondas, arcos de luz; púrpuras y rojos; pinceladas verdes y amarillas y, entre ellas, matices azulinos y plateados.
Quien investigó y determinó la naturaleza de este meteoro fue el famoso químico, físico y matemático británico John Dalton , quien recabó su fama, entre otras cosas, por haber expuesto en l803 la teoría atómica que lleva su nombre y desarrollado el sistema de símbolos químicos de los elementos.
El proceso físico que da origen a dichas auroras es análogo al que produce la luz de los tubos fluorescentes: una descarga eléctrica a través de un gas -como el neón, por ejemplo- a baja presión. En el caso de las auroras, el papel de la descarga eléctrica lo realiza una corriente de electrones provenientes del sol, acelerados por el campo magnético terrestre y desviados hacia las regiones de los polos. El papel de gas enrarecido corresponde a la ionósfera, la capa atmosférica comprendida entre los 100 y los 150 Kmts de altura.
Lo curioso del caso es que así como Dalton pudo comprobar la existencia de los átomos sin haberlos visto jamás, tampoco vio nunca, al menos en todo su esplendor, ninguna aurora boreal, porque, si por algo es conocido el pobre físico, es precisamente por haber dado nombre a la enfermedad que el mismo padecía y que desde entonces se llamó daltonismo. Enfermedad que, como Vds. saben, impide distinguir colores diversos, la discromatopsia , y especialmente el colorado del verde -dolencia que suelen padecer taxistas y colectiveros en las esquinas con semáforos- y que, en casos extremos, de acromatopsia total, solo permite percibir el blanco y el negro, como los viejos televisores.
De todos modos, en blanco y negro la vida es todavía tolerable, y aún hay profesionales que prefieren el blanco y el negro para sacar fotografías artísticas. El claro oscuro acromático es capaz de captar mejor determinados volúmenes y contrastes. El color no distrae de la pura percepción de la forma y la profundidad.
En realidad es una cuestión de costumbre. El que nace daltónico jamás sabrá lo que son los colores y por ello no podrá extrañarlos. Más aún, hay que decir que todo hombre nace parcialmente daltónico o ciego. Porque de la enorme cantidad de mensajes en forma de ondas electromagnéticas que nos envían los distintos objetos del universo -desde los infinitesimales rayos gama, vecinos a los equis, hasta las ondas radio largas- las únicas ondas capaces de ser percibidas por nuestros nervios ópticos, después de incidir en nuestras retinas, son las que se encuentran en las estrecha franja que media entre las infrarrojas y las ultraviloletas, es decir más o menos la franja de longitud de onda de 7 a 7,7 X 10 -7 metros.
Pero es a partir de esa porción minúscula de mensaje cromático, como el ser humano es capaz de reconstruir el universo. Así como Dalton pudo estudiar las auroras boreales y aún determinar el peso de los átomos sin jamás verlos, el hombre en general es capaz de llegar al ser o a la esencia de las cosas mediante las noticias parciales que estas envían en forma de ondas electromágnéticas o sonoras, que llegan a nuestras retinas y tímpanos, o en forma de volúmenes, tersuras y temperaturas que hieren nuestro tacto o, finalmente, mediante desprendimientos moleculares que excitan nuestro olfato o nuestro gusto. A partir de ese puñado de excitaciones el cerebro racional posee la aptitud para llegar, por ejemplo, a conocer a una persona, a ponerse en contacto con la interioridad de un ser humano. Solo el hombre es capaz de realizar este proceso: el animal en cambio se queda en la pura exterioridad de la sensación. Es lo que afirma la filosofía cuando dice que los sentidos solo perciben los accidentes sensibles, es en cambio el intelecto el que percibe lo que las cosas son.
Y la mente humana es tan poderosa que, más allá de Dalton, es capaz de encontrarse con el ser objetivo de las cosas aún con poquísimo contacto sensible. Caso famoso el de la estadounidense Hellen Keller , que ciega, sorda y muda, es decir, privada de los sentidos más transparentes, pudo lo mismo llegar al conocimiento de la realidad e incluso graduarse brillantemente en el Radcliffe College de Nueva York y escribir libros de una profundidad y visión que ya quisieran tener muchos mejor dotados desde el punto de vista de los sentidos.
Por otra parte, mediante su mente, el hombre tiene la posibilidad de ponerse en contacto con entidades no directamente perceptibles por los sentidos -acudiendo a instrumentos como el radiotelescopio o el microscopio electrónico- o de afirmar realidades solo representables simbólica, matemáticamente. Todos los modelos científicos subatómicos o del macrouniverso son logro de la mente, de la inteligencia humana y no de ninguna posible observación directa de los sentidos.
De allí que uno podría tener los ojos de un lince, el olfato de un perro, el oído de un gato y, si no tiene cerebro, si no tiene mente, si no tiene intelecto, será perfectamente incapaz de llegar al ser, al sentido de las cosas, a su significado, a su esencia, a su realidad, a lo que ellas son.
Los sentidos nos dicen que el sol gira alrededor de la tierra; es la inteligencia la que nos descubre que es la tierra la que gira alrededor del sol. Nuestros sentidos ven una serie de signos negros sobre un papel blanco; es la inteligencia la que allí lee al Quijote, a la Biblia o a una carta de amor. Los sentidos perciben una cara anciana, arrugada, encanecida; es la mente la que allí descubre al hombre o a la mujer de mi juventud y a quien amé y amo toda la vida y todavía. Lo permanente y lo hondo, la persona, solo se encuentra con la inteligencia; los sentidos son ciegos para descubrirla y por eso, dejados solos, jamás podrán amar en serio.
