Sermón
Dedicación del Templo de Madre Admirable
Cuando, en el año 313, el famoso edicto de Milán, promulgado por Constantino, termina oficialmente con las persecuciones al cristianismo, ello se refleja no solo en la vida privada de los fieles, libre ya de la amenaza de confiscaciones, torturas, exilio o muerte, sino en la libre exteriorización de la fe incluso a nivel edilicio. Esas reuniones ocultas, secretas, que debían hacer los cristianos para orar, escuchar la palabra y celebrar la eucaristía en domicilios privados, en lugares escondidos, ahora pueden hacerse a la luz del día y multitudinariamente. Ya no bastan, pues, las casas privadas, por más grandes que sean. Las comunidades cristianas, encabezadas por sus obispos y presbíteros, comienzan a construir grandes edificios de culto que, en su adorno y su altura, constituyen manifestaciones de fe plasmadas en piedra y en madera. Allí se juntan 'los convocados', la asamblea, la iglesia -eso quiere decir 'iglesia', ' ekklesía ' en el griego original: 'los llamados', 'los reunidos'-. Con el tiempo tomarán también el nombre de 'iglesias' los templos que sirven para reunir a los llamados. Y esto se entiende en un sentido fuerte: cristiano, 'llamado', no es solamente el que ha sido invitado a una especie de reunión societaria; llamado es el que efectivamente adquiere la categoría de invitado a participar en el gran banquete de la vida eterna por medio del sello y el vestido de fiesta del bautismo. Llamado es el bautizado, el que ha sido ennoblecido por la sangre de Cristo, por la participación del Espíritu. Por eso la iglesia no es una reunión cualquiera, es la congregación orante de los que, en traje de fiesta bautismal, se unen, en conciencia de su dignidad de hijos de Dios, para ponerse en contacto vivo con Él y juntar esas fuerzas necesarias para poder luego vivir cristianamente en el mundo. A causa de ello y de la presencia augusta de la Eucaristía, la gran sala de reunión de la comunidad, la iglesia, ya no es simplemente un edificio más en el conjunto de edificaciones de la ciudad; su espacio no es solamente los metros cuadrados que saca al terreno donde se levanta. Sus muros sagrados delimitan un terreno que está a mitad de camino entre esta tierra y el cielo, un volumen que no pertenece del todo a las dimensiones de este mundo y que está comunicado realmente con el territorio celeste. (Algo así como lo que, en el orden del tiempo, sucede con el domingo, que es un día fuera de la semana, más allá del tiempo de lo cotidiano, con un pie ya puesto en la eternidad. En realidad al modo del propio bautizado, que ya no es solamente un ser humano, empeñado puramente en los objetivos de este mundo, sino un hermano de Cristo, un consagrado que ya está viviendo anticipadamente el vivir divino del cual participará plenamente en el cielo al cual está llamado.)
Nadie es ajeno a las paredes y techo en donde vive. Nuestro hogar se transforma en parte de uno mismo, echamos en él raíces, sus paredes se impregnan de nuestros olores, se cargan de nuestros recuerdos, sus techos son viejos amigos que nos han protegido de tantas tormentas de la vida y sido testigos de tantas alegrías y de tantas tristezas. No es lo mismo el cuarto del hotel, la casa que alquilamos ocasionalmente para un veraneo... o esos ricos y famosos que aparecen en las revistas que tienen una casa o un departamento en cada ciudad, en cada playa, en cada isla del Egeo ¡en realidad no tienen casa! Nuestra casa es una, la casa de nuestros padres, o la casa donde han crecido nuestros hijos, allí donde hemos hundido nuestros raigones.
¡Que duro dejarla cuando tenemos que achicarnos! (¡No mencionemos la terrible y temible mudanza al geriátrico!) ¡Qué triste fue para mi, hace un par de años, cuando, muerto finalmente mi padre, los hermanos vendimos el piso de nuestra niñez, adonde yo grandulón, cura grande, hasta entonces iba todavía cuando estaba enfermo, cuando tenía que encontrarme con los míos, cuando quería impregnarme -¡refrescantes, cálidos, maternos!- de los aromas de familia que me volvían a la vida normal, al sentido común, a la sencilla realidad de los verdaderos lazos y cariños. Hoy, salgo a la calle y ya no tengo casa ("¡ Voy a casa !" -decía antes-)... No: tengo que volver a la parroquia. Pero no nos volvamos sentimentales; esto tiene sus ventajas: como es la primera vez que he hecho legalmente cambio de domicilio, no tengo idea de adonde tengo que votar y no pienso perder el tiempo averiguándolo y, mucho menos, yendo.
