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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1990. Ciclo a

31º Domingo durante el año
(GEP; 4-11-90)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 23, 1-12
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; vosotros haced y cumplid todo lo que ellos os digan, pero no os guiéis por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no las mueven ni siquiera con la punta de un dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar el primer lugar en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar "mi maestro" por la gente. En cuanto a vosotros, no os hagáis llamar "mi maestro", porque no tenéis más que un maestro y todos vosotros sois hermanos. A nadie en el mundo llaméis "padre", porque no tenéis sino uno, el Padre celestial. No os dejés llamar tampoco "doctores", porque sólo tenéis un doctor, que es el Mesías. Que el más grande de vosotros se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».

Sermón

            Caída Jerusalén, en el año 70 DC, en manos de los romanos, la historia del pueblo de Israel hubiera acabado de no ser por la secta farisea que, prudentemente, había dejado a todos sus connacionales -saduceos, esenios, zelotes- combatir y morir dentro de las murallas de la Ciudad santa y ella, con permiso de Vespasiano, buscado oportuno refugio en una ciudad, Jamnia, al sur de Haffa. Allí se reunieron liderados por el Rabino Johanan ben Zakkai, todos los abogados -que no otra cosa eran los escribas o doctores de la ley- y los fariseos, la mayoría de los cuales eran abogados. A la caída de Jerusalén el rabino ben Zakkai reestableció el Sanedrín, formado exclusivamente por fariseos -a eso se refiere el evangelio de Mateo cuando dice "los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés"-. Sanedrín que funcionó allí, en Jamnia, hasta la revuelta de Bar Kokhba. Es allí donde se declara la guerra a muerte al cristianismo y se fundamenta la dirección farisea del judaísmo oficial hasta nuestros dias. Que nada tiene que ver con ninguna auténtica tradición que derivara del Antiguo Testamento, sino que es la continuación deforme de la doctrina y actuación abogadil de esta secta, excéntrica a la auténtica tradición véterotestamentaria, que en cambio ha sido recogida por la Iglesia, su legítima continuadora.

            Ya el fariseismo de la época de Jesús, mediante sus peritos y doctores de la ley, los abogados, había complicado la legislación mosaica hasta el extremo de normar absolutamente todas las acciones de los judíos, sin hacer diferencia entre los sagrado y lo profano. De hecho la legislación judía, tolerada por los romanos, protegía la identidad de ese pueblo y lo hacía completamente impermeable a la romanización. Cuando luego el judaísmo se dispersó por el mundo esa misma legislación -reunida en los numerosos tomos del Talmud palestinense y del babilónico- lo convirtió siempre en un organismo extraño dentro de los cuerpos nacionales donde se instalaba.

            Pero la diferencia no consistía solo en las leyes coincidentes o no con las de los demás, en las costumbres distintas: la diferencia estaba en la concepción misma de la ley. Porque para el fariseo la ley, considerada como promulgada por Dios, era algo exterior al hombre, fruto de úkases celestiales arbitrarios, pero mediante las cuales el hombre, despojándose de su capacidad de decidir y alienándose en la voluntad divina, alcanzaba la participación de los sagrado. Y ello debía tocar los aspectos más nimios de la existencia, de tal manera que toda la vida del creyente, hasta sus mínimos detalles, sin dejar nada al azar o a la iniciativa personal, fuera normada por la Torah, por el querer divino.

            La concepción cristiana, y la del antiguo testamento bien interpretado, la ve de otra manera. La ley sin más que viene, en sus fundamentos raigales, de Dios, pero no es algo que se impónga desde fuera al hombre, para alienarlo heterónomamente. Las leyes no deben ser sino la manifestación de los cauces y tendencias naturales hacia y por los cuales la naturaleza del hombre protende personal y socialmente a su perfección. De tal manera que el hombre moralmente educado es capaz, sin legislaciones que normen hasta la minucia todo su actuar, de educir actos buenos y libres que agraden a Dios y sean beneficiosos para si y para la sociedad. Y en caso de violación de las normas fundamentales, no se necesita un complicado código de procedimientos y de normas para restablecer el derecho, sino la prudencia de jueces capaces de dictaminar ecuánimemente en cada caso, sin necesidad de referirse a un artículo o inciso específico de ningún reglamento. Para el mundo clásico, para el cristianismo, bastaron siempre pocas leyes, mucha ética y jueces probos, para regular las fuerzas excéntricas de las comunidades y encaminarlas hacia el bien común. Por eso, contrariamente a nuestra época, era mucho más importante la educación de hábitos de buen comportamiento, la virtud, el buen sentido, la formación del corazón, que la multiplicación de las leyes. Al contrario, como decía Santo Tomás, cuánto más legislación necesita una sociedad mayor signo de su corrupción moral.

            Pero la mentalidad farisea duda absolutamente de la capacidad prudencial, de la virtud, del particular y del juez y, entonces, todo tiene que estar normado, regulado, empapelado, firmado y sellado. Para saber lo que hay que hacer es necesario referirse a un libro, a una reglamentación casuística, no al sentido común o a la prudencia. Para exigir el cumplimiento de un compromiso, a un papel sellado, al escribano, no a la ética o a la pálabra empeñada. Dudando de la iniciativa privada de cada hombre todo tiene que estar regulado, normado, reglamentado, escrito, codificado.

