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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1993. Ciclo A

30º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 22, 34-40
En aquel tiempo: Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los caduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?" Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas".

Sermón

La reciente encíclica papal "Splendor Veritatis" no ha despertado rechazo ni aprobación. Dado que los medios no pudieron encontrar en ella ninguna frase o afirmación llamativa, como, por ejemplo, una condenación a Madonna o alguna referencia política, no suscitó el especial interés de nadie y, salvo uno que otro artículo más o menos pretencioso, más o menos aburrido, en alguno de los diarios llamados serios, nadie le ha dado espacio.

Quizá porque sea una encíclica dirigida a los obispos, no a todo el mundo; quizá porque esté escrita en un lenguaje pesado y algo farragoso; quizá, porque, en última instancia, se refiera a ese problema tan poco interesante que es el de la salvación eterna; quizá porque el Papa se atreve a emprenderla contra el núcleo del pensamiento moderno, que es el endiosamiento del hombre y la sobrevaloración de su conciencia y de su libertad sin formas.

Pero es que, en realidad, el Papa no expone, en su doctrina, nada nuevo. Se enfrenta a errores viejos, quizá dichos de modo nuevo, sobre la etología humana, el funcionamiento de la persona, de las sociedades, el concepto del hombre, de su libertad, de su capacidad de amar. Sobre todo se enfrenta el Papa con el falso concepto moderno de la libertad y del amor, que hasta se ha metido, desde el mundo, dentro de la cabeza de muchos católicos

Curiosamente, el mismo mundo moderno que tanto dice sobrestimar la libertad, cuando llega el momento de juzgar las decisiones y las opciones desde el punto de vista de esa misma libertad, afirma prácticamente la inimputabilidad del hombre. A saber, dicen: son tantos los condicionamientos biológicos, psíquicos, culturales, circunstanciales, económicos, sociales, que pesan sobre el saber y el querer del hombre, que en realidad no existen las determinaciones libres. Cada uno de mis aparentes actos de libertad es la sumatoria de millones de combinaciones químicas y eléctricas en el seno de mis células y neuronas, de hormonas y feromonas, pulsiones y compulsiones, fuerzas inconscientes y subconscientes, programaciones ancestrales, culturales y familiares, viejas y últimas lecturas o imágenes de propaganda, de la inflación o la deflación, cuando no de la tasa de humedad en el ambiente o de influjos astrales... junto con el convencimiento estúpido, en una minúscula zona apenas iluminada de mi conciencia, de que estoy eligiendo libremente.

Y, sin embargo, por otro lado, estos mismos que se ríen así de las posibilidades de la libertad del hombre, afirman que cada cual ha de tener el supremo arbitrio de decidir por si mismo su escala de valores, qué es lo bueno y qué es lo malo, cómo han de concebir sus relaciones familiares, sentimentales o políticas; tal si no existiera, ahora, ese cúmulo o sumatoria de influjos determinantes que hasta un momento antes afirmaban existían.

La doctrina cristiana no niega nada de lo cierto de estos dos extremos, pero los sintetiza en una unidad superior y le da sentido trascendente.

En efecto, es verdad que el ser humano nace como un entretejido de fuerzas cósmicas que llevan 20.000 millones de años evolucionando hacia él, preparando su biología y finalmente su cerebro, mediante el entretejido de la materia y la filigrana de la física, de la química y de la evolución de la vida y de las especies. Es verdad que, en el subterráneo de su mente apenas recubierta por su neocortex, el hombre guarda la influyente experiencia de toda esa historia. Es verdad también que el hombre nace a la razón después de haber recibido, durante su niñez, no solo el depósito cultural de cientos miles de años de historia humana, sino del modo que tuvo su entorno de educarlo, de quererlo o no; que está sellado por su historia pre y postnatal, por la relación con sus padres, por los libros que le hicieron leer, por lo que grabaron, en su manera de ver y sentir, los programas que escuchó o miró.

Otrosí, es verdad que, según la conformación de su cerebro y aún la alimentación que se le haya dado, será sano o no mentalmente; que según haya sido dado a luz en una familia llena de amor o no, su handicap será diferente al de los otros; que según haya sido educado en las ignorancias de una tribu del Amazonas o en la luz de una cultura católica y occidental, sus posibilidades de desarrollo humano serán superiores o inferiores...

Pero es verdad también -y lo prueba precisamente la marcha de la historia y de la cultura, el protagonismo de tantos que, conocidos o anónimos, han dejado su impronta innovadora en el trajinar del mundo- que el hombre, a diferencia del resto de los seres que lo preceden en el tiempo y lo sirven en el espacio, es el único capaz de acceder a una verdadera libertad, de superar sus condicionamientos, de vencer la inercia de sus instintos y deformaciones culturales. Capaz, digo, no que lo haga, ni siempre, ni frecuentemente.

