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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1998. Ciclo c

30º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lc 18, 9-14
Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias" En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»

Sermón

Una de las herejías más graves que haya enfrentado nunca el cristianismo, fue el pelagianismo, desenmascarado por San Agustín. Pelagio, el fautor de dicha herejía, nacido en Irlanda, aparece, a comienzos del siglo V, en Roma como monje que gozaba de enorme fama en la dirección de las almas y por la austeridad de su vida. Logró que alrededor de él se reuniera multitud de admiradores, particularmente doncellas y matronas cristianas atraídas por su ascetismo.

Cuando en el 410 los visigodos, liderados por Alarico, toman Roma, Pelagio se traslada al Africa. Hoy hablar de Africa es inmediatamente pensar en luchas tribales, en aldeas barrosas, en sabanas llenas de fieras por el sur y en desiertos por el norte. La verdad es que, en la época en que el norte del Africa junto con Egipto estuvieron en manos cristianas, eran un verdadero paraíso de tierras cultivadas, de inmensos trigales y vides, de ciudades que podían rivalizar con las de la Europa, entre ellas Cartago o Mileve o Hipona, de donde justamente era obispo Agustín , quien inmediatamente se da cuenta de la perversidad de la doctrina pelagiana. Combatido enérgicamente por Agustín, Pelagio, se muda a Palestina donde se instala en Belén, lugar en el cual, en aquel tiempo, vivía San Jerónimo por devoción al sitio donde había nacido Jesucristo. Jeronimo también enseguida percibe los errores de Pelagio y termina por hacerlo irse de allí. Pasa Pelagio a Jerusalén, en aquella época espléndidamente reconstruida por los romanos, y luego recorre, propagando su doctrina, Antioquía, Dióspolis, Mopsuestia... y no quiero fatigarlos con más nombres puesto que nada de eso ha quedado en nuestros días destruido por la barbarie e ignorancia musulmanas...

Lo cierto es que, finalmente, después de varios sínodos reunidos en diversas partes de Africa, Europa y Oriente, el pelagianismo será definitivamente condenado por Inocencio I y, luego por el papa Zósimo . Es en esta ocasión cuando San Agustín pronuncia su famosa frase: "Roma locuta, causa finita (1)", "Cuando ¨Roma habla; la causa se termina". Temprano reconocimiento de la primacía de la sede romana sobre las iglesias.

Pero, a todo esto ¿qué cosa tan perversa sostenía este Pelagio? Pelagio afirmaba -en otras palabras, por supuesto- que, fundamentalmente, el cristianismo era solo una doctrina: Jesucristo era todo lo Dios que se quisiera, pero lo que había venido a hacer era predicar una enseñanza de perfección. Lo había hecho no solo con sus palabras, sino con sus ejemplos. Así como Adán había perjudicado a los hombres con su mal ejemplo y el de sus sucesores, así Cristo había venido a mostrar nuevas pautas de obrar y de moral que cualquier hombre dotado de buena voluntad podía perfectamente entender y, con el ejercicio de su voluntad y libertad, imitar.

Como Vds. ven, su doctrina era muy similar a la de cualquier moral filosófica de la antigüedad, como, por ejemplo, la de los estoicos , que proclamaban que estaba en las posibilidades de cualquier ser humano el rescatar la chispa de lo divino que tenían dentro de si y, por medio del dominio de si mismo y de la mortificación de las pasiones, sacarla afuera y así alcanzar el estado de hombre perfecto.

Lo mismo enseñan el yoga, o el budismo, o el iluminismo y racionalismo modernos, o las difusas doctrina de autoayuda y de 'tu lo puedes todo' del movimiento New Age que anda dando vueltas por allí.

Pero San Agustín se da cuenta de que esta posición destruye el fundamento mismo de la doctrina cristiana que es precisamente que solo Cristo puede llevar a la perfección al hombre, y que no solamente lo hace mediante las enseñanzas y ejemplos que dejó a la humanidad sino por medio de la gracia que, desde su nivel divino alcanzado en la Resurrección, infunde a los hombres. Esta gracia -no nada que tengamos adentro de nacimiento- es lo que nos permite, a nuestra vez, alcanzar a lo divino y, al mismo tiempo, nos da energías sobrenaturales para cumplir aún con lo natural. El hombre con sus solas fuerzas -dice San Agustín- no puede salir de lo humano. Por más ascetismo y moral que practique, por más humanamente bueno que sea, siempre quedará encerrado en los límites de su naturaleza. Biológicamente no hay nada en él que sea chispa o germen de divinidad. Por naturaleza está condenado, por más esfuerzos que haga, a la frustración final y a la muerte. Ni siquiera, sin ayuda externa, dados los malos ejemplos exteriores y la debilidad de su naturaleza, puede cumplir perfectamente con las indicaciones de la ética natural. Librado a si mismo el hombre tiene una tendencia innata a dejarse estar, al egoísmo, a ser superado por sus peores instintos. Luchar contra todo ello con la sola voluntad es desconocer que la mayoría de los hombres, por diversas circunstancias, traumas, situaciones adversas, ignorancias, educaciones equivocadas... no goza de la libertad suficiente para proceder de acuerdo al bien.

