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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992. Ciclo c

30º Domingo durante el año
(GEP 25-10-92)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 18, 9-14
Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias" En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»

Sermón

En 1545, un año antes de su muerte, después de haber iniciado en el mundo un incendio que aún ahora lanza devoradores llamaradas sobre la concepción católica de la existencia, Martín Lutero escribe una especie de prólogo póstumo a la edición latina de sus obras, donde narra su famosa experiencia de la Torre. Allí cuenta las terribles dudas y escrúpulos que, siendo monje agustino, atormentaban su conciencia algo paranoica. "Aunque mi vida de monje era irreprochable -escribe-, yo tenía la conciencia intranquila porque me consideraba un pecador ante Dios y porque no confiaba en alcanzar el perdón... Yo no amaba al Dios justo que condena a los pecadores; es más, le odiaba. Sin pretender que fuera una muda blasfemia, me irrité contra Dios y me dije: como si no bastara al miserable pecador estar perdido para siempre por el pecado original y castigado a todas las miserias imaginables por la ley de los Diez Mandamientos, Dios ha amontonado en el Evangelio dolor sobre dolor y en él nos amenaza con su justicia y su ira. Así gritaba yo desde el fondo oscuro y turbulento de mi conciencia..."

Este hombre, a pesar de haber sido el primero en traducir la Biblia al alemán, es decir a su idioma vernáculo, no se había sabido encontrar, quien sabe por que crianza deformadora, con el Dios del Evangelio, sino con el Dios Monarca, el Dios tremendo, juez y verdugo, que él creía leer desde el antiguo Testamento. Su concepción del cristianismo consistía en algunas deformaciones de éste, originadas en un agustinismo mal interpretado, según el cual el papel de Cristo había sido venir a ser ajusticiado por Dios para reparar no se qué gravísima ofensa inferida en los orígenes de la humanidad a la suprema majestad divina. Colgando a su hijo en el patíbulo Dios satisfacía así su dignidad herida. Y ofrecía ese mismo tipo de perdón al hombre, que nacía inmundamente pecador y corrupto por culpa de aquel pecado inicial, con tal que no pecara más y realizara al pie de la letra las obras prescriptas por la ley y por la Iglesia. Si no, allí estaba Dios, permanentemente atento, para, desde su soberano trono de Juez, pescar al hombre en falta y enviarlo al infierno.

Más o menos éste era el cristianismo deformado que vivía Lutero, hasta el momento en que, en la famosa " experiencia de la torre " -así llamada porque tenida en la torre del convento agustino de Wittenberg- Lutero cree comprender la afirmación de San Pablo de que " el justo se salva por la fé, no por las obras ".

Allí dice Lutero que se dio cuenta de que Dios había ya vengado su justicia suficientemente en Cristo y que el cristiano, corrompido como está por el pecado original, nada más puede agregar a esta compensación sangrienta; lo único que tiene que hacer es creer firmemente que Cristo ha pagado por todos los pecados. Y, al creer, al sacar de su voluntad esa confianza, es como si Cristo entonces, como un escudo, tapara al creyente con su propio cuerpo, protegiéndolo de los castigos de la justicia divina y recibiendo él todos los dardos de la ira de Dios.

Así -según Lutero- la justicia de Dios queda satisfecha y el cristiano ignorado, absuelto, justificado, declarado inocente, aún cuando en realidad siga siendo un pecador. El famoso "simul iustus et peccator" de los protestantes.

Como ven, un cristianismo bastante horripilante. El creyente, aún siendo cristiano, sigue sin valer nada, es un pecador impenitente y no sirve para nada bueno. Del otro lado, Dios es concebido como una especie de Monarca absoluto dictando justicia sumaria a sus súbditos y dispuesto aún a vengarse en su Hijo para satisfacer su majestad ofendida, incapaz en realidad de ofrecer un perdón que fuera realmente eso, un don, una pura gracia.

La verdad es que, ni antes, cuando se decía católico, ni después, cuando se hizo hereje, Lutero entendió demasiado de lo que significaba la justicia de Dios.

El problema de fondo, pues, es tratar de comprender bien qué significan estos términos "justo" - tzedek, en hebreo- y "justicia" -tzedaqah - en el universo del pensamiento bíblico.

En nuestro occidente latino el vocablo justicia ha tomado, bajo influencias diversas y muy antiguas, romana entre otras, un sentido puramente jurídico, cuanto mucho ético, moral.

En hebreo, en cambio, trasciende esta calificación, extrínseca en todo caso a los eventos o a las personas, y se entiende como algo interno, que hace al ser, a la existencia y, por lo tanto, más que jurídico, tiene un sentido, diríamos, ontológico. Y así "justo" sería en realidad solamente Dios; pero no como administrador de justicia tipo tribunal, sino justo en si mismo, o, para decirlo con términos más apropiados, santo, perfecto. La justicia, pues, sería la vida misma de Jahvé, su perfección, su plenitud, su felicidad vital. Como ven, la palabra "justicia", en su sentido actual, deforma totalmente el pensamiento hebreo.