El cristianismo no afirma, pues, como proclama estúpida y orgullosamente la declaración de los derechos del hombre de la Revolución Francesa, que el hombre nace libre. Sino que, al contrario, sostiene que nace condicionado, traumado, y, peor aún, casi inevitablemente deformado en sus modos de ver y de juzgar, por sus tendencias prehistóricas, prehumanas, y por culturas que lo programan con falsos puntos de vista y errores tenebrosos... Es lo que siempre ha sostenido con la simbología del pecado original.

Más aún, afirma el cristianismo: este nudo de ignorancias y de servidumbres es tan inextricable que pocos podrían alcanzar el dominio de si mismos y la luz de la verdad, y por lo tanto la libertad, si Dios no los ayudara con su gracia.

De hecho, la historia del hombre, hasta la aparición del cristianismo, no fué otra cosa que un terrible y lento emerger de la humanidad a luces mezcladas con terribles sombras, civilizaciones despóticas, verdades parciales combinadas con groseras supersticiones, éticas cuanto mucho para minorías exquisitas, en general costumbres mezcladas de barbarie, de esclavitud, de desprecio por la mujer, de sojuzgamiento del débil y del extraño, de incomprensión de la dignidad del hombre...

Solo muy lentamente y después de cientos de miles de años de estar en la tierra, asomaron leyes verdaderamente prudentes que intentaron ir ordenando la sociedad, permitiendo que comenzara, más allá de las tinieblas de sus orígenes cavernarios, a organizar la vida humana y promover lentamente el despertar de momentos de auténtica humanidad y libertad. Hitos de ese lento camino se encuentran en esas primeras legislaciones que fueron, por ejemplo, el Código de Hammurabi, o las leyes de Ur-Nammu, o las de Lipit-istar, o las de Esnunna, o las recopilaciones del asirio Teglatfalasar I..., tímidos intentos de regular algunos aspectos de la vida social...

Quién sabe hasta donde se hubiera avanzado por ese camino. Porque hablar de códigos es demasiado, no se trataba sino de recopilaciones de algunas ordenanzas, de sentencias, sin ningún orden o sistematización.

Por eso aparece como casi increíble, milagroso, que, en un pueblo en los aledaños de las grandes civilizaciones de la época, sin idioma propio, sin técnica ni arte nacional, apenas tribus trashumantes cuando lo realizaron, surgiera un código de leyes sintético, organizado, casi tan perfecto que ni siquiera haya tenido que retocarse nunca, y que aún usamos nosotros los cristianos: y son las diez leyes atribuidas legendariamente a Moisés: el decálogo, los diez mandamientos. Ni siquiera la ética platónica o aristotélica, muy posterior y en otro ambiente más sofisticado, alcanzó la sencilla sublimidad de estos diez preceptos. Ni siquiera la legislación romana -que solo protegía a los ciudadanos romanos, no a los demás- redondeó en tanta perfección el juego respetuoso de la convivencia, del respeto por el otro, de la dignidad de la persona, de su apertura a Dios, como esas sublimes dos, llamadas "tablas", que con razón fueron llevadas siempre, como la substancia de la palabra de Dios, en el arca de la Alianza. Arca que tantos años acompañó el peregrinar de Israel hacia la tierra prometida, y reposó durante siglos en el interior venerable y tremendo del Santo de los Santos del templo de Jerusalén.

Estudiosos actuales ni siquiera creyentes, solo desde los descubrimientos de la etología , quieren leer en los diez mandamientos programaciones que están inscriptas en lo más hondo de los instintos de supervivencia de las especies superiores. No hacen, en esto, sino coincidir con la milenaria enseñanza de la Iglesia, que afirma que estas leyes no son imposiciones externas de la divinidad al hombre, sino exigencias del mecanismo profundo del ser y actuar humanos, proyectos y disposiciones de acción que emanan de las mismas estructuras genéticas de la especie "homo sapiens".

Y la psicología profunda coincide, así como la sociología seria, en que es imposible la convivencia humana, y el desarrollo de las personas y, por lo tanto, el ejercicio de su libertad, si no se respetan fundamentalmente estas disposiciones, que -como reafirma la encíclica "Veritatis splendor"- hacen a la dignidad del hombre, a la fidelidad en el amor conyugal, a la limpidez y veracidad del lenguaje, a la protección a la vida, al respeto de la propiedad...

Son como marcos necesarios, como cauces obligatorios, como medidas de higiene social e individual tan vitales a la persona humana, como, para su biología, las reglas de la higiene y de la medicina.

Pero el liberalismo, hijo de Lutero y de Calvino, progenitor del positivismo, el marxismo, la new age y el orden nuevo, sostiene que el hombre no tiene naturaleza; que es como decir que un televisor o una computadora no tienen diseño, no tienen circuitos, que el cerebro es una masa informe con las neuronas combinadas de cualquier manera, sin reglas de funcionamiento, sin maneras correctas o torpes de encenderlo y manejarlo, sin sexo y sin pasado, sin historia y sin evolución, sin química y sin programaciones mejores o peores. El hombre -afirma el liberalismo- se puede usar de cualquier manera, funciona con cualquier corriente, se alimenta lo mismo con proteínas que con arena. Le es lo mismo tener una madre mujer que una madre homosexual; le es igual amar a cien mujeres que a una o a ninguna; le es indiferente tirar a su fetos asesinados a los tachos de basura, que cuidarlos, amamantarlos y hacerlos hombres; le es lo mismo transitar por la superstición, o la droga, o el latrocinio, o la mentira o la cobardía, que por el honor, la verdad, la sobriedad, la fortaleza... Funciona con cualquier norma, es binorma, multinorma, polinorma...