Por eso Cristo no viene solo a traer sus enseñanzas y su vida como modelo: viene a infundirnos el espíritu divino, la gracia, la vida sobrenatural... Solo con ellos podemos romper la trampa de nuestra mortalidad, alcanzar el Reino, llegar al Cielo. No basta la libertad, no basta la ascesis, no basta la moral: son necesarios los sacramentos -antes que nada el bautismo-; nos es necesaria la Iglesia santa capaz de infundirnos la vida santa; nos es necesaria la oración...

Proceder moralmente, ser un hombre o una mujer buenos, -aún en la hipótesis de que dicha bondad pudiera alcanzarse sin la gracia- no es suficiente: la bondad humana solo puede alcanzar frutos humanos; de ninguna manera sobrenaturales ni eternos. Lo humanamente bueno también está signado por lo efímero y por la muerte. Solo la gracia de Cristo puede liberarnos de lo caduco de la naturaleza.

Pelagio pues, tratando de engrandecer la libertad humana y prescindir de la gracia, era más un gurú, un fakir, un maestro de yoga, un santón budista, un instructor de moral, un filósofo, que un verdadero cristiano. Con su doctrina liquidaba el papel de Cristo en la historia y lo transformaba en un maestro a la manera de Confucio, Lao Tsé, Marco Aurelio, Siddartha Gauthama o el Mahatma Ghandi. Pero eso, ineluctablemente llevaba a su doctrina a identificar lo humano con lo divino, y a la razón y la voluntad individual con el mismo Dios, tal como lo hacen, además de todas estas falsas religiones, casi todas las ideologías modernas. Como Vds. pueden darse cuenta, vivimos hoy en un mundo pelagiano, que cree poder prescindir de la gracia de Cristo.

Y ésto era en realidad lo que en el fondo vivían los fariseos, esta secta de segregados, o puros, enfrentados con los saduceos, los esenios y los zelotes, y -aunque admirados por ellos- llenos de arrogancia frente a la gente común. Pensaban que, con sus solas fuerzas, con su sola libertad, podían obtener la perfección, tan solo cumplieran minuciosamente las leyes de Moisés y todas las reglamentaciones que las sucesivas escuelas rabínicas y fariseas habían añadido a esa ley de Moisés -la Torah- para salvaguardarla. Vivir de acuerdo a esos códigos -en una ascesis que, cuando sincera, era verdaderamente admirable- se tornaba el camino de la perfección -o de la 'justificación', como se decía en el lenguaje técnico de la época-.

¿Quién puede dudar que el fariseo de nuestro evangelio de hoy no fuera en este sentido un gran tipo? Lamentablemente, después de siglos de lectura de los evangelios, perdemos de vista que, en el lenguaje del tiempo de Jesús, el término fariseo de ninguna manera era peyorativo -mucho menos un insulto- sino, al contrario: era decir de entrada que nos encontrábamos frente a un individuo derecho y cumplidor. En cambio hablar de publicano, un exactor de impuestos vendido a los romanos, un colaboracionista del ejercito de ocupación, un hombre religiosamente impuro, era designar a lo más vil que pudiera hallarse en Israel. Nuestro fariseo en el templo, recto, honesto, hasta puntilloso, bien podía envanecerse de ser un hombre correcto, una persona de bien. Seguramente lo era. Oraciones semejantes a la que recita en nuestro evangelio se han encontrado en manuscritos de Qumram y figuran aún en nuestros días en el Talmud. Sin embargo -dice Jesús-, todo eso que lo podía hacer considerar como un varón virtuoso delante de la sociedad y de su familia, poco cuenta por si solo en orden a la justificación, a la gracia que lleva a la vida eterna.

Aquí no se trata de que el fariseo fuera un hombre orgulloso o mal pensado y despreciativo respecto del publicano, se trata de que siendo bueno y cumplidor se ha transformado en un personaje satisfecho de si mismo. Lo que aquí señala el Señor es la actitud profunda del fariseo que piensa que, porque se porta bien, porque cumple, porque es una persona honesta merece que el Señor lo justifique, lo premie. Sin duda que merece que la sociedad lo considere, que sus hijos lo quieran, que su mujer lo respete, incluso merece que sus negocios le vayan bien o que esta vida lo premie razonablemente; pero nada de eso lo abre al don de una vida que supera infinitamente todo merecimiento humano, nada de eso le merece el gratuito amor de amistad de Dios, con nada de eso surgido de sus esfuerzos puede conseguir ni una brizna de vida eterna. Es un discípulo de Pelagio antes de tiempo o, quizá mejor, Pelagio un discípulo del judaísmo.

Lo que aquí está en juego es la distinción de lo natural y lo sobrenatural, lo humano y lo divino, lo ético y lo religioso, lo que puede darnos nuestra naturaleza de hombres y lo que solo puede regalarnos la gracia de Dios.