Pues bien ¿puede el ser humano, con sus propias fuerzas, tratando de llevar adelante una vida moral recta, como intentaría hacerlo a lo mejor un pagano estoico o, en nuestros días, un ateo o un hindú honorable, o un kantiano o racionalista, alcanzar la perfección, la justicia? Quizá -y digo quizá, nada más- pudiera, sí, llegar a ser una persona honorable, un hombre excelente, cabal, recto... Pero ¿eso acaso le haría superar su condición humana, finita, limitada? De ninguna manera: sería un gran hombre pero, como cualquier sinvergüenza, lo mismo destinado a la muerte, a quedar encerrado en la limitación de su biología puramente humana.

Pero Dios ofrece al hombre mucho más, mediante Cristo, le invita a algo que supera absolutamente las posibilidades de lo humano, y es: alcanzar la vida divina, el existir de Dios. Como eso no puede de ningún modo obtenerlo desde sus esfuerzos humanos, no le es posible recibirlo sino como gracia, como regalo, como don.

Precisamente ese don de la vida divina, que es la gracia sobrenatural y que nosotros recibimos mediante la fé y el bautismo, se denomina en lenguaje bíblico la "justicia" y el acto mediante el cual Dios nos la entrega es llamado la "justificación". El "justo" sería entonces, en la Biblia, aquel que recibe de Dios el don de la gracia, es decir, de la santificación. Más brevemente: el justo sería el santo; la justificación, la santificación. (En el sentido también del nuevo testamento en que se llaman santos a todos los cristianos, por el solo hecho de participar de la vida divina, no en el sentido de santo canonizado.)
Todos nosotros, los que estamos en gracia, los que hemos sido elevados por Dios a la condición de hijos, estamos justificados, santificados. Y esto no es una mera calificación extrínseca, es una transformación interna, esencial, que nos eleva de nuestro ser puramente natural y humano a un existir sobrenatural, divino. No es -como dice Lutero- que, ocultos detrás de Cristo, Dios no puede ver nuestra miseria, sino que, junto a Cristo, Dios nos transforma, nos eleva, nos inicia en su propia vida sobrenatural, para, después de la metamorfosis de la muerte pascual, poder alcanzar el existir trinitario, la vida resurrecta a la derecha del Padre.

Como Vds se dan cuenta, pues, nada que ver con la justicia de la cual hablaba Lutero, ni con el Dios juez que ajusticiaba a su Hijo.

¡Qué terrible visión de Dios, la protestante, qué alejada del evangelio, y, por otro lado, que miserable visión del hombre, sumido en el pecado, y corrupto hasta los tuétanos por un supuesto pecado de un primer hombre allá lejos en la noche de los tiempos y , por eso, incapaz de hacer ninguna obra buena!

No: no es verdad que el hombre sea tan incapaz que no pueda hacer nada en orden a su santificación. Aún antes de recibir la gracia su mente puede elevarse a detectar en la cosas y en el mundo la existencia de Dios, y, también oir, de algún modo, el llamado en su corazón a encontrarse con Él; y, una vez Dios revelado en Jesucristo, también,, perfectamente, puede la razón del hombre detectar los signos evidentes de esa revelación, para prestarle su adhesión. Y no es la adhesión, el sentimiento de confianza, lo que logra la justificación, como decía Lutero, sino que la adhesión, guiada por la inteligencia, lo pone en contacto libre y dialogal con la gracia -que esa adhesión por supuesto no merece, pero si es capaz de recibir en un acto humano y libérrimo-.

Pero, más aún: una vez justificado, santificado, elevado a lo sobrenatural por esa gracia inmerecida, el cristiano puede y debe realizar obras de santidad, de amor, de entrega, mediante las cuales es capaz de merecer la vida plena, más allá de la muerte, que Dios quiere entregar, no como puramente regalada, sino como fruto del buen uso de sus dones.

Por supuesto que esa santificación solo puede darla Dios y el hombre es totalmente incapaz de extraerla de cualquier plenitud puramente humana que intente o logre. De allí que más fácilmente haga esos actos que lo llevan finalmente a Dios el que, insatisfecho de lo humano, sintiendo que lo humano es imperfecto, busca algo más; que aquel que, conforme con lo que el puede lograr, se cierra a la esperanza de mayores dones.

De allí la parábola de hoy. El fariseo, orgulloso de si mismo, no necesita de Dios, porque él mismo ha podido realizar todas las obras que le exige la ley. Y , así, se cierra tontamente, a lo mejor sin darse cuenta, al don divino. Y se retira muy contento, su autoestima es óptima; pero de este modo, trágicamente, no consigue la gracia, la elevación, la santificación.

En cambio el publicano, que es lo suficientemente inteligente para estar descontento de si mismo, para saberse limitado, pecador, inmerecedor de toda aprobación, en vez de cerrarse a Dios por desesperación -que sería tan malo como cerrarse por orgullo- se abre humildemente a la misericordia divina. Solicita a Dios perdón -es decir el "super don", como dice la etimología de la palabra- y es por eso que sale justificado, santificado, en gracia, con la semilla de la vida eterna plantada en su corazón.

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