            Pero como la realidad clama por sus fueros y las reglamentaciones traban de tal manera la vida que resulta imposible cumplirlas si se quiere ir adelante, se termina o por desconocerlas, metiéndose a veces en problemas reales o en problemas de conciencia, o es necesario aprender a violar las leyes mediante las mismas leyes. Y  ¿quiénes serán los maestros adecuados para esquivarlas?: los mismos que las redactaron, los que las conocen al dedillo, los que son capaces de recordar aquel perdido codicilo o apéndice que anula la ley general. O el que es idóneo para indicar el modo preciso de proceder que no caiga exactamente en el objeto directo de la prohibición u obligación. De allí que estos abogados, doctores de la ley o escribas se hagan indispensables en este medio fariseo. El tonto tiene que cumplir la ley. El escriba o el que es capaz de pagar al escriba puede saltarla olímpicamente y seguir sintiéndose honesto, porque en este mundo fariseo que denuncia Cristo no existen los principios morales, solo existen infinidad de leyes. Hasta el punto que finalmente, como lo señala también Jesús, aparecen un montón de acciones que son legales pero inmorales y un montón de obligaciones morales que no son legales. Finalmente las leyes protegen más al delincuente que al ciudadano común. Y el juez inmoral puede perseguir legalmente al Patti que actúa en nombre de la moral.

            Es así como en el ámbito fariseo el abogado, el legislador, el escriba, cumple un papel fundamental e imprescindible y alcanza un poder inigualable, porque, como cualquier actividad está inestricablemente enlazada por leyes, para cualquier iniciativa, en cualquier ámbito de la vida, hay que recurrir al doctor de la ley. La carrera de abogacía se transforma en técnica de manejar reglamentos, en el título indispensable para meterse en cualquier actividad, desde la comisión directiva de un club de futbol hasta la gerencia de un hospital, pero especialmente en la de la política partitocrática. Y ya no es más la profesión liberal y austera protectora de la ética, la libertad y el bien común.

            El cristiano en cambio no tiene un complicado código de normas. Lo justo no es sujetarse a un reglamento. Ningún reglamento puede de por si tranquilizar la conciencia del cristiano. La justicia, antes que algo escrito en un libro, es -junto con la prudencia, la templanza y la fortaleza- una de las cuatro virtudes cardinales. Algo que se imprime como una segunda naturaleza en el corazón y el actuar del hombre y que ha de ser vivificado por la caridad. No es el miedo a la multa, al policía o al juez lo que ha de llevar al acto recto -aunque ésto siempre sea necesario para obligar a los malos- sino la conciencia formada en una recta educación cristiana.

            Esto no existe para el fariseo: lo que le importa no es el impulso fundamental del amor a Dios y los demás y por lo tanto de respeto a los derechos del prójimo. Lo que le interesa es ajustarse a un reglamento, aunque a todas vistas sea injusto y perjudique a los demás.

            Esta misma concepción de la ley es la que lleva a los jueces cada vez más a no dar importancia a los fines de la ley, a los principios de la ética, a los juicios prudenciales, sino a fijarse solo en el código de procedimientos y en la letra de la ley.

            La desconfianza talmúdica, farisea, por los actos prudenciales de cada uno, se ha volcado en el occidente postcristiano a la legislación. No por nada el positivismo jurídico contemporáneo tiene sus mentores en filósofos y juristas hebreos. Justamente el austríaco-judío Juan Kelsen, muerto en 1973, asesor de Roosvelt desde 1940, es el gran patriarca de la actual escuela de derecho positivo, del formalismo jurídico que se enseña en casi todas las facultades de derecho del mundo, especialmente las nuestras: nada de derecho natural y de virtud, todo tiene que estar cuidadosamente legislado para que nada quede librado ni a la prudencia del juez ni a la libertad del ciudadano.

            Pero precisamente ésto es el final de la libertad y del auténtico derecho. Así se liquida a la justicia, tanto como señora de los tribunales que como virtud personal. Así se termina por asesinar a la sociedad. Y ya no somos más hermanos e iguales, como dice Cristo, porque están los que legislan y manejan las leyes y los que quedamos enredados en ellas, los que atan pesadas cargas sobre las espaldas de los demás y los que no son capaces de moverlas ni con un dedo, teniéndo además que mantenerlos, pagarles impuestos, dietas y coimas, llamarlos doctor, diputado, licenciado, senador, señor ministro, porque les gusta viajar, mostrarse en los foros internacionales, ser saludados con salvas y discursos en los aeropuertos, sentarse en sus primeros bancos de las cámaras de diputados y aparecer en las plazas de las pantallas de la televisión.

            Nosotros, por nuestra parte, eduquemos a nuestros hijos en la auténtica libertad cristiana, en la fortaleza, en la templanza, en la justicia, en la prudencia, para que, cuando ahogada por las leyes fariseas y talmúdicas, por el estatismo y el comunismo, la sociedad estalle, no se desboque a la anarquía y a la disolución del libertinaje -que es el peligro de toda perestroika-, ni caiga en otras formas de esclavitudes social-demócratas, sino que encuentre dirigentes capaces de llevar adelante al pueblo y a la Nación, desde los puestos de servicio de un estado justo. O por lo menos que puedan salvarse ellos y sus familias para Cristo y para la libertad.

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