Todas aquellas cosas por las cuales vale la pena vivir pertenecen a este mundo de la mente. La mosca se pasea por el cuadro de Goya o de Velásquez, pero jamás podrá percibir su belleza. El mono podrá ponerse auriculares y escuchar a Mozart o a Ravel, pero nunca podrá oír su música. Los murciélagos tendrán un sistema sofisticado de sonar para manejarse en la oscuridad de sus cuevas y en lo negro de la noche, pero jamás podrán adornar las paredes de Altamira ni Lascaux, ni conmoverse ante el paisaje augusto de las estrellas, ni soñar, poetas, mirando a la luna ni, mucho menos, llegar a ella.
La belleza, el bien, la verdad, la rectitud, el honor, la hidalguía, el amor en serio, son todas cosas a las cuales de ninguna manera pueden llegar los sentidos por más agudos que sean. Tampoco al electrón, al protón, tampoco a un agujero negro, ni al Big Bang, ni a los quasars, ni al paisaje del infrarrojo ni del ultravioleta. Es la mente la que es capaz de llegar a su percepción. Recorre más el espacio y el tiempo Stephen W. Hawking sentado en su silla de ruedas, que cualquier patán corriendo todo el día sobre dos robustas piernas.
Hay cosas que se ven, pero que no se saben; y hay cosas que se saben pero que no se ven. Y generalmente, aún de los seres humanos que me rodean, lo que no se ve es más importante que lo que se ve. Porque, como recién decíamos, lo pasible de ser visto es el aspecto, la exterioridad; la persona solo se percibe mediante el conocer, mediante la mente. O, en lenguaje bíblico, mediante el corazón -aunque entre nosotros corazón suena a tango, por lo cual es mejor no usar la palabra-.
Tampoco se ve a Dios, lo cual de ninguna manera me impide tener ciencia sobre Él, saber que existe, conocerlo; como se que existe el protón y el electrón, y los cuantos, y lo bello, y lo noble. No es como piensan algunos cuestión de fe, es cuestión de ciencia, de saber, de conocer. No de ver, pero si de saber. Creo en la Trinidad, pero de Dios se con saber, con conocimiento científico, que existe. El ateismo es antes que nada ignorancia, error, necedad.
Y aún de la Trinidad se con saber razonable. Como de los átomos yo que no soy físico acepto su existencia por el testimonio de físicos que me merecen confianza y sería tonto si me negara a aceptar este saber; de la Trinidad acepto su existencia porque sería imbécil contradecir el testimonio de Dios que me merece más confianza incluso que los físicos.
Claro que si soy tozudo y obtuso puedo cerrarme al conocimiento de todo aquello a lo cual llega la mente y no los sentidos. Pero ¿quien no se da cuenta de que así mi universo se empequeñecería de tal manera que apenas sería reconocible: un mundo sin valores, sin sentido, sin belleza, sin personas a quienes amar, sin música, sin poesía, sin ciencia, sin amor, sin héroes y sin santos?
¿No sería ésta una ceguera, un daltonismo casi más trágico que el de la retina y el nervio óptico? ¿Qué oftalmólogo podrá curar mi falta de percepción de los valores, mi incapacidad para leer un poema, una obra de Sófocles, oír una sinfonía de Mahler, una rapsodia de Litz, admirar una pintura, un paisaje? ¿Qué oculista podrá recetarme anteojos para encontrarme en serio con el otro más allá de la piel, del aspecto, de lo social, de lo comercial, para vivir una amistad, un gran amor? ¿Qué colirio podrán darme para fijarme una misión, luchar por un ideal y, más que nada, para poder rezar y encontrarme con Dios?
Que Dios nos ayude -pero también nuestro propio esfuerzo, y la educación que impartamos a nuestros hijos- a no acostumbrarnos al blanco y negro de la mente, al daltonismo intelectual, al glaucoma del espíritu, a la acromatopsia del corazón.
E insisto en lo de los hijos porque no hay cosa más terrible que, en estas cosas, ser ciegos o daltónicos de nacimiento, nunca extrañar la luz, nunca el color, porque nunca se pudo ver, porque nunca nadie me hizo ver. Nacer y crecer en un mundo o una cultura o un ambiente o una familia oscuros y sin colores para las cosas del espíritu, es casi estar condenados a nunca ver la luz. Que si algún día nuestros hijos, no por culpa nuestra, se pervierten y quedan ciegos o daltónicos, que no sea de nacimiento, que al menos sientan de vez en cuando la nostalgia de la luz y del color que un día les supimos mostrar.
Abramos, pues, nuestro cerebro y nuestro corazón a lo alto y a lo hondo, a lo largo y a lo ancho, para no quedarnos enredados en lo pequeño, en lo miope, encajados en lo mezquino, en lo torpe, pegados a lo vano, a lo superficial; atado a las limosnas que arroja el mundo sobre mis andrajos. Dios siempre pasa cerca nuestro y podrá llevarnos, enriquecidos en serio, a la luz. " Jesus, hijo de David, ten piedad de mi ". Sí, ánimo, levántate, él te llama. Vos decile solamente que querés ver. Abrile tu mente, vaciala de todas esas noticias y deseos tontos que la oscurecen, la distraen y la abruman. Sí, decile: Maestro que yo pueda ver.
Y el, entonces, desde el sol de su mirada, descargará esa energía que, fulgurante, atravesará tu alma y encenderá tu mente como una aurora y podrás ver y lo seguirás por el camino.