Sermón
Que Jesús en su doctrina ética no ha sido un adversario ni un reformador del judaísmo, lo demuestra, entre muchos otros, el pasaje del evangelio de hoy. No es la doctrina moral lo que viene a reformar, sino en todo caso su modo de ejercicio. Como en otras ocasiones hoy vemos al Señor hablar positivamente de la legislación mosaica e incluso del magisterio de los doctores de la ley. A quienes rechaza -incluso algo violentamente- es a los que ocupan en su pueblo esos puestos de autoridad y abusan de ella.
Tanto Jesús, como Mateo -que da el color definitivo a sus palabras treinta, cuarenta años después de la Resurrección- tienen en la mira a esa secta de los fariseos que, por su conocimiento de la ley y su influjo en las decisiones del sanedrín, constituyen los verdaderos rectores de Israel. Más: ya en los últimos años de Mateo -después de la caída de Jerusalén, trasladado el sanedrín a Jamnia- es el fariseismo -único partido sobreviviente de la guerra- quien ha tomado monopólicamente las riendas de la conducción de los judíos ("en la cátedra de Moisés se han instalado los escribas y fariseos") y trata de controlar a los cristianos y a los restos de saduceos que aún sobreviven. Aún en esta situación conflictiva, es evidente que nuestro evangelio de hoy se muestra conciliador: "haced y cumplid lo que ellos digan". No los insta a la desobediencia. Sin embargo, de ninguna manera se muestre conciliador con un ejercicio de autoridad que parece ajeno a la fraternidad cristiana, despótico, orgulloso, buscador de privilegios, honores y títulos, y no de verdadero servicio.
Pero, más allá de los vicios históricos de los fariseos, encontramos en estos breves rasgos del evangelio una lista de tentaciones anejas al ejercicio de toda autoridad. Esas leyes inextricables de la administración pública, exacciones impositivas, normas burocráticas, derecho procesal, hechas casi a propósito para que solo puedan entenderlas los que las hacen, en las cuales siempre cae entrampado el que no tiene acceso al poder, al conocimiento, a las influencias o a las diversas mafias y que al poderoso en cambio y al legislador y sus clientes nunca tocan. Pesadas cargas que atan sobre las espaldas de los demás pero que sus chapas diplomáticas o de diputados o de lo que sea los eximen de moverlas ni siquiera con la punta del dedo. Ese afán de aparecer en los primeros asientos, en las primeras planas, en las pantallas televisivas y revistas, de ser invitados a las fiestas de los famosos, al salón blanco, a la carpa... El uniforme de parada, el modelo exclusivo, el palco principal, la mesa del centro... Sentado -o sentada- en mi auto con chofer, pasar con saludo de la custodia mientras los demás se quedan atrás, entrar por la puerta VIP, subir por la escalerilla de primera, conseguir mesa en el restaurante mientras los demás esperan parados... todos deliciosos gustos que siendo autoridad, o sus hijos o sus mujeres nos podemos gozar...
Es verdad que las formas democráticas y la hipocresía moderna de la igualdad no abundan demasiado en títulos; y los pocos que quedan están desvalorizados... hoy todos son doctores, aunque sean solo abogados, o farmacéuticos o médicos o escribanos o contadores... Y los de las monarquías de opereta, sin misión y sin mando, que aún subsisten, lord, lady, barón, poco prestigio tienen... Tampoco interesan demasiado "Charreteras", "Legión de honor" u otras condecoraciones ... Pero, sin hacer demasiada alharaca ¿a quién no le gusta ser llamado "señor diputado", "señor presidente", "señor ministro", "senador" y, más abajito, incluso "señor gerente"...? Y, por otra parte, ¿qué importa el título -al que renunciamos buenamente en nombre de la igualdad- cuando lo que nos interesan son las actitudes obsequiosas, las sonrisas sumisas, la rapidez con que frente a nosotros se ponen de pie y corren a satisfacernos, la ausencia de antesalas....?
Es verdad que, aunque reducidos, algunos títulos sin demasiado contenido subsisten, justo en la Iglesia que predica este evangelio de hoy: 'su excelencia', 'su eminencia', 'su santidad', y, por supuesto, el mismísimo 'padre' o 'maestro'... Nuestra versión traduce poco afortunadamente 'maestro', donde el griego traslitera el termino hebreo rabí, "a nadie llaméis rabbí" dice el texto. Y 'rab', en hebreo significa 'grande', y bi, es el posesivo 'mío'. De tal modo que 'rabbí' -o españolizado 'rabino'-, quiere decir: 'mi grande', ("que grande sos" hemos escuchado cantar tantos años), 'superior mío', 'mi señor'. La traducción exacta de rabí pues sería afrancesadamente "monseñor"... "A nadie llaméis monseñor..."
