Sermón
El filósofo griego Empédocles de Agrigento, de finales del siglo V antes de Cristo, tiene el raro mérito de haber sido el inventor de una doctrina científica que duró al menos, destronada por la Química moderna, hasta el siglo XVIII de nuestra era -aunque aún algunas doctrinas esotéricas y new age la sigan utilizando- a saber: que todas las cosas están integradas por cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego.
Según Empédocles son estos cuatro elementos los que, atravesados cíclicamente por dos fuerzas opuestas -el Eros y el Odio-, se unen y disgregan alternativamente, formando transitoriamente los seres que conocemos y nuestro propio ser humano -también mezcla de agua, tierra, fuego, aire, unidos brevemente por la fuerza del Eros, hasta que seamos nuevamente esparcidos y desbaratados por el poder disgregador del Odio-.
Algo parecido sostenía, un siglo después, Demócrito de Abdera, quien, observando las motas de polvo que revoloteaban en los rayos del sol que entraba por su ventana, coligió que, en realidad, los cuatro elementos estaban formados a su vez por partículas iguales, indivisibles, a las cuales llamó 'átomos' y que eran producto del ingreso del vacío, del 'no ser', en la masa compacta del Ser. Según estos átomos se mezclaran más espesamente o menos, de acuerdo a su proporción de ser y no ser, formaban distintamente los cuatro elementos y, de allí, por impulsos azarosos y de modo también breve, fugaz, los diversos cuerpos que conocemos, hasta que volviera a desunirlos el no-ser. De tal manera que todos los individuos, incluído el hombre, no eran sino producto fortuito y contingente de la combinación de elementos producida por fuerzas ciegas y sin propósito.
Pero no se crea que estas doctrinas hayan desaparecido del todo en nuestros días. Es bien conocido el caso de Jacques Monod, premio Nobel de Fisiología del año 1965, cuya obra "El azar y la necesidad" publicada en 1970 -seis años antes de su muerte- tuvo resonancia mundial.
Estudioso de la biosíntesis de las enzimas y la regulación del metabolismo celular, Monod captó la importancia de los estudios de los franceses Petit y Prevost respecto al papel de la genética -y en particular del ADN-, en el mecanismo de la evolución de las especies. Pasando de allí al plano filosófico, sostenía que la aparición del hombre en el universo se debe a una cadena complicadísima de billones de casualidades que, a partir del polvo cósmico, de los elementos forjados en el corazón de las estrellas, en la batidora del espacio, a través de sucesivas y afortunadas combinaciones, condujo a la formación del ADN, del código genético que maneja desde el embrión la formación del ser humano. La aparición de este código, sostiene Monod, es casual, aleatoria, de tal manera que el surgir del primer hombre ha sido un accidente imprevisto que ha demandado millones de veces "más suerte que sacarse la lotería de Montecarlo". Allí está el hombre, afirma Monod -al igual que Empédocles o Demócrito-, nacido de la casualidad, no querido por nadie, no encaminado a ninguna finalidad, no sostenido por un fin, por un sentido que dé significado a su existencia. Cierra su libro -mezcla de ciencia y de filosofía atea barata-, con esta tremenda frase: "El hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del universo, en el que ha emergido por azar. Ni su destino ni su deber están escritos en ninguna parte. A él le corresponde elegir entre el reino y las tinieblas."
De tal manera que Monod condena al hombre a la soledad más espantosa, perdido en medio de este inmenso universo lleno de galaxias, estrellas y planetas indiferentes, imponiéndole, al mismo tiempo, la titánica tarea -ya que no lo tiene por naturaleza-, de labrarse él mismo un destino, inventarse una finalidad, darle significación arbitraria a la propia vida.
Porque, evidentemente, si he surgido del entrechocarse de la materia sin haber sido pensado por nadie, tampoco he sido pensado para nada en especial. Los fines aparecen cuando hay 'alguien' que los propone. Si no hay Alguien, si no he sido hecho, pensado, creado por nadie, tampoco tengo un fin, una razón de ser, una dirección que justifique mi existencia. Si Dios no existe y solo vivo por casualidad, debo cubrir la pavorosa sin razón de mi existencia inventándome yo mismo fines, señalándome metas, ideando algún motivo que justifique mi vivir.... ¡Tremenda cosa tener que ganar el derecho a la vida y darle sentido! Una vida, como decía Sartre, de por si absurda, accidente ridículo de la nada, breve cohesión de elementos encaminados a disolverse en polvo, en nada, afirmaban Empédocles y Demócrito. ¿Y, entonces, para qué buscarle sentido si, finalmente, se precipita en el sin sentido final del no ser, del morir?
