Sermón
El evangelio de hoy –denso, vibrante, incisivo, duro- dará pie a más de un predicador para descargar rayos tonantes sobre su paciente audiencia. Y crean que es difícil, ante todos y cada uno de los versículos leídos, resistir la tentación de la diatriba, el apóstrofe, la invectiva. Pero, temo mucho que cualquier aplicación concreta, amén de parcializar el sentido de un texto sumamente rico, correría el riesgo de transformase en peligroso boomerang y, de mis labios, revertir sobre mi propia cabeza. Todos, quién más quién menos, tenemos algo de escribas y fariseos y dejo a la meditación de cada uno el colocarse el respectivo sayo.
Por mi parte cumpliré con el compromiso de la prédica dando un rodeo y refiriéndome a una distinción implícita en el pasaje de Mateo y que hoy no suele tenerse demasiado en cuenta. La diferencia entre la dignidad del puesto y la del que lo ocupa, de la función y el funcionario, de la institución y de sus detentores.
El absurdo igualitarismo de la sociedad moderna ha liquidado en los hombres el respeto a las jerarquías. Se ha traspuesto equivocadamente el concepto de la igualdad fundamental de la persona humana a la de la equivalencia sin matices de los servicios que se prestan a la sociedad.
Porque, vean, si bien es cierto que entre los hombres como tales no existen distinciones esenciales, y que la desigualdad de culturas, de inteligencia, de preparación, de virtud no tocan el fondo idéntico de la naturaleza humana, no es verdad, en cambio, que, como miembros del cuerpo social, todos desempeñen oficios de la misma importancia. Porque es ciertísimo que, para la marcha de la ciudad, son tan necesarios el barrendero como el juez o el intendente; o, para la marcha de una fábrica, el obrero como el ingeniero; o, para el éxito de una batalla, el soldado como el general. Pero ¿quién será tan necio de negar que –aún pudiendo ser mucho más dignos humanamente los primeros- el desempeño de los segundos, la calidad del oficio que prestan, la estimación del cargo que ocupan, ha de ser desigual?
La civilización tradicional y cristiana supo perfectamente distinguir estos aspectos y, aún cuando sabía criticar severamente, cuando lo merecían, las personas y su actuación, conservaba lo mismo el respeto al lugar que ocupaban. Recuerden si no, por ejemplo, las severísimas críticas de Santa Catalina de Siena a los Papas de su época, aunada con una extraordinaria devoción al Pontificado en sí mismo. O, más claro todavía, la virulenta prédica de un Girólamo Savonarola contra Alejando VI , coexistiendo con un profundo respeto a la cátedra de Pedro. Tanto es así que, cuando condenado a muerte en el 1498, no duda, manteniendo su posición crítica hacia la persona del Borgia, en besar humildemente los sellos papales de su bula de excomunión.
Y eso es lo que pretendía expresar la antigüedad al rodear de pompa y esplendor las funciones sacras de la autoridad civil y eclesiástica, con la intención explícita de cubrir con esos oropeles la miseria de los que las desempeñaban. El cetro y la corona no ornaban la mano y la frente de Juan Pérez sino que eran el símbolo y la manifestación visible de la autoridad real. Las vestiduras sagradas que utiliza el sacerdote en las funciones litúrgicas no están para fomento de su vanidad personal –a menos que sea un estúpido- o para distinguir su número de cédula del de los demás, sino para expresar el cargo excelente que cumple para servicio de sus hermanos y en honor de Aquel a quien representa.
Ni Dios, ni el sacerdocio, ni la esencia de la autoridad necesitan en si mismos, por supuesto, de estas cosas exteriores, pero la naturaleza humana no solo es espíritu sino cuerpo, no solo inteligencia sino ojos y sentidos, necesita expresar en cosas exteriores y visibles su aprecio interno y sus respetos.
Siempre hubo reyes, presidentes, sacerdotes, jueces, policías, maestros y padres indignos, pero ¿quién se atreverá a desdeñar por ello la dignidad de la majestad real, la función presidencial, el sacerdocio, la justicia, la policía, el magisterio, la paternidad?
O ¿quién no sabe que existen muchísimas mujeres de vida desordenada? También lo sabían nuestros padres y abuelos y, sin embargo, aún frente a las peores, nunca vi yo a mi padre o a mi abuelo hablarles sin descubrirse, sin ponerse de pie, por respeto al sexo femenino y su lugar en la familia y la sociedad.
Los hijos respetaban a los padres; los jóvenes veneraban a los ancianos; los subordinados a sus jefes, aún a aquellos que personalmente menos lo merecían. Y no eran simples gestos, sino la manifestación exterior del espíritu frente a las jerarquías necesarias. Todos sentían confusa o claramente que existen majestades inviolables, porque así lo quiere el orden natural instituido por el mismo Dios.
Los hombres, por supuesto, serán siempre hombre. Y, en todo tiempo y lugar, se verá, como se ha visto, jerarcas sin dignidad, así como súbditos sin conciencia. Y eso no será sino un mal a medias mientras la dignidad de la función y de los valores sean mantenidas en su verdadero lugar. La subversión intelectual y el desorden social comienzan en serio recién cuando el ciudadano desprecia la autoridad como tal, cuando el subordinado se cree igual a su jefe, el hijo al padre, el soldado a su general, el alumno al maestro, cuando los jóvenes menosprecian a las generaciones anteriores, cuando la mujer no es respetada, ni sabe respetarse ni hacerse respetar.
Y, lo mismo, en la Iglesia. En estos difíciles tiempos que corren el cristiano, más que nunca, deberá saber distinguir, por una parte, la personalidad humana de los que lo sirven en las funciones del ministerio jerárquico y lo que perora a título personal y, por otra, el cargo que desempeñan –aún indignamente- y las enseñanzas que, con autoridad y en nombre superior, nos transmiten. Y lo hemos oído en el evangelio y no es ninguna novedad:
“Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés -y de los Apóstoles-, ustedes hagan y cumplan lo que ellos les digan –‘ex cátedra', no sus opiniones privadas- pero no se guíen por sus cobras, porque no hacen lo que dicen”