Si seguimos utilizando estos títulos en la Iglesia por un cierto respeto jerárquico u homenaje a la investidura, hagámoslo cristianamente sin tomarlos demasiado en serio, con sentido del humor, de protocolo puramente formal, a la manera como decimos 'colorado' en vez de 'rojo' o 'marido' en lugar de 'esposo' o 'trajedebaño' en lugar de 'malla'...
La palabra 'padre' es distinta. Es un titulo demasiado grande, tanto para el que lo lleva biológicamente como para quien lo utiliza espiritualmente. No nos negaremos neciamente, como los protestantes, a llamar 'padres' a nuestros pastores por una interpretación literal y fundamentalista de las palabras de Mateo; hagámoslo, pero, más que como un título honorífico, como una instancia urgente a quien, al nombrarlo así, le pedimos que realmente actúe como tal y no olvide que toda su autoridad y el respeto que se le debe le viene en función del servicio progenitor que ha de realizar en bien de aquellos que, por decirle padre, nos ponemos ante él como sus hijos. Todo sacerdote, obispo, arzobispo, cardenal o papa sabe que frente a Dios -el verdadero Padre que se ha dignado serlo para nosotros por la adopción que nos ha regalado en Cristo- todas las diferencias -que aquí entre nosotros parecen a los necios tan importantes- no cuentan, "todos vosotros sois hermanos": solo cuenta la gran diferencia del servicio a los demás, en otras palabras la de la caridad, que es la única que establecerá la definitiva jerarquía de los elegidos en el cielo.
De todos modos lo de 'maestro' y 'doctor' en nuestro evangelio tiene más miga que lo de una renuncia al mero título. No se trata solo de una cuestión de vanidad... La autoridad, llevada sin humildad, como si fuera un derecho propio -insinúa nuestro evangelio- es una usurpación de los derechos de Cristo sobre los suyos. Nadie en la Iglesia tiene derecho a enseñar con autoridad sino lo que viene de la palabra del Señor y lo que lleva a la vida eterna -como ha dicho recientemente Juan Pabo II-. Y, si utilizamos nuestras cátedras sagradas -a cualquier nivel que lo hagamos- para propalar opiniones personales o inmiscuirnos en cuestiones seculares o meternos en asuntos que no nos competen o borrar con un plumazo lo que con la misma autoridad hicieron y dijeron nuestros predecesores o, como hijos descastados, criticar, desmentir o pedir perdón por enseñanzas y acciones de antepasados que no pueden defenderse... en eso nadie ha de llamarnos maestros o doctores y por lo tanto nadie tiene la obligación de obedecernos o hacernos caso... Los jerarcas de la Iglesia solo son doctores cuando enseñan la palabra de Cristo que les llega a través de la escritura o la tradición, en todo lo demás -y más si se meten en el terreno de la economía o de la política menuda o del juicio histórico- cualquiera puede discutirles o no estar de acuerdo y, con el debido respeto, decirlo.
Por eso, más allá de esa polvareda de voces varias y opiniones sobre cualquier cosa que levantan los hombres de Iglesia, el cristiano tiene que tener siempre en cuenta que todos tenemos un solo Maestro que es Dios y ante el cual tendremos que presentarnos un día directamente, con nuestra conciencia, sin ningún cura y obispo que nos avale; y solo un Doctor, el Mesías, el ungido, Cristo, a quien en las palabras del evangelio y en el auténtico magisterio y en la vida de los santos podremos descubrir a pesar de toda esa polvareda....
El evangelio de hoy es, pues, más allá de las circunstancias históricas que lo dieron a luz, un llamado, por un lado, a la madurez y adultez del cristiano -y, en el terreno civil, del ciudadano honesto- para que aprendan a ejercer, sin desplantes ni rebeldías, sus derechos, y sepan exigir de la autoridad, tanto religiosa como política o económica, el obligado servicio para el cual se les ha dado títulos, privilegios y autoridad.
Por el otro, una perentoria advertencia a todos los que detentan cargos y honores, de que lo único que los justifica es, no lo que con ellos puedan tomar para fomentar sus egos o sus bolsillos, sino el servicio que a sus hermanos presten.
Desde la vida de familia, pasando por la de una parroquia, una oficina, una fábrica, una sociedad, toda jerarquía, toda preeminencia, todo cargo o