Así dice la libertad liberal y, en nombre de esa libertad, que desconoce los propósitos de Dios, las exigencias profundas de nuestra mente y nuestro corazón y las programaciones de nuestros 46 cromosomas, lanza al hombre a programarse la vida autónoma pero inhumanamente, precipitando a la mayoría a la pérdida de la verdadera libertad, presa de sus instintos desordenados, de las programaciones culturales perversas, y del poder político, económico y mediático de las clases dominantes. Y, con la pérdida de la verdadera libertad -que es la normada por la verdad y por la ley-, la pérdida de la auténtica dignidad humana, y de toda posibilidad de convivencia y de genuino y plenificante amor.

Porque, y a nuestro evangelio de hoy llegamos, últimamente, el objetivo de la vida humana es, mediante la libertad, elegir amar.

Elegir amar. Alcanzar la libertad para poder amar.

En una sociedad en que la palabra amor sirve para apañar los sentimientos y acciones más diversos, pero, sobre todo y en el mejor de los casos, el sentimiento que lleva a uno a apegarse al otro, pareciera que la frase 'elegir amar' suena contradictoria. El amor parece no poder elegirse: ser fruto del impulso, de la atracción, del deseo, de sentimientos que no pueden manejarse...

Y, si esa fuera la definición humana del amor, ciertamente que no sería libre: sería una pura pulsión instintiva del nivel límbico de nuestro cerebro, un juego pasajero de la circulación de dopaminas, endorfinas y encefalinas.

Pero el amor humano es mucho más: -también exigencia de nuestros 46 cromosomas, de nuestra forma natural de ser animales que es la de ser animales racionales- es la libertad que me lleva a optar inteligente, lúcidamente, por buscar el bien de la persona a quien amo: esta mujer, este hijo, este amigo, este padre, estos fieles... No solo el instinto, o las hormonas, o los sentimientos -que no siempre aciertan, no siempre son fieles, no siempre son inteligentes, aunque normalmente también hayan de acompañar al amor- sino mi inteligencia, mi libertad; llevándome al compromiso, a la " preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos " -como dice Fromm-, al dominio de mis deseos desordenados, de mis sentimientos descontrolados, y a la renuncia, si es necesario, del objeto de mi amor desviado...

Por eso, dice el Papa -repitiendo lo que siempre ha dicho la Iglesia transmisora de las palabras de Jesús-, si bien es cierto que el amor es el resumen y el objeto de la ley, lo es en la medida en que se trata del auténtico amor, del amor humano, no el del puro sentimiento ni menos el del deseo. De tal manera que no hay amor fuera de lo que hace a la esencia de lo humano que es el ser racional. Animal, sí, pero racional; y racional sí, pero creado, normado, programado, de modo de no poder funcionar correctamente fuera de las leyes constitutivas de su ser, de su psique y de su accionar sano, resumidas admirablemente en los diez mandamientos.

Si el amor es el compendio de la ley -"ama y haz lo que quieras", en el apotegma agustiniano- la ley moral es la condición del amor.

La encíclica señala con tremenda pena el error de los que creen que en nombre del amor se puede hacer cualquier cosa. "Si amas fuera de la ley", decía con severidad Agustín, "sin darte cuenta odias, porque te haces daño y haces daño a quien crees amar".

No se puede edificar una 'civilización del amor' -como dicen algunos- fuera de la razonabilidad de la ley natural, del respeto a la dignidad del hombre, a su vida, a sus bienes, a sus legítimos apegos y religaciones. No se puede edificar una 'civilización del amor', fuera de la verdad, del control de las pasiones, de la salud de la mente, de la educación de la inteligencia y de la voluntad, de la cristiana libertad.

Y como la fuerza para amar de esa manera -en respeto a la ley, en dominio de si mismo, en superamiento de nuestros traumas, en corrección de nuestras maleducaciones, en clarividencia con respecto al camino a seguir, en entrega no egoísta a los demás- solo puede venir de Dios y de su gracia, no puede haber pleno, constructivo y plenificante amor al prójimo, si no hay amor a Dios.

Así como nadie puede decir que ama realmente a Dios si no ama en serio a su prójimo.

He allí el mensaje de nuestro evangelio de hoy: el llamado a la verdadera libertad, en el amor a Dios y a los demás.

Simplemente: el llamado a ser hombres.

Wickler, Lorenz, Eibl-Eibesfeldt.

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