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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1996. Ciclo A

30º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 22, 34-40
En aquel tiempo: Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los caduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?" Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas".

Sermón

La noticia de que el Papa ha dado luz verde, en el campo de la reflexión católica, a la teoría de la evolución, a juzgar por su repercusión en los medios, pareció sorprender a más de uno, como si en ello la Iglesia hubiera súbitamente cambiado de posición. Algo así como si hiciera un reconocimiento tardío de esos postulados, a la zaga del mundo de la ciencia, parangonable al pedido de disculpas respecto de la intervención eclesiástica en el caso Galileo.

Aquí lo único parangonable es la confusión creada alrededor de estos problemas. En el caso del heliocentrismo galileano nadie parece recordar que el auténtico promotor de esta doctrina fue, casi cien años antes que Galileo, el sacerdote católico polaco Nicolás Copérnico, que publica su teoría y recibe grandes elogios del entonces papa reinante Pablo III. Se olvida que entre Galileo y Copérnico median las fantasías gnósticas del cabalista Giordano Bruno, que pretende utilizar la doctrina de Copérnico para sustentar absurdas afirmaciones sobre la divinidad del universo y del hombre, oponerse a la doctrina de la Iglesia y proponer el anarquismo como forma de gobierno universal. Cuando Galileo retoma la doctrina copernicana y -lego en la materia- pretende utilizar la Escritura para sustentarla, el ambiente estaba tan empastado por Bruno, que la autoridad eclesiástica casi se vio obligada a prohibir prudencialmente la difusión de esa doctrina. Actitud que, incomprendida y luego deformada por sus adversarios, le valió a los medios eclesiásticos muchos años de desinteligencia con científicos poco informados.

Pero el caso Galileo había causado demasiado daño al catolicismo como para que por segunda vez la Iglesia volviera a tropezar en algo semejante. De hecho cuando Carlos Darwin en 1859 publica, en Londres, "El origen de las especies mediante la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida (1)" -que así se llamaba su libro-, contrariamente a Galileo, se limita a tocar el tema científicamente, sin meterse para nada en las Escrituras o en lo teológico. Al contrario, aunque no es un anglicano demasiado practicante, sostiene con convicción la intervención de Dios en todo ese proceso. A pesar de ello, eclesiásticos anglicanos -no católicos- en nombre sobre todo de una interpretación fundamentalista de la Escritura se oponen frontalmente al genial científico. En esa tesitura permanecen aún múltiples sectas de origen protestante, principalmente en Estados Unidos de Norte América, logrando imponer su punto de vista como una opción válida aún en la educación pública.

Algunos primeros defensores del darvinismo, como Thomas Huxley (2)y Herbert Spencer (3), aprovechan el río revuelto y pretenden utilizar el evolucionismo como caballito de batalla antirreligioso. En este caso, como Giordano Bruno, son ellos quienes empastan el ambiente y hacen que la doctrina evolucionista para los cristianos, y aún para algunos católicos poco avisados, tuviera un no se qué de tufilllo a azufre.

Claro que, en sus comienzos, el evolucionismo, intuición genial, no contaba con demasiados elementos probatorios, por lo cual presentaba fáciles blancos para ser discutido y redargüido. El mismo mundo científico se opuso al comienzo a esta doctrina. La comodidad de muchos cristianos y aún teólogos prefirió entonces quedarse con la opinión de los científicos fixistas que, a primera vista, parecía más acorde con los datos tradicionales de la catequesis católica de la época.