Y por eso Nietzsche, en su espeluznante y magnífica obra "La gaya ciencia" ("Die Fröhliche Wissenschaft"), después de anunciar el asesinato de Dios hace decir al insensato: "¿Cómo hemos podido obrar así? ¿qué hemos hecho cuando hemos separado esta tierra de la cadena de su sol? ¿Adónde la conducen ahora, sin Dios, sus movimientos? ... ¿No erramos sin El como a través de una nada infinita? El vacío ¿no nos persigue con su hálito? ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer cada vez más, cada vez más? ¿No es necesario encender linternas en pleno medio día? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios?... ¿No estamos forzados ahora a convertirnos nosotros mismo en dioses?..."
Si, pobres dioses de carnaval y de corso, con nuestras grotescas linternas encendidas en pleno medio día. Linternas irrisorias de los falsos vendedores de motivos que tratan de iluminarnos diciéndonos: "Realízate, justifica tu existencia: trabaja por el futuro de la humanidad, lucha por la justicia, por el mundo de mañana"; o, peor, "Da sentido a tu vida: gana las olimpíadas de tu carrera, ten un título, hazte un nombre seguido de muchos ceros, 'amplía tus graneros', agranda tus haras y tus harenes, busca fama, aplauso..." O, quizá, algún filósofo con vocación de psicólogo: ¡"busca amor!"
¿Y qué si encuentro dinero, fama; y qué si la sociedad perfecta, mundo rico y globalizado; y qué si encuentro amor, familia ? ¿Y el fin? ¿Y el para qué? ¿y el tiempo y la caducidad y la vejez... y la muerte?
Y ¿cuántos hay, por otra parte, que encuentren dinero, fama, amor...? Y, entonces, ¿los solos, los pobres, los anónimos, los sin talento, los sin gracia, los sin belleza, los feuchos y las feuchas...? Esos ¿no tienen para qué? ¡Horrible mundo sin Dios que condena a los pequeños hombres que somos la mayoría a buscarnos una razón de ser, un motivo para existir...! ¡A cuántos se sentencia en esta sociedad, en este Buenos Aires agnóstico y ateo, a la ambición frustrante, a la aridez de una vida sin sentido, a la competencia feroz por un trabajo que escasea y que, aún obtenido, es causa de frustración, por más que, en algunos casos, llenen los bolsillos. Y algunos ¡qué trabajos insulsos! ¡Pobres muchachas, inteligentes, bonitas, haciendo colas y colas para obtener un puesto y terminando disfrazadas para promover un producto innecesario, mostrando piernas en los pasillos de los shoppings o repartiendo volantitos y muestras gratis por el centro de la ciudad...! Pena de la Argentina, al menos, que lo que parece dar sentido a la vida lo alcanzan pocos y, los demás, han de arrastrarse con sus pequeñas linternas dibujando una huella apenas perceptible en el fondo gris de sus vivires, como la baba seca del caracol sobre la piedra, hasta que, antesala de la nada, se acerque ululando la ambulancia: capítulo final. Por fin viajando en auto con chofer...
Y, sin embargo, tan desencaminado no iba el filósofo que hablaba de que el único "para que" justificante y valioso de la vida es el amor... Porque es verdad, digan lo que digan y aunque parezca cursi decirlo, que el hombre ha nacido herido de amor. Podrá alcanzar toda la fama del mundo, y todas las riquezas, y toda la ciencia.... Sin amor no es sino un pobrecito hombre lleno de hambre y lleno de sed.
