Sermón
No hay quien desconozca que fue durante el gobierno del emperador Constantino , mediante el edicto de Milán del año 313, cuando cesaron las persecuciones oficiales de Roma al cristianismo y, finalmente, la Iglesia pudo gozar de paz, hasta tiempos modernos, en donde volvió a renovarse oficialmente a nivel mundial la guerra anticristiana. Tanto que a ese intervalo de relativa paz, al menos dentro de los límites del viejo imperio, se le ha llamado -y, por supuesto despectivamente- ‘era constantiniana'. Sin embargo es bueno aclarar que recién al gran emperador Teodosio pertenece el honor de haber declarado al catolicismo religión de Estado en el año 380.
Épocas cuando lejos de enfrentarse el poder político con el religioso, mantuvieron relaciones armónicas, ocupándose cada cual de lo suyo en sus relativas autonomías. Eso no impedía que obispos de talla muy distinta a los actuales supieran plantarse ante los poderes políticos o económicos cuando ellos se apartaban de las normas superiores de la moral cristiana. O, al revés -como lo hizo Carlos V con Clemente VII , parándole la mano cuando éste quiso intervenir profanamente en asuntos políticos-.
Bien conocido el episodio aquel cuando ese mismo cristianísimo Teodosio, -temporariamente instalado en Milán donde gobernaba la Iglesia San Ambrosio - en el 390, después de un motín sangriento en Tesalónica en donde la plebe asesinó a un general imperial, Boterico , mandó castigar severamente a la ciudad, pagando la tumultuosa algarada culpables y no culpables. San Ambrosio, terriblemente apenado, para expresar su reprobación al hecho, abandonó Milán y, poco después, dirigió a Teodosio una célebre carta –que aun conservamos- en la que le afeaba su conducta y lo exhortaba a la contrición.
Al recibir la carta, Teodosio -que hubiera podido aplastar a Ambrosio con el meñique- no le impidió ejercer el ministerio, ni confiscó sus bienes, ni lo encerró en su catedral, ni tergiversó sus palabras. Al contrario: durante ocho meses hizo vida de penitente, asistiendo a Misa desde el fondo de la Iglesia y solo hasta el sermón, sin poder participar del rito eucarístico y dejando de usar, en sus apariciones públicas, sus insignias imperiales, hasta el día cuando el gran Ambrosio se le acercó, cruzando la nave, lo hizo poner de pie y le dio el abrazo u ósculo de paz. (Por supuesto no le ofreció el púlpito.)
Otros tiempos, otros hombres, otras autoridades, otros obispos.
Pero, a pesar del decreto de Teodosio, no se crea que el paganismo había bajado las armas. Aunque las antiguas supersticiones y religiosidades paganas, con sus ridículos mitos y sus costumbres degradantes, poco a poco caían en descrédito y decadencia, la resistencia al cristianismo, fomentada y costeada por el judaísmo talmúdico, se refugió en las academias y centros de enseñanza. Aunque faltaba mucho tiempo para Gramsci , el paganismo se dio cuenta de que la superioridad inmensa de la intelectualidad cristiana y de sus tesis fundamentales solo podían combatirse eficazmente a nivel de las ideas. Era en la cabeza de la gente, especialmente la dirigencia, donde había que crear la confusión. El brazo armado de estas insidias anticristianas será luego -hasta tiempos modernos y el inicio del protestantismo- el Islam. La financiación, ya lo podemos imaginar.
Las ideologías de la época, en las cuales casi cae el joven Agustín y es salvado de ello por el gran Ambrosio –tampoco los obispos eran ignorantes-, toman y refunden en sentido panteísta los viejos sistemas filosóficos. Aparecen fuertes corrientes neoplatónicas y neoaristotélicas. Los nombres de Plotino , Porfirio , Jámblico , Proclo , ideólogos anticristianos, son, en este período inicial, bien conocidos por los estudiosos. Todos ellos fueron utilizados una y otra vez por pensadores posteriores que intentaron oponerse al cristianismo, desde la Cábala judía, pasando por la escolástica hebrea e Islámica, con Maimónides y Averroes , hasta Espinoza y Hegel y sus influjos contemporáneos ya a la izquierda ya a la falsa derecha.