Pero los teólogos más avispados no podían dejar de recordar la doctrina agustiniana de las "ideas seminales", las semillas inteligentes que Dios habría puesto en la materia en el inicio de la historia de la creación y que irían germinando sucesivamente con el paso del tiempo. La misma doctrina de Santo Tomás de Aquino , el gran teólogo medioeval, aunque ajena a la problemática darviniana, daba perfecto pie para explicar el movimiento evolutivo de la historia. De tal modo que, a nivel de la teología seria, el problema de la evolución fue algo que se debatió serenamente. Más aún, hubo muchos y muy importantes estudiosos, como el dominico Leroy (4), el P. Milvart (5) o el científico católico Schmitt (6) que desde el comienzo aplaudieron entusiastamente a Darwin. Cualquier mediocre filósofo cristiano podía distinguir la doctrina metafísica de la creación, de las doctrinas científicas contrapuestas entre si del evolucionismo o el fixismo. Confundir "creacionismo" con "fixismo", sin embargo, fue un grueso error en el que incurrieron muchos cristianos y aún clérigos poco ilustrados. Algunos de ellos, con celo digno de mejor causa, creyeron que defendiendo el fixismo estaban defendiendo la doctrina de la creación y por supuesto lo único que lograban era poner en ridículo a la doctrina de la Iglesia. El creacionismo -doctrina metafísica - es perfectamente compatible tanto con la doctrina científica de la evolución como la de la fijeza de las especies. En todo caso nadie tenía derecho a defender la doctrina fixista en nombre de la teología o de la Escritura.

Desde la aparición de la doctrina evolucionista cientos de teólogos católicos trataron de mostrar la compatibilidad total de esa doctrina con los postulados de nuestra fe, si bien es cierto que ello no fue suficientemente asumido por los catecismos -la mayoría dedicado a los niños y a los simples- que seguían presentando una visión infantil de la creación y la aparición del hombre. De allí que, a veces, algunos laicos católicos, ignorantes de la teología seria, hayan tenido conflictos entre su fe y su saber profano o, más papistas que el papa, hayan creído ser su obligación defender ridículamente posiciones científicamente inaceptables. Es bueno que los católicos aprendan a distinguir qué es lo que enseñan realmente la Escritura y la Iglesia -es decir el Magisterio- y qué, de modo personal, por su exclusiva cuenta y riesgo, algunos católicos, monjas, clérigos y hasta obispos. Y, aún de las enseñanzas del Magisterio, qué es lo que se enseña como materia de fe y qué como mera opinión autorizada.

Como el magisterio romano ya se había escaldado con el caso Galileo, en toda esta polémica sobre la evolución mantuvo al respecto un discreto silencio (7).

Su primera intervención oficial y vinculante, en el año 1950, en la encíclica Humani Generis de Pío XII ya apunta que " el magisterio de la Iglesia no prohibe que, en sus investigaciones y disputas entre los hombres doctos de ambos campos, se trate de la doctrina del evolucionismo, la cual busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente ".

Ya, más recientemente, Juan Pablo II, en 1986, en una de sus catequesis de los miércoles, había sostenido "No contrasta con la verdad acerca de la creación del mundo visible -tal como se presenta en el libro del Génesis- la teoría de la evolución natural " y, en 1988, en su mensaje al Director del Observatorio Astronómico Vaticano, hablando de esta doctrina, señalaba : "Desde el momento en el que los descubrimientos científicos se hacen patrimonio de la cultura intelectual del tiempo, los teólogos deben comprenderlos ".

De tal manera que su reciente discurso a los miembros de la Pontificia Academia de las Ciencias y al cual se ha dado tanta difusión no representa ninguna novedad y de ninguna manera muestran ningún cambio en la posición oficial de la Iglesia a ese respecto.

Lo único que el Papa pretende destacar es precisamente que la doctrina evolucionista de ninguna manera avala filosofías ateas y que, en nombre de ella, no puede de ninguna manera disminuirse la dignidad y el valor exclusivo no solo del ser humano, sino de cada persona en particular. Cada uno de los seres humanos que es concebido, sean cuales fueren las causas naturales mediante las cuales ha venido a la existencia, es un ser querido por Dios desde la eternidad y, de por si, llamado a la vida eterna si los accidentes naturales o la malicia de los hombres no le truncan este destino a través de prematura muerte o de la perversión de sus mentes y corazones.

Porque cuando a uno le preguntan pero ¿cuándo nos encontramos con un auténtico ser humano?, ¿cuándo se produce la aparición de éste en la historia de la evolución? ¿hace cincuenta mil años, hace doscientos mil, hace un millón? ¿será el homo erectus, el homo habilis, el homo de Neanderthal, el de Cromagnon? ¿cuando podemos hablar del homo? la respuesta que da la teología es ésta: existe el hombre desde que aparece un ser capaz de conocer y de amar a Dios.