Hambre de amar, sed de ser amado ¿Quién no sabe que las más aplastantes tristezas son las que nacen de la soledad? ¿Para qué quiero vivir si no hay alguien que me ame? ¿Para qué quiero volver a casa si no hay nadie que me espera? ¿Para qué seguir viviendo si no hay nadie que se alboroce a mi llegada, si mi presencia no enciende ni siquiera una mirada, ni despierta alegrías, ni ausente se extraña...? Y, en cambio, aunque quizá no sirva para nada, aunque no tenga dinero, aunque se me ignore, aunque tonto, feo, inútil, viejo... basta que alguien me ame en serio -y con uno basta ¡oh poder del amor!- para que mi vida adquiera sentido.
Sí, algo ha de tener el amor para obrar estos milagros. Empero, empero ¿quién no se da cuenta de que el amor de los hombres no basta? Amor frágil, amor perecedero, amor difícil de encontrar entre sus mil burdos remedos, amor, por fin, corto y caduco como mi misma vida humana... ¿Y qué si nadie me ama? ¿y qué si quedo solo? ¿Y qué si lo que creía amor era un egoísmo disfrazado?
¡Ah, Demócrito, Sartre, Nietzsche, Monod..., a qué tristezas nos condenan en este mundo pobre de verdaderos amor si es verdad que no existe Dios! ¡a qué de vidas condenan al sin sentido", al "para nada"...!
Pero, hermanos cristianos, no es así... Rompamos nuestras ridículas linternas, apaguemos la feble llama de nuestras candelas, dejemos de rastrear cosas que no llenan. Miremos hacia arriba y gocemos de la luz del mediodía, del saber que Dios existe, del creer que se acercó a nuestra vida en María y en Jesús...
No tenemos que buscar un "para qué", ni inventarlo, ni crearlo. El 'para qué' nos ha sido dado con la vida... No tenemos que mendigar amor, porque amor ya es nuestra existencia. "Nè creator ne creatura mai, figliuol, fu sanza amore", "Ni el creador ni la creatura existieron jamás sin amor", dice Dante en la Divina Comedia.
Mi ser, mi vida, mi existencia, no dependen de una ruleta de moléculas ciegas, de un imprevisto agitarse de cromosomas, de un aleatorio capricho de la naturaleza, sino de un amoroso acto del querer de Dios. Yo, pensado amado y sostenido en la vida por Dios... Y dijo Dios, haya Juan, haya Susana , haya Jorge, haya Lin Chu... y Juan, Susana, Jorge, Lin Chú, fueron...
No azar, no: amor mi vida, amor de un Dios que me sostiene, amor de un Dios que me llama.
Porque para eso me creó, para eso unió agua, tierra, aire, fuego, para que a su llamado respondiera. Y no tengo que inventarme un para qué porque para eso fui creado; y no tengo que inventarme un fin porque fui hecho para El... Mi vida tiene sentido porque fui hecho con sentido... Y ese sentido que viene del amor de Dios -del amor que es Dios-, también es el amor... Así como las cosas son atraídas por la fuerza de gravedad; así como el instinto se mueve infaliblemente a sus acciones, así el hombre es conminado desde lo más adentro suyo a amar...
Y ¿quién no sabe, quién no percibe que, detrás de todos sus quereres y deseos se oculta una succión ilimitada de búsqueda de bien, de dicha y de amor? ¿Quién no ha de darse cuenta que, en la insatisfacción propia de nuestros continuos deseos y quereres, resuena el eco de un llamado, de una vocación inapagable a la dicha, al amor, que hemos recibido con nuestra propia naturaleza y a la cual no podemos renunciar?
Y nosotros cristianos sabemos que este llamado al gozo es llamado de amor: Amor que nos ha creado, Amor que nos espera para aplacar a torrentes nuestros deseos insaciables de felicidad.
Pero ¡pertinacia extrema la del hombre, duros corazones, mentes entenebrecidas que continuamos usando pequeñas linternas iluminando oquedades en vez de aprovechar la luz del sol...!
Por eso, para que no te equivoques, para que apuntes hacia la felicidad para la cual has sido creado, para que quede claro el fin de tu existencia, lo que le da sentido, lo que la justifica, Dios te lo aclara en forma de mandato. ¿No es tierno este Dios y no somos nosotros necios que lo que hace a nuestra felicidad tenga El que ponerlo en forma de precepto?: "Amarás a Dios; amarás a tu prójimo". Pero, bobos que somos, ¡si esa es nuestra dicha, ese nuestro fin! Ese el objeto de tu vida; esa tu definitiva felicidad.