El publicano, en cambio, en ningún momento se dice que sea una buena persona. Salvo el tono humilde y casi desesperado de su plegaria, es un hombre despreciado y despreciable, como no podía ser de otra manera: vendido al extranjero, vende a su vez a sus hermanos, les saca plata en un negocio felón que en esa época siempre era sucio, porque el cobro de impuestos estaba privatizado y era vendido al mejor postor por los romanos con todo lo que ello significaba en aquella época de coimas y luego de cobros excesivos para obtener ganancias, acumulando enormes e injustas sumas de dinero y, para peor, sin ninguna posibilidad luego de arrepentimiento o de perdón. En efecto, de acuerdo a las escuelas rabínicas no solo había que devolver todo lo robado a los damnificados, sino añadir un quinto para el templo y un quinto de compensación y un quinto de penitencia, lo cual se hacía imposible no solo por la cantidad sino por la imposibilidad de identificar, el publicano, a quienes había perjudicado. Según las leyes judías, pues, un publicano no tenía perdón posible.

Y vean que de éso se da cuenta el publicano, apenas asomado a la puerta del atrio de Israel, doblado en dos para que nadie lo reconozca y lo señale como un paria, indigno de estar allí profanando el templo. Sabe lo que es: una basura... Tanto, que ni siquiera se anima a pedir disculpas, perdón... Lo único que se atreve es a pedir piedad.

Pero es allí entonces, en esa congoja abierta a una súplica que le estruja el corazón, en plena conciencia de que nada puede solicitar como reclamo, nada en justicia le debe Dios ni puede hacer para que le deba Dios, allí, de pronto -con asombro de todos los que escuchan a Jesús-, interviene la justicia superior de un Dios todo hecho de amor, de sobreabundancia y de misericordia, y, curiosamente, en una justicia inimaginable para los hombres, lo 'justifica'. En cambio el otro, justo a los ojos de los hombres y a sus propios ojos -dice Cristo-, no sale justificado: no ha sabido abrirse al amor gratuito de Dios, ha confundido a Dios con un par, le ha hecho solo garante de la satisfacción de su honestidad personal, lo ha tratado -quizá sin darse cuenta- de igual a igual, como mucho -al modo de Pelagio- como un maestro inspirador de Moisés... Está convencido, porque es cumplidor y honesto y judío cabal, de que Dios automáticamente, en una operación cuasi comercial, no puede sino premiarlo y justificarlo. Y, sin embargo, el bueno cerrado a Dios, perece; el malo, es perdonado.

En estas paradojas se fundan enigmáticos dichos de Jesús como: 'no he venido a buscar a los justos sino a los pecadores'. No que -entre los cristianos- Dios prefiera al cristiano indigno de ese nombre y por lo tanto infiel a su condición ¡de ninguna manera!; o que no sea importante para un hermano de Cristo comportarse como tal. Lo que aquí hace Jesús es apuntar a marcar la distancia entre lo que Él viene a regalar al hombre: la vida divina, la gracia, la justificación que viene de Dios, y lo que el hombre es capaz de obtener con sus propias fuerzas, con su inteligencia, con su virtud.

De allí que el pecado y el extravío sean a veces ocasión de que el hombre rompa todas esas seguridades que lo hacen quedarse en si mismo, pagado de si, indiferente a Dios y a sus dones y, en la percepción de su pequeñez y de su debilidad, se haga capaz de buscar verdaderamente a Dios, el único realmente poderoso para curar sus llagas y sacarlo de cualquier abismo.

No es que se necesite el pecado. Santa Teresita del Niño Jesús tenía conciencia -y lo decía-de que jamás en su vida se había desviado voluntariamente del querer de Dios ni siquiera en materia leve y, sin embargo, sentía profundamente, con amor y agradecimiento, la gratuidad del querer divino que la había levantado desde su pequeña condición humana a ser una muy querida hijita suya.

A Jesús le gusta en sus parábolas hacer estos contrastes casi absurdos. Aquí: entre la mejor de las personas, un verdadero y cabal fariseo, bueno y cumplidor, y un canalla entre los canallas, un colaboracionista explotador de sus hermanos judíos. El uno que sale justificado y el otro no. Así marca la distancia -en realidad infinita y desproporcionada- entre lo que Dios quiere darnos y lo que nosotros somos capaces de merecer con nuestras fuerzas naturales.

El cristianismo es un misterio de gracia, no de justicia. El cristiano debe comportarse como es menester, no porque pueda pensar que con ello está pagando el cielo, sino porque, haciéndose cargo de lo que Dios le ha dado, más allá de todo merecimiento, debe actuar en respuesta de amor y empujado por el agradecimiento a su regalada dignidad de cristiano llamado al vivir divino.

Y para eso ha de saber que no le bastan sus fuerzas, que ha de orar y rogar, que ha de unirse a Jesús en sabiduría y amor, en sacramentos y humildad, en la alegría de una gracia y una fuerza que vienen de El y que es capaz de superar no solo nuestros defectos para hacernos santos, sino nuestros pecados -y aún nuestra imposibilidad de salir del pecado- para zambullirnos de cabeza en la economía fabulosa del amor de Dios.

(1) En realidad: "Roma locuta est, causa finita est; utinam finiatur aliquando error!" (Sermón 131, 10)

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