Sermón
Después de recorrer sinuosamente 300 kilómetros a partir del monte Hermón el río Jordán atraviesa un amplio valle de 20 kilómetros de ancho, antes de derramarse en el Mar Muerto. Ese valle que cuenta, además, con una abundante fuente de aguas cristalinas, y que constituye un verdadero oasis en toda esa árida región, ha sido habitado por el hombre ciertamente desde el décimo milenio antes de Cristo. Era un lugar estratégico, porque existía allí un vado que permitía la comunicación de la Palestina con la Transjordania, lugar por tanto de activo comercio.
De hecho las excavaciones arqueológicas muestran que, por lo menos a partir del año 6000 AC, el caserío contaba con una potente muralla de piedra, lo cual lo convierte en la ciudad organizada más antigua del mundo. Se trata -mucho después, por supuesto, hacia el año 1000- de la ciudad que empieza a mencionarse en el Antiguo Testamento bajo el nombre de Jericó . Ligada a la conquista de Josué, destruida por los moabitas y reedificada por el rey Ajab de Judá, fue nuevamente demolida por los babilonios, reconstruida luego del cautiverio e invadida después por Pompeyo. Marco Antonio se la regaló a Cleopatra quien, a su vez, se la vendió a Herodes, que la mudó de lugar, dos kilómetros hacia el sur.
Es en realidad esta Jericó, construida por Herodes para lujosa residencia de invierno y embellecida por Arquelao, la ciudad que conoció Jesús y cerca de la cual fue bautizado en el Jordán.
Herodes el Grande como de costumbre no había ahorrado gastos para hacer de Jericó una ciudad perfecta, con calles en forma de damero y diagonales, palacios, casas con jardín tipo Lomas de San Isidro, acueductos, termas, templos, sinagoga, un hipódromo y un anfiteatro. Todas las avenidas estaban bordeadas de palmeras -la 'Ciudad de las Palmeras' la llamaban-. Rodeada de naranjales, en medio de un oasis permanentemente verde y con el contraste de sus casas encaladas y sus palacios de mármol, Jericó tenía fama de ser una ciudad próspera y bellísima.
Los procuradores romanos habían acuartelado allí fuerzas de ocupación que, al mismo tiempo, trataban de vigilar la peligrosa ruta de 26 kilómetros entre Jerusalén y Jericó, plagada de bandoleros y asaltantes. También funcionaba una importante aduana que daba pingües ganancias, tanto a Roma como al publicano que la administraba. Uno de ellos, muy conocido por nosotros, el famoso Zaqueo.
Como en todas las ciudades más o menos ricas la mendicidad abundaba. Ser mendigo no era estrictamente una profesión como ahora, era fruto de una rigurosa necesidad. Sin obras sociales, sin medicina preventiva, sin pensiones, todos aquellos que, por una razón u otra, no podían trabajar en los muchos oficios y puestos que se ofrecían, y sin ni siquiera poder venderse como esclavos, no tenían más remedio que mendigar. Los muchísimos lisiados de guerra, los paralíticos, los ciegos, no podían subsistir sino con la ayuda ajena, de la limosna.
Los ciegos eran particularmente abundantes. La ceguera era una enfermedad casi endémica en todo el Mediterráneo. Se calcula que entre el cinco y el diez por ciento de la población la padecía total o parcialmente, desde los que por falta de cuidados adecuados quedaban ciegos al nacer hasta los que perdían los ojos en combate, o como castigo penal, parásitos, cataratas o glaucoma.
El espectáculo de los ciegos pidiendo a las puertas de las ciudades o desfilando tomados por los hombros, uno detrás de otro, o guiados por un lazarillo era común en el mundo antiguo, tan común como hoy en algunas regiones del Africa o como en las pinturas de los Brueghel, El Bosco o Cranach durante el Renacimiento.
Que entre tantos ciegos que aparecen en el evangelio se haya conservado el nombre de Bartimeo significa que este era persona conocida, años después, en la primitiva comunidad cristiana, cuando Marcos escribe el evangelio. Más aún, los detalles vívidos de la escena -sus gritos, el desagrado de la gente, Jesús que lo llama, él que arroja el manto para correr hacia el Señor- nos hablan de un relato personal, quizá del mismo Bartimeo, repetido hasta el cansancio a quien quisiera escucharlo. A lo mejor, ya famoso al fin de sus días, Marcos, el evangelista, ha ido a entrevistarlo.