El asunto es que los cristianos de antaño -que no tenían nada de cosmopolitas internacionales y turistas- tenían muy metido adentro esas raíces, esos vínculos, que amén de arraigarlos a su casa, a su pueblo los hacían amar profundamente el templo parroquial que los reunía acogedor y familiar en espacio y tiempo sagrados. Su iglesia era su orgullo, su segunda casa, su lugar de encuentro con Dios, el sitio donde todos, ricos y pobres, doctos y simples, recuperaban el sentido de su dignidad cristiana, de su igualdad y fraternidad fundamental, de su nobleza común de hermanos de Jesús.
Por eso la inauguración del templo, de esas paredes y techo y suelo que envolvía ese lugar sacro abierto hacia Dios, hacia el cielo, a la vez que resultaba una especie de transubstanciación del ámbito, una consagración de ese rincón salvado del ajetreo mundano, significaba el nacimiento o consolidación de la iglesia local, de la comunidad, un poco como los novios de antes, que recién podían considerar seriamente el matrimonio cuando conseguían casa. Era el obispo, no el simple sacerdote, el encargado de esta ceremonia que transformaba a lo que era un mero lugar hecho de ladrillos y maderos, vidrios y pinturas, en una iglesia. En una ceremonia que quedaba en los anales del lugar como una fecha fundacional que se celebraba todos los años. San León Magno, conmemorando, en el siglo V, el aniversario de la consagración de la iglesia de San Saturnino, lo llamaba el ' dies natalis ', el día del nacimiento, del cumpleaños de esa comunidad y San Gregorio y San Basilio comparaban esos festejos a los aniversarios de matrimonio, en este caso entre Cristo y su Iglesia.
Una Iglesia consagrada por el obispo quedaba para siempre excluida de todo uso profano. Estaba prohibido beber o comer dentro de ella; no se podía ingresar a su perímetro portando armas. En virtud de esta segunda ley las iglesias consagradas se convirtieron en asilo o lugares de refugio para cualquiera que fuera perseguido por la violencia, aún por la justicia. Durante siglos el que en ellas se amparaba no podía ser prendido ni lastimado. Tampoco una iglesia consagrada se podía -ni se puede- alienar ni vender. " Semel Deo dicatum non est ad usus humanos ulterius transferendum ", era ley en el sexto libro de las Decretales: " Lo que una vez ha sido dedicado a Dios no debe ser jamás transferido luego a usos humanos ". Si por alguna calamitosa razón la Iglesia era destruida o caía en ruinas o había que remover alguna de sus partes, ni sus piedras, ni sus ladrillos, ni sus maderas podían ser reutilizados en edificios civiles, debían ser quemados, o pulverizados, o usados para construir o reparar otras iglesias.
Tan en el centro del corazón católico estaba esta veneración por el templo consagrado que, en el saqueo de Roma de 1527, los lasquenetes protestantes, para herirnos en lo profundo, lo primero que hicieron fue transformar la basílica de San Pedro en establo, para que comieran en el altar papal sus caballos y sus mulas. Lo mismo hicieron los anglicanos con los templos católicos en Inglaterra; y, en Francia, la Revolución Francesa.