Mencionemos, a modo de ejemplo, a Proclo, nacido en Bizancio en el 410 y muerto en Atenas en el 485. Anticristiano acérrimo, influyó en la escuela ateniense hasta que ésta, ya totalmente en decadencia e ideologizada, fue cerrada en el año 529 por orden de ese otro gran emperador cristiano que fue Justiniano . El auténtico saber florecerá ahora en los gremios y en las universidades, instituciones fundadas por la Iglesia, hasta que, otra vez, después de la Revolución Francesa las invadirán las sectas masónicas y las ideologías.
Proclo era un hombre ecuménico: frecuentaba todos los cultos. Decía que el filósofo debía considerar a todas las religiones iguales. Todas ellas eran buenas, excepto, por supuesto, el cristianismo, a quien consideraba impío y ateo porque negaba la divinidad natural del hombre y del universo. Como Plotino, su maestro se abrevó en las metafísicas de Oriente de la identificación del ser y la nada. ¡Maravillosa nada, plenitud del ser, perfecta unidad! (Algo de ellos hemos visto, el domingo pasado, en Guénon.)
Porque para él también lo supremo era el ‘Uno' y la gran decadencia era el ‘múltiple', la multiplicidad de los seres en la cual se pierden nuestros sentidos y de la cual es culpable la materia. Lo numeroso –según Proclo- era la pulverización de la Unidad primigenia, decadencia, exilio, desparramo, disgregación… A esa decadencia la denominaba ‘ próodos' , salida, ‘ éxitus' en latín. El maravilloso Uno –tan sin fronteras y distinciones ni siquiera de esencias que se confundía con lo indefinido de la Nada - se extraviaba en la materia y, a la manera de torrente bajando de una montaña y dividiéndose en multitud de arroyos, desvíos y cascadas, se dispersaba en la multitud de los seres definidos y varios de este mundo inferior y numeroso, lleno de desigualdades, de especies diversas, de individuos distintos: ricos y pobres, gordos y flacos, varones y mujeres, negros y blancos, sabios y necios, superiores e inferiores, sanos y enfermos... Estas distinciones eran injustas y malas. Lo bueno era el ser único eternamente igual a sí mismo. Pero, aunque deformidad del Uno, caricatura del Único, las diferencias, naturales a nuestro estado actual , había que respetarlas y dejarlas como tal. No eran sino categorías y estamentos inmutables de la realidad mundana, de la sociedad.
De allí que toda la teoría y praxis moral de Proclo consistía en intentar dejar este mundo tal cual, y retornar cada uno, según sus fuerzas e iluminación de sus maestros y gurúes, al Uno primitivo, a la igualdad perfecta del ‘ser-no ser' supremo, en un proceso al cual llamaba ‘ epistrofé ', retorno, ‘ réditus ', en latín. El regreso al hogar, en el reencuentro con la divinidad original alienada, en la pérdida del ‘dualismo' del yo respecto a ella, en la perfecta identificación con el Uno y en la desaparición de toda aborrecible individualidad, distinción, multiplicidad… (Temas conocidos por cualquiera que frecuente doctrinas orientales o New Age).
Digamos que, como todo sistema gnóstico, el de Proclo –amén de sus explícitas manifestaciones anticristianas- es esencialmente anticatólico. Porque, para la concepción cristiana, el universo sensible de ninguna manera es una decadencia o alienación del Ser. Dios, infinitamente perfecto en Sí mismo, no se degrada, nada emana de Él, nada sale de Su substancia, sino que, desde la plenitud de Su existir y belleza infinita crea libremente el universo, con la idea de que éste, precisamente en su multiplicidad, refleje de alguna manera la maravilla de la riqueza de Su Ser.
La acción creadora de Dios hace que todas las cosas creadas posean su consistencia propia, su individualidad, su distinción y que todas estas diferencias sean buenas. Lejos de ser el múltiple una decadencia del Uno, es manifestación, dentro de las posibilidades de lo creado y limitado, de Su infinita perfección. Manifestación destinada a llamar al hombre -a los seres personales creados en dicho maravilloso múltiple y cambiante universo- a elegir libremente el participar, cada uno individualmente, sin perder su personalidad, y por la gracia de Cristo, de la suprema Vida de Dios.