Pero cuando Bartimeo cuenta a Marcos este relato, después de muchos años de cristiano, no solo se está refiriendo a la pura curación de sus ojos de carne, sino a la luz que ha brindado a sus ojos del alma la palabra de Jesús. Esa fe que como un estallido iluminó su espíritu mil veces más encandilantemente que los rayos del sol que volvieron ese día a atravesar sus pupilas.
Porque ¡claro! ¿Como no comparar esos largos años que pasó vegetando a la vera del sendero polvoriento de los hombres, acuclillado contra el tronco de una palmera, su manto raído extendido delante de sus rodillas para recoger las monedas que algún transeúnte le arrojaba a sus quejumbrosas súplicas, renovadas cada vez que oía pasos que se acercaban, con la vida de tantos hombres, en perfecto funcionamiento de sus nervios ópticos, pero también desperdiciando su existencia detrás de las monedas de este mundo, renovando sus ilusiones a los pasos de oportunidades que, realizadas o no, se revelan, si no hay nada más, tan inconsistentes como las pasadas. Miles y miles de hombres y mujeres, jóvenes o grandes, insatisfechos, siempre esperando algo más y nunca contentos con lo alcanzado; acuclillados y atrapados frente a sus mantos de raídos plásticos de visa, mastercard o banelco de sus ambiciones mezquinas, como las metas lamentables que les proponen políticos y economistas y pseudoeducadores y psicólogos; entrampados en trabajos que no quieren perder y que si no tienen quisieran obtener pero que pocas satisfacciones les dan y si mucha tensión y desvelos y lexotanil; extraviados en sueños de amor que ni saben realizar porque desconocen lo que es el amor o, si lo saben, no encuentran a nadie que en serio lo quiera compartir, o amor que en promesas quedó, en la desnuda realidad del egoísmo participado o de la separación; y tanto estudiar, y tanto viaje, y tanto trabajar, y tanto fin de semana de rugby, de football o de golf, y tantas sonrisas de lobos disfrazados de abuela en los afiches de los políticos "para comerte mejor" y de señoritas que te ofrecen esto y te ponderan aquello, en cómodas cuotas, también "para comerte mejor"... ¡Tantos falsos lazarillos y ciegos guías de ciegos...!
Y detrás de todo eso, en sordina, en medio de las noticias que se filtran desde el palacio de Herodes o desde el cuartel del comandante romano, y del último chisme de Jerusalén, detrás de los enjuagues políticos o económicos del Sumo sacerdote, de los escándalos de la aduana y la riqueza de Zaqueo, de las nuevas de las actrices y hetairas que divierten al pueblo y a la guarnición romana, y de las de lujo que alegran la vida noctámbula de la corte... el pequeño rumor que empieza a tejerse alrededor de ese hombre que dicen trae palabras nuevas, apunta a perspectivas de grandezas nunca soñadas, oportunidades de galardones y verdaderas riquezas para los valientes, y que convoca a todos, pobres y ricos, grandes y jóvenes, que no discrimina desgracias ni discapacitaciones, olvida pasados y apunta a futuros, cura a los débiles y dicen devuelve la luz a los no videntes...
Una y otra vez ha pensado Bartimeo en él en los últimos tiempos... Pero ha sido como las fantasías de la niñez, cuando uno se imaginaba omnipotente, descubriendo un tesoro que lo haría repentinamente rico, o salvando a la chica de sus sueños de caer en manos de forajidos, o realizando una acción heroica que le mereciera la atención de los grandes... sueños de chiquillo... Bartimeo no se ilusiona. Es verdad que ese hombre, al que llaman Jesús, estuvo al comienzo cerca de Jericó, allí donde bautizaba Juan, pero se sabía que después había desarrollado su acción todo el tiempo más bien por el norte, Galilea, hasta Fenicia o cerca del Hermón... ¿para que habría de venir tan al sur a Jericó? Ya había perdido Bartimeo su oportunidad; si es que alguna vez la había tenido. ¿Cómo acercarme a Jesús? Ya esto no es para mi... Soy grande, ¿con quien voy a hablar, qué tendría que leer?, el cura no me va a atender, no lo voy a molestar con mis dudas y problemas, y además ¿qué me puede decir ...?
Y sin embargo, ¡vueltas de la vida!, una noticia impresionante ha llegado hace unos días hasta él, a través de esa red de información de los mendigos y sobre todo de los mendigos ciegos que tantas veces saben más que los que ven. Parece que Jesús se ha decidido finalmente a dirigirse a Jerusalén. ¡Pero, este hombre! ¿no sabe que lo buscan; no sabe que allí quieren acabar con él; no se da cuenta que ni los judíos ni los romanos aceptarán sin tomar medidas a cualquiera de quien se diga es descendiente de David?
