Sermón
Es difícil darse cuenta hoy lo que significó para los judíos de la época la toma y destrucción de Jerusalén en el año 70 por los ejércitos de Tito. Con ella tuvieron lugar a la vez la destrucción del templo, la desaparición del Sanedrín y la interrupción del sistema sacrificial judío. Arrasado el único lugar donde se podían ofrecer sacrificios al Altísimo, aniquilado el centro unificador de la fe que mantenida unidas a las distintas facciones del judaísmo, Israel yacía en una situación de postración difícilmente imaginable.
Hay que pensar que alrededor del templo y del Sanedrín se coincidían realmente las diversas sectas israelitas: fariseos, saduceos, zelotas, esenios, apocalípticos, herodianos, cristianos y otros que, a pesar de sus diferencias, todos se sentían bien judíos.
Es verdad que, aún con la terrible mortandad que significó la guerra, quedaban en el imperio romano importantes comunidades judías en la llamada diáspora o dispersión. Pero amén de que muchos habían vuelto a Palestina para unirse a la lucha de sus hermanos y perecido allí, todos dependían en sus directivas religiosas de lo que siempre se había decidido en Jerusalén.
Lo grave era que no solo se había destruido el signo de la unidad que era el templo, sino que, saduceos, herodianos, zelotas, esenios y apocalípticos que se equilibraban entre si habían sufrido pérdidas casi totales, pues habían estado de acuerdo con la guerra. Los únicos que se habían salvado de la aniquilación eran por un lado los fariseos, liderados por el rabino Yohanan ben Zakkay, que abandonando la ciudad al comienzo del sitio, contrarios a la lucha, habían obtenido de Tito la autorización para instalarse en Jamnia, ciudad de la costa, al sur, y por el otro los cristianos que habían tenido que irse, mucho antes, a la ciudad de Pella.
De tal modo que después de la catástrofe, destruido el gran monasterio esenio de Qumram, salvo unos menguados saduceos de provincia, y un puñado de zelotas que resistían en Masada, las dos grandes facciones que quedaron representando al judaísmo fueron los fariseos y los cristianos. Pero ya no existía el templo para darles unidad; y la balanza del poder, con la protección romana, se había inclinado fuertemente hacia los fariseos. De hecho en Jamnia los fariseos habían restablecido el Sanedrín, pero ahora monocorde, totalmente integrado por ellos, bajo la presidencia de su Nasi.
Desde allí comienzan a dictar decreto tras decreto, con la piadosa intención de salvar la identidad del pueblo judío, pero sin el menor intento integrador o pluralista de aunar las distintas facciones que aún sobrevivían, sino uniformando al judaísmo de acuerdo a su ideología. De hecho los saduceos sobrevivientes son obligados a retirarse a la ciudad de Jifna donde, al tiempo, desaparecen de la historia.
El nuevo sanedrín fariseo entonces comienza un proceso de depuración que va hasta la exclusión de todos los libros que no comulgaban con sus ideas, entre ellos todos los de la apocalíptica judía, tan rica en tradiciones israelitas y de los cuales en tiempos modernos se han descubierto gran cantidad, ocultos en su momento por ese grupo perseguido.
Aún dentro del fariseismo, en donde había escuelas diferentes, termina triunfando la de mayor rigidez y dureza, tanto es así que llegan a expulsar de la sinagoga al gran fariseo Rabí Eliezer ben Hyrcanos, cuya interpretación de la Escritura lo situaba dentro de la escuela literalista de Shammay que tenía alguna aproximación con los saduceos. Eliezer Incluso parece haber querido dialogar con los judeo-cristianos. Pero excluido de aquel proyecto de reconstrucción de la nación, en el que sólo tenían cabida los que manifestaban su sumisión al rígido credo fariseo, Rabí Eliezer se retiró a Lyda, donde dirigió hasta su muerte una escuela rabínica que no tuvo sucesión. La disyuntiva pasaba, pues, por la sumisión al fariseismo o, en su defecto, la expulsión o el aislamiento.
