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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1974. Ciclo C
3-11-74

31º Domingo durante el año


Lectura del santo Evangelio según san Lc. 19,1-10
Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa.» Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador» Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido»

Sermón

Acabamos de escuchar uno de los episodios más simpáticos que nos relaten los evangelios: la conocida historia del petiso Zaqueo.
Yo no sé si es porque suelen resultar patéticos los esfuerzos de los bajos por parecer más altos –zapatos taco alto o ‘elevantor’, mentón erguido, columna vertebral estirada al máximo- o porque nuestra natural miseración humana tienda a perdonarles sus desplantes compensatorios, frutos de su complejo de estatura, o porque nos dan cotidianamente la satisfacción de mirar a alguien desde arriba, la verdad es que los petisos –y aún los petisos engreídos, petulantes, fatuos- nos despiertan siempre secreta simpatía. ¿Quién no le perdona al pobre señor jefe de Don Fierro –el de la historieta del Patoruzú- las trastadas que hace a éste? Al fin y al cabo don fierro tiene su estatura normal, su mujer, su casa, su buen pasar. Es un tipo feliz. Las maldades del jefe –que en el fondo no tiene mal corazón- no son más que el fruto amargo del despecho por aquellos palmos de humanidad de menos que la naturaleza le ha negado y que le hacen sufrir en el cine, sentado detrás de los peinados batidos de las damas, romperse todo para encontrarse en primera fila en los desfiles, asfixiarse en las manifestaciones, preguntar angustiosamente al vecino qué sucede más allá del hombro del que tiene plantado adelante.

 A veces me pregunto si no habrá traído más desgracias y angustias a la humanidad la injusticia de la naturaleza en la distribución de las estaturas que la injusticia social en el reparto de las riquezas. ¿Quién sabe si Julio Cesar y Napoleón habrían llegado a lo que llegaron –y cambiaron el curso de la historia- si no se hubiesen visto acuciados en su ambición por el deseo de superar sus complejos de petisos? ¡Y qué petiso no cambiaría de buena gana la mitad de su fortuna por cuatro o cinco pulgadas más de piernas!

De todos modos, el magín humano siempre se ha ingeniado por superar sus deficiencias naturales. También la deficiencia de centímetros: desde los antiquísimos zancos –que ya se encuentran dibujados en los interiores de las pirámides egipcias- pasando por los hombros a babucha de los padres, el espejito enarbolado en alto o los periscopios de juguete para ver el cambio de guardia de los granaderos, la ascensión a los faroles o a los carteles en Plaza de Mayo, los coturnos, las sillas gestatorias de los papas.

Zaqueo el retacón de nuestro evangelio, cansado de aguantar codazos y pisotones sin nunca poder llegar a ver al tan mentado profeta galileo, recurrió a uno de los sistemas de superación de altura más antiguos que se conozcan: simplemente subirse a un árbol. Él, que era un personaje importante –un ‘pezzo grosso’- jefe de recaudaciones de impuestos de los dominadores romanos, se arremangó la túnica, se peleó a lo mejor por el puesto con algún chiquilín que quería disputárselo y, allí, grandulón, en su incómoda y un poco ridícula situación, aguardó el paso del tal Jesús. Y hubiera vuelto contento a su casa tan solo con verlo, con poder ir a su mujer y decirle como sin darle importancia y omitiendo el detalle del árbol “¿Adiviná a quien vi hoy? Por casualidad a ese Jesús, profeta que llaman…”
Pero la realidad supera su esperanza: porque, aferrado a las ramas de su árbol en posición grotesca, con estupor y un poco de vergüenza, ve que el cansado galileo se detiene abajo suyo y con su sonrisa de Dios en los labios, mirando hacia arriba, le clava una mirada que es todo un mundo: azul como el candente cielo palestino, acerada como la espada fendiente del romano, tórrida como el implacable sol de las montañas jerosolimitanas: “Zaqueo, baja pronto porque hoy tengo que alojarme en tu casa”.

Actualmente las vitaminas y los compuestos hormonales están acabando poco a poco con los retacones. A las pesas de dudosa eficacia que se colgaban nuestros abuelos de los pies se han suplantado los frascos de coloridas píldoras y, en casos extremos, los pinchazos de tres o cuatro inyecciones. Pronto los escasos de envergadura serán curiosidades embalsamadas de museos. Las nuevas generaciones podrán pasear sin complejos sus orgullosas alturas por las calles.
Pero, señores, ninguna inyección, ni píldora, ni plomo en los tobillos, podrá hacer crecer un solo milímetro a los pigmeos del espíritu.
¡Como quisieran los estudiantes suplantar sus largas horas de estudio inclinados sobe los libros, con pastillas de sabiduría! Una pastilla para saber matemáticas, otra para la geografía, otra para el inglés. Una píldora par ser virtuoso, otra para ser justo y valiente, otra para hacer crecer el corazón. Una inyección para encontrarse con Dios, otra para librarse del purgatorio o del infierno. ¡Qué lindo sería! Tristemente eso nunca podrá ser, porque la conquista de la altura del espíritu, a diferencia de la del cuerpo, siempre requerirá esfuerzo, voluntad, búsqueda, tesón, triunfos y desalientos, sudor y lágrimas, plomo en los tobillos del alma. Empresa para pocos y menos en nuestra épocas calamitosas donde si hay una epidemia es la de la pereza intelectual, la falta de ganas de hacer trabajar la cabeza, la mezquindad para hacer bombear los recursos nobles del corazón.
Porque ¿quién se dedica hoy a pensar en serio? Pigmeos la mayoría. Enanos que se conforman con repetir las frases hechas de una pseudocultura que no han masticado ni meditado, repitiendo al unísono lo que dicen los diarios y los ‘Gente’ Y ‘Siete Días’ –sus máximas fuentes de cultura- parloteando simiesca y psitaciscamente lo que afirma la mayoría o, si se siente snob, la minoría contestataria que tolera el sistema, o lo que se tragan en la televisión y se beben en las revistas o lo que se grita en los corredores de las universidades, en las reuniones partidarias, o lo que se conversa en las reuniones de sociedad o los eslóganes prefabricados en los mercados pseudointelectuales.

No es extraño que Cristo haya desaparecido de Buenos Aires, que tambalee nuestra fe, que nuestras miradas se vuelvan angustiadas a todos lados y no encontremos a Dios.
Porque no le encontraremos jamás en la polvareda balante del rebaño, ni en la risa falsa de los locutores y las vedetes del cine, ni en la chatura prosaica de nuestras vidas apagadas y nuestros problemas de billetera, ni en la balumba de las estridencias ciudadanas y la locuacidad vacía de la politiquería.
Nadie podrá quejarse de que Cristo no le hable si no hace el esfuerzo de elevarse, de subirse a un árbol, de no temer el ridículo de distinguirse de los demás, de ser distinto, de pensar con su propia cabeza.
¡Hermano cristiano! Tú que vienes a Misa y has oído hablar mil veces del profeta galileo pero, quizá, aun no te has encontrado verdaderamente en serio con Él.
Tú que sabes que Él suele pasar por tu camino.
No te contentes con oír el rumor que despierta su paso. Sabe que no te basta para verlo la altura de tus amigos, de tus diarios, de tus opiniones superficiales.
Súbete a la higuera de tu alma y aguarda con paciencia que Jesús se pare a tu lado y mirándote fijo, bien adentro, clave en tu interior los dos dardos ardientes de su mirada.

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