Es verdad que la Iglesia Universal, en nuestros días, sigue conmemorando el aniversario de la consagración o dedicación de la Catedral del Papa, San Juan de Letrán, el de las Basílicas de San Pedro y San Pablo y el de la primera Iglesia dedicada en Europa a la Virgen, Santa María la Mayor, pero, lamentablemente, para la mayoría de los fieles estas memorias suelen pasar desapercibidas. Lo mismo, entre nosotros, suele yacer en el olvido la fiesta de la Dedicación de los templos parroquiales. Pero, al menos hasta la época del protestantismo, los aniversario de la Dedicación de los templos eran festejos litúrgicos de primer orden que, en muchos pueblos se prolongaban en fiestas populares que podían durar toda una semana; fiesta incluso mucho más importante que la del santo patrono de la Iglesia consagrada. ¡No se trataba de la fiesta de uno de los miembros de la Iglesia, por más santo e insigne que fuera, se trataba de la fiesta de toda la Iglesia! Y, si Vds. se fijan en el Misal, verán que, en la lista de las Misas comunes, ocupan el primer lugar, y antes que las de la Virgen, las misas de la Dedicación de Iglesias. Recién después vienen las misas de Santa María y, luego, las de los mártires, los pastores, los doctores de la Iglesia, las vírgenes, y los santos y santas en general.
El protestantismo, primero, y luego el racionalismo, desencarnando a sus seguidores de las realidades corporales y visibles -como si el hombre fuera pura inteligencia o puro espíritu- sumados al éxodo de las masas a las grandes ciudades y añadida, también, en muchos casos, la facilidad para mudarse de casa en casa, de barrio en barrio, hizo que el hombre de hoy perdiera bastante esa adhesión a los lugares que es tan propia del ser humano, no solo espíritu, razón, número internacional, universal, 'ciudadano del mundo', sino cuerpo apegado a sus tierras, a su patria, a sus campos, a su barrio, a su templo, con conciencia bien humana de la diferencia que hay entre un lugar sagrado y uno profano, entre música sacra y música bailable, entre diversión y devoción, entre una fiesta mundana y una celebración religiosa, entre vestirse para ir a la playa y vestirse para ir a la iglesia. Hoy tiende todo a equipararse, se puede celebrar Misa en un salón y transformar la Iglesia en una sala de conferencias, usar la misma música de la discoteca tanto para bailar como para acompañar una Misa, rezar a Jesús frente al Sagrario como, al estilo New Age, en el parque o escuchando a los pajaritos, tomar con la mano un sándwich como el santísimo Cuerpo de Cristo, rezar a Dios de rodillas o repantingado en el banco con las piernas cruzadas, aplaudir tanto en el show como en la Iglesia, al celebrante como al político... Como si pudiéramos vivir la interioridad sin ayudas exteriores, sin gestos expresivos, sin belleza que nos apoye, sin ritos austeros que nos aparten de lo vulgar; como si pudiéramos asomarnos a lo trascendente, al misterio grandioso y fascinantes de lo divino, sin una cierta solemnidad, sin ese respeto y seriedad que de ninguna manera se contrapone a la verdadera alegría y confianza; como si lo sobrenatural y cristiano pudiera reducirse a lo puramente humano...
La parroquia Madre Admirable festeja hoy el quinto aniversario de la consagración de su templo por quien fuera en aquella fecha Arzobispo de Buenos Aires, el recordado Cardenal Antonio Quarraccino. El procedió a la ceremonia de consagración mediante la cual ungió con el santo crisma tanto los muros que circunscriben este ámbito -allí donde hoy arden los cuatro cirios- como el altar donde celebraremos dentro de un momento la liturgia de la eucaristía.
Si bien el edificio había venido usándose desde hacía muchos años antes, aunque reservado para oficios religiosos, todavía era solo una construcción humana. Desde la consagración es mucho más: es una representación visible de la iglesia de Cristo, es un certificado de madurez de la comunidad, es un sitio que ya está impregnado de consistencia de cielo, a mitad de camino entre nuestra vieja tierra y el mundo definitivo.
Que siempre nos hallemos aquí, aunados por la fe en Jesucristo y bajo el cobijo del manto de María, en el clima sagrado lleno de serenidad y de respetuosa alegría de estas paredes transfiguradas por la unción del Obispo. Que siempre encontremos aquí refugio para nuestras penas, alimento para nuestra esperanza, audiencia permanentemente concedida por nuestro Señor desde el sagrario. Casa paterna donde, en los gestos amorosos del Padre que nos recibe y que son los sacramentos, nacen nuestros hijos para el cielo, se alimentan de perdón y eucaristía, santifican sus matrimonios, se despiden hacia la morada definitiva.
¡Sagrado templo de Madre Admirable, nuestra antesala de cielo en Buenos Aires, María dueña de casa!