Pero eliminados en primer lugar esos grupos menores, quedaban ahora dentro del judaísmo como grupos de peso -hablamos de los años 70 y pico- solo los fariseos, y el otro gran grupo remanente: los cristianos. Eran la única alternativa para los judíos fuera de la de los fariseos de Jamnia.
Pero éstos ya se habían lanzado a apoderarse de la exclusividad del manejo del destino nacional y no podían permitir la competencia cristiana.
Es así que, en una hostilidad que muy probablemente ya se remontara a la época de Jesús, terminaron por lanzar, hacia los años 80, la famosa birkat ha-minim o sea la maldición contra los judíos cristianos.
En efecto, formaba parte de la liturgia sinagogal, una especie de lista recitada de disposiciones relacionadas con la pureza o impureza rituales, y que se llamaba la semoné 'esré u oración de las dieciocho bendiciones. Pues bien, el sanedrín, bajo la presidencia del Rabí Gamaliel II, hacia el año 80, dispuso añadir a esas 18 bendiciones la mencionada maldición, que así rezaba:
"Que los apóstatas no tengan esperanza y que el reino de la maldad sea desarraigado en nuestros días. Que los nazarenos y los herejes (los minim)-y aquí se refería a los judíos cristianos- desaparezcan en un abrir y cerrar de ojos. Que sean borrados del libro de los vivos y no sean inscritos con los justos. Bendito seas tú, Adonai, que abates a los orgullosos".
Esta maldición fué un golpe mortal dirigido al corazón de las relaciones entre judíos fariseos y judíos cristianos. Obligados a maldecirse a sí mismo en la oración que todo judío recitaba tres veces al día, los judíos cristianos sólo podían o apostatar de su fe en Jesús o aceptar la expulsión de las sinagogas. De tal manera que esa maldición arrojaba a los cristianos fuera del seno de un pueblo que era el suyo propio y de una fe que era también la suya, aunque los fariseos estuvieran modelándola progresivamente según su visión.
Es también en este tiempo cuando se elimina de la oración principal de los judíos, la shemá, la recitación de los diez mandamientos. Las fuentes talmúdicas señalan que la causa de tal reforma era para que los minim, es decir los cristianos, no dijeran que sólo se le habían entregado a Moisés en el Sinaí los diez mandamientos y no los 613 que los fariseos leían en el pentateuco y a los cuales ellos mismos agregaban cientos de precisiones legalistas.
Tanto que realmente se necesitaba ser un perito para moverse en esa maraña de reglamentaciones. En una sociedad dominada por éstas, quien poseía su conocimiento no solo adquiría poder sobre los que no, sino que él mismo podía fácilmente eludirlas. Aún en nuestros días se dice que para no observar la moral, o no hay que saber nada de ella, o hay que ser un moralista experto: este siempre encontrará la excusa justa para no ser moral.
Ya sabemos que hecha la ley hecha la trampa. Ya sabemos que teniendo buenos abogados y buenos contadores podemos esquivar cualquier regulación. Y ya sabemos que son precisamente los que votan norma tras norma e impuesto tras impuesto los primeros en no cumplirlas ni pagarlos. "Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no las mueven ni siquiera con la punta de un dedo..."
También lo de las filacterias -los tefilin- pequeñas cajas de cuero que contienen tiras de pergamino sobre las cuales están inscritos textos bíblicos y que después de los 13 años los judíos han de atarse, una a la frente otra sobre el brazo izquierdo, respondiendo al precepto bíblico del Deuteronomio: "estas palabras... las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus ojos" (Dt 6, 4-7.8). O los flecos de los mantos, en realidad los flecos del manto ritual, el talit, que se colocan los judíos para rezar, una especie de recurso mnemotécnico que recomendaba el libro de los Números (15, 38-39) para que cuando se usara los judíos se acordaran de su condición religiosa y de que tenían comportarse bien. Algo así como la mantilla que se ponían antes las mujeres para entrar en la Iglesia, o los ornamentos que usa el sacerdote para celebrar la Misa.
Es probable que muchos fariseos para demostrar que ellos cumplían cuidadosamente las prescripciones de la ley hicieran bien grandes sus filacterias y flecos para que no dejaran de ser notadas. Pero de gente disfrazada de cristianos y de curas, está llena la historia.