Es este llamado del hombre a la Vida Divina , no sus condiciones individuales ricamente distintas en talentos, sexo, riquezas, medios, geografía y épocas, el que iguala a todos en dignidad, ya que cada uno es creado con la vocación fundamental de alcanzar la vida divina mediante la fe en Cristo . Esta es la igualdad que siempre ha predicado la Iglesia : la igual dignidad de todos los hombres en Cristo, porque todos, “ judíos y paganos, libres y esclavos, varones y mujeres ” –como dice San Pablo en su epístola a los Gálatas- llamados a la participación de esa Vida. Es esta igualdad la que define a todo hombre como ‘ creado a imagen y semejanza de Dios ' y, de por sí, no toca las desigualdades y jerarquías legítimas de toda sociedad -aunque sí las introducidas por la injusticia y el pecado-.
Nada que ver con la falsa igualdad de la Revolución Francesa , que deja inerme al débil frente al poderoso, al simple frente al astuto, al honesto frente al deshonesto. Igualdad cristiana que tampoco tiene que ver con la aritmética del padrón, ni con la sumatoria de los votos, en medio de desigualdades tremendas producidas por ilegítimos líderes manipuladores de masas y que permite que unos pocos privilegiados funcionarios o empresarios pegados al poder manejen los bienes de todos los demás y los repartan a su antojo.
Tal es la bondad de la diversidad, reflejo de la riqueza infinita de Dios, que si diferencias hay en este mundo en gestación, mucho más las habrá en el Cielo donde la gloria de cada uno se medirá por el grado de caridad que haya alcanzado en este mundo.
Pero el sistema gnóstico, porfiriano, metafísico oriental, marxista occidental, neopositivista liberal es perverso, porque en su doctrina legitima finalmente las desigualdades abusivas y pecaminosas de los hombres. Todas las gnosis producen de una u otra manera una estratificación social cerrada en castas. Y no hay que confundir estas castas con las funciones sociales que encontramos jerarquizadas en Platón o en Aristóteles . Ellos distinguen la función de gobernar que debería ser propia de los mejores, la verdadera ‘aristocracia' de los sabios, normados por la prudencia , de la función de apoyo que habrían de recibir del estamento de los guardianes o guerreros, guiados por la fortaleza . Todo sostenido por los gestores económicos, moderados por la templanza . La armonía de las clases lograda por la justicia . ¡Las cuatro virtudes cardinales! Y es el mismo Platón quien denuncia los peligros de romper esta justicia o armonía y poner la fuerza -pura ‘timocracia'- al servicio de intereses únicamente comerciales; o de acumular destempladamente los bienes en manos de unos pocos -‘oligarquía'-; o dando poder a las instancias generalmente desbocadas de la codicia o la concupiscencia – epizimía - , que es, según Platón, el sendero de la ‘democracia' movida por la ‘demagogia' y que, por deriva necesaria, ha de caer en brazos de la ‘tiranía'.
Pero Proclo, más allá de Platón y Aristóteles, legitima absolutamente estas diferencias, afirmando que hay quienes nacen libres y quienes esclavos; y que las clases son cerradas y de ellas, salvo desorden, nadie puede salir. Según Proclo todos quedan enclaustrados en ellas por nacimiento, por degradación del Uno; no por libre determinación, por educación, por virtud propia y, menos, por gracia de Dios a todos ofrecida.
Pero el sistema de castas se hace infernal en Oriente, en la repartija brahmánica, basada en la literatura védica, pero clasificada definitivamente en el Manava Dharma Sastra o Libro de las Leyes de Manú , que -traducidas al español- pueden y deben leerse para tomar conciencia de lo maligno de la religión hindú, de la cual, poco a poco, gracias a influjos cristianos, está saliendo esa enorme porción de la humanidad que habita en la India.