Empero, parece que Jesús percibe el peligro; porque ha dejado Galilea, donde reina Antipas y en vez de atravesar la Judea con el peligro de caer en sus manos, pasa a la Transjordania por donde baja atravesando la Decápolis y Perea. Por esa zona podría haber permanecido casi sin peligro. Pero no, justamente allí, frente a Jericó, por el mismo lugar por el cual pasó Josué hacía mil doscientos años a la conquista de la Tierra Prometida, Jesús vadea el Jordán junto con sus seguidores y, en un acto de locura -piensa Bartimeo-, se encamina a la conquista de Jerusalén.
Pero esa es la oportunidad del pobre ciego, porque, para dirigirse a Jerusalén desde ese lugar, Jesús no tiene más remedio que transitar la calzada que pasa por Jericó.
El sueño de Bartimeo parece ahora que puede adquirir consistencia, realidad: ese Jesús al cual él pensaba que no podía llegar ni por casualidad, ahora viene a él, va a pasar delante suyo. Será su única oportunidad. ¿Se animará, Bartimeo? ¿Te animarás a acercarte a Jesús?
"¡ Hijo de David, ten piedad de mi !", grita. Y ya no le importa nada, ya no es la voz quejumbrosa, sumisa al patrón y al de arriba, servicial al cliente, hipócrita en la reunión social, segura sin estar seguro frente a los que tiene que demostrar seguridad, la voz del superado: no, es la voz que le sale del alma, es casi un grito de esperanzada desesperación, es el quejido contenido de viejos dolores, de lágrimas ya secas, de angustias ocultas, de cicatrices aún sangrantes, de vacíos y vergüenzas nunca confesadas; es la voz del que se acerca por fin al confesionario: Hijo de David, tú que te diriges a Jerusalén, tú que vas en busca de tu cruz, tú que la transformarás en instrumento y pendón de victoria, toma mi dolor, toma las tinieblas y oscuridades y dudas y errores y pecados de mi alma y transfórmalos en luz...
Pero el mundo no quiere dejarlo. Y pretenden hacerlo callar. Y está más fuerte que nunca el sonido de la radio, de la televisión, las urgencias económicas, el parloteo ensordecedor de los políticos, los llamados de la propaganda, los deseos desbocados de los sentidos, la apariencia de felicidad de los que envidio, la vergüenza de tener que confesarme con otro hombre. Cállate, cállate, quedate donde estás, sigue tras tus miserables monedas, tu encerrarte en el apremio de tus días, sin pensar en tu ayer, sin mirar nunca a un gran amanecer...
Pero Bartimeo insiste; ya nada le da vergüenza... Cuenta a Marcos: yo gritaba como un loco, me querían hacer callar pero yo ya no podía más y sabía que ese era el momento, que tenía que acercarme a Jesús. Y oí que Él de pronto se detuvo, todos enmudecieron y, sin ver nada, sentí que me miraba, y algo cálido -que ya empezaba a disolver hielos, a acariciar angustias, a consolar soledades, a hacer funcionar de una manera nueva mi corazón- atravesó mi alma.
Llamadlo , oi. Y algunos que eran de los suyos, me animaron y me hicieron ir a él. Siempre hay alguien -para eso esta la iglesia, para eso estamos los cristianos- que nos ayuda a acercarnos a Jesús.
Y allí si que ya nada importó a Bartimeo: tiró su manto con las miserables monedas y tarjetas y abalorios que le arrojaba el mundo y se encontró con Jesús.
Y así volvía a contar por enésima vez el viejo y feliz Bartimeo, ahora al joven Marcos que había venido a entrevistarlo al fin de su vida.
Quizá ya, por la edad, sus ojos volvieran a ver poco, pero a Bartimeo no le importa, ya no quiere más milagros, él ha encontrado el camino, el camino de Jesús, y sabe que también pronto sus viejos huesos habrán de alcanzar Jerusalén.
Y Marcos, que ya entiende que el camino de Jesús no es un camino de tierra ni de asfalto sino el camino luminoso que trazó, -' el camino ', llama la Iglesia primitiva al cristianismo- termina de escribir su reportaje -que ojalá sea el de nuestra propia existencia- con el "y entonces comenzó a ver y lo siguió por el camino".
Y Bartimeo lo despide, los ojos cansados llenos de luz, sonriendo, al fin de su camino, ya con la mirada fija en Jerusalén.