De los que les gusta ocupar los primeros puestos en banquetes y sinagogas, el año pasado tuve un buen ejemplo de ello cuando me mandaron a bendecir la autopista Arturo Illia, aquí cerquita de la parroquia. El maestro de ceremonias había señalado mi puesto al lado del intendente -habrá creído que era un obispo y no un simple cura-. El asunto es que habiendo llegado temprano por error -antes que el intendente y demás autoridades- me puse ingenuamente en el puesto que me indicaron, en primera fila. Cuando a los quince minutos llegó Domínguez, yo ya me había retirado prudentemente a la última fila, huyendo de la compresión de todos los que pugnaban desesperadamente por estar lo más cerca posible del primer lugar y poder mirar desde allí a los flashes y a las cámaras de televisión.
De los que les gusta ser llamados doctores o ingenieros, sin ser lo uno ni lo otro, tenemos diarias noticias. Ni qué decir de padres, maestros, políticos y curas que hablan muy bien a sus hijos, discípulos y seguidores y no hacen un pito de lo que predican.
En cuanto a los que les gusta oírse llamar "Mi maestro" por la gente... en realidad la traducción hace perder el mordiente del original, que dice literalmente "oírse llamar rabí o rabino". Rab, en hebreo quiere decir señor y Rabbí, mi señor, o, mejor, monseñor. "Les gusta oírse llamar Monseñor por la gente", habría, pues, que traducir. La misma Iglesia oficial ha cedido a la tentación, no tanto porque les dice Monseñores a los obispos, lo cual al fin y al cabo es una forma de respeto lícito, sino porque incluso reparte el mero título vacío de Monseñor como premio a curas que no son obispos: monseñores truchos digamos.
Con lo cual es evidente que a pesar de que en el evangelio de Mateo son los fariseos históricos a quienes se dirigen todos estos reproches que hemos oído, hemos de decir que el sayo le cabe bien a cualquiera y que la tentación farisaica de la búsqueda de la exterioridad, y aún de los honores y dignidades por el honor mismo y no por el servicio que en los puestos que llevan aneja dignidad podemos prestar, es una tentación permanente de nuestra pobre condición humana.
De todos modos no deja de ser conmovedor el momento en que está escribiendo Mateo nuestro evangelio de hoy. El judaísmo fariseo ya se ha instalado en Jamnia y reconstruido el Sanedrín: eso lo constata la frase que Mateo pone hacia los años 75 en labios de Jesús: "Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés". Pero es evidente que todavía no se ha consumado la división, ni los fariseos han lanzado su maldición a los minim, porque Mateo vocero de los judíos cristianos todavía les reconoce legitimidad: "haced y cumplid lo que os digan".
Lamentablemente el intento desesperado de Mateo de mantener el cristianismo unido al fariseismo en el judaísmo común fracasará debido a la intransigencia de los fariseos que, finalmente, expulsarán a los primeros de las sinagogas. Desde entonces habrá dos grandes reelaboraciones del judaísmo véterotestamentario: la cristiana que en el nuevo testamento lo llevará a plenitud y la extenderá a todos los hombres; y la farisea que en el Talmud se encerrará en el ghetto de su propio nacionalismo exacerbado, transitando trágicamente la historia y recurrentemente alimentando los peores instintos de sus adversarios, incluso los de muchos cristianos, en eso más fariseos que los propios fariseos.
Cuando aquellos a quienes se nos ha regalado la verdad pretendemos hacer de ella no ocasión de servicio sino instrumento de poder o de austoestima y orgullo; de intransigencia y no de paciencia frente al que no piensa de acuerdo a ella; motivo de títulos y prebendas y no pesada responsabilidad de transmitirla a los demás; cuestión de pose y de palabras y no de compromiso y de vida; de filacterias, mitras, mantillas y estolas y no de conversión interior... entonces nos llega el eco de la tristeza de Cristo, de la angustia de Mateo: haced y cumplid lo que os decimos, pero no os guiéis por nuestras obras porque no hacemos lo que predicamos.