¿Quién dudará de que entre los animales ya se producen, más allá del mero instinto, expresiones que preanuncian el amor: amor de padres a hijos, amor entre hermanos, amor de padres entre si? ¿Quien dudará de una cierta inteligencia que cualquiera que tenga un perro o un gato es capaz de descubrir aun a ese nivel de animalidad? No se diga nada de ciertos simios capaces de fabricar instrumentos e incluso comunicarse entre sí, y aún con el hombre, con un cierto tipo de lenguaje.

Pero lo que es privilegio exclusivo del hombre, más allá de su inteligencia superior, de su autoconciencia y del desarrollo increíble de su ciencia y de su técnica, más allá de sus expresiones a veces heroicas de altruismo y amor a los demás, es su posibilidad de conocer y amar a Dios.

De hecho para eso Dios crea el universo, para ello dibuja y canta en la historia del tiempo el poema de la materia que evoluciona y que, en este rincón minúsculo del universo, hace 4.000 millones de años, germina en vida que, a su vez, crece en la fértil historia de la biología y del cerebro, desde el minúsculo de los cordados primitivos, pasando por el de los grandes reptiles y dinosaurios, llegando al complejo de los primates y finalmente saltando al maravilloso cerebro del 'homo sapiens'. Esta epopeya maravillosa del pulular de la vida y su eclosión final en el hombre solo está destinada a producir una creatura capaz, mediante el conocimiento y el amor, de participar de la plenitud de la biología divina.

En realidad la teología, sin dejar de lado la tradicional definición del hombre como 'animal racional', prefiere la vieja definición de San Gregorio Nacianceno: ¿qué es el hombre?: el hombre es un animal divinizable, zoón theoumenon, o la de San Agustín: es un animal capaz de Dios, capax Dei .

Cuando y en qué momento apareció este animal capaz de Dios quizá nunca lo sepamos, pero lo que es cierto es que, desde el momento en que un ser viviente ha sido hábil para, más allá de su inmanencia, elevarse al conocimiento de Dios y, de alguna manera, querer amarlo, allí hay un hombre.

De ahí que el mandamiento del amor a Dios en el cual Jesús resume toda la ley y los profetas en lo más mínimo puede ser entendido como un mandato impuesto por alguien que quisiera ser adulado, o por alguno que estuviera mendigando amor: 'quereme, por favor', sino, por el contrario, el estatuto fantástico de la dignidad del ser humano, el derecho humano fundamental, su definición. Cuando amamos a Dios sobre todas las cosas estamos plenificando no solo nuestra persona, sino culminando y dando pleno sentido a toda la evolución de la materia y de la vida. Porque para eso es la creación: para que la materia, mediante el hombre, en el don de la Encarnación y Resurrección, culmine su movimiento evolutivo en el amor a Dios. Ese amor que, potenciado por la virtud teologal de la caridad, hace capaz al mundo material, en la maravilla del cerebro humano, de comunicarse y disfrutar de la plenitud de la Vida que, en felicidad y belleza perfectas, comparten desde la eternidad el Padre, el Hijo y el Espíritu.

1- On the Origin of Species by Means of Natural Selection or the Preservation of Favoured Races on the Struggle for Life

2- The First Principles. The Principles of Biology (1863-67), etc.

3- Evidence as to Man's Place in Nature, 1863

4- Fr. M. D. Leroy, O.P., L'évolution restreinte aux espèces organiques, Paris, 1891. Cf. también P. Lemonnyer, La Révélation primitive et les données actuelles de la science, 1909 y P. Zahm, C.S.C., Dogma and evolution, 1898.

5- On the Genesis of Species, London, 1871

6- Der Ursprung des Menschen, Friburgi-Br. 1911

7- Las contadísimas intervenciones oficiales, a saber la del sínodo de Colonia en 1860, del Santo Oficio mandando retirar del comercio la obra de Zahn en 1899 y de la Comisión de asuntos Bíblicos en 1909 (D 2123), medidas locales o prudenciales, no comprometen de ningún modo al magisterio supremo de la Iglesia.

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