Sistema complejo pero que popularmente se reduce al de las cuatro castas. ‘Casta' es un término portugués del cual deriva nuestro ‘canasta' y significa ‘cesto'. El cesto en el cual cada clase se encuentra encerrado. En realidad en sánscrito el término más frecuente empleado para designar lo que nosotros llamamos casta es ‘ varna ' o ‘color'.
Ya las conocemos: la casta de los brahmanes , supuestamente surgidos de los labios de Brahma; la de los kchatrias o guerreros, salidos de sus brazos; la de los vaishas o comerciantes y hacendados, salidos de sus muslos; y la de los sudras o servidores, nacidos de sus pies. Fuera de estas castas: los ‘intocables', los ‘descastados', los para todo uso…
Nadie puede quejarse, porque es la porción que, en la degradación del ser en la cual consiste este mundo, les toca en esta vida. De acuerdo al comportamiento que lleven según su dharma –a saber las leyes que determinan el actuar de cada casta- tendrán oportunidad, en la próxima reencarnación, de ocupar un lugar mejor hasta que pueden regresar alguna vez a la perfecta igualdad del Uno, de la Nada. Mientras tanto ¡chito!: cada uno en su lugar, a su puesto más arriba o más abajo en las distintas mesas y banquetes, a su título, a su condición, a sus signos de sumisión y de respeto, sin pretender salir de ello.
Algo de eso sucedía entre los judíos: una cosa era ser ‘hijo de Abraham', poder llamarlo ‘padre', -a eso va el “ a nadie en el mundo llaméis ‘padre' porque no tenéis sino uno, el Padre celestial ”- otra ser pagano, gentil. Una cosa era pertenecer a la casta de los kohen , los kohenin , los sacerdotes aristócratas, ‘mi maestro', ‘monseñor', y otra ser de la plebe, los ‘hijos de la tierra', o peor samaritano, o galileo. Una, pertenecer a la inmensa clase de los pobres y, otra, a la del oligárquico entorno del K de la época, el tirano Herodes , apoyado por sus abogados, legisladores, escribas y fariseos ‘doctores', atando pesadas cargas de leyes e impuestos sobre los hombros de los demás, mientras ellos, en sus autos con chofer y sus retornos, no las mueven ni siquiera con un dedo… Y clérigos ineptos ocupando las cátedras de Moisés y de Cristo, callando o, peor, legitimando el desorden, la confusión religiosa, el pecado y el caos infraumbilical. ¡Lástima que no haya más Justinianos capaces de terminar con las caducas escuelas de Atenas vendedoras de mentiras y falsas ideologías, ni Ambrosios que clamen por la auténtica justicia y defiendan la Verdad !
Cristo, desde la doctrina de la creación y el llamado a la Vida Verdadera , mediante el ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad, transmuta todos estos antivalores. Porque, sin abominar de la riqueza que representan las desigualdades legítimas y las jerarquías humanas y sagradas y los distintos y variados talentos, destruye el espíritu de casta y abomina las desigualdades introducidas por el error y el pecado.
Las jerarquías, los distintos estamentos y funciones permanecen valorados según los criterios tradicionales, pero aquellos que los ocupan no serán juzgados finalmente por sus puestos, sino por el único cartabón de la caridad, en la igualdad fundamental de los hijos de Dios. En ese milagro del cristianismo que jamás se esclerotizó en castas y que vivió la aristocracia del espíritu en todos sus miembros, llamando a todos a ser santos, fuera cual fuera su nacimiento o sus diversos talentos. Y que, aún en este mundo –sin desconocer que también al individuo hace la calidad de su herencia espiritual y familiar y la aptitud mayor o menor de sus neuronas- permitió acceder, por méritos propios y unción de la Iglesia , a cualquier cristiano, a las máximas jerarquías tanto eclesiásticas como políticas. En variedad de oficios para el mutuo servicio.
No en la unificación e igualdad del común denominador de lo peor, sino en la comunión de toda diferencia y riqueza en la Caridad. El más grande sirviendo al más pequeño: en la humildad de la verdadera grandeza y de los auténticos señores; en la humildad, también, de la pequeñez aceptada. A la manera de la Virgen y su gozoso ‘Magníficat'. Y a la del Rey que vino a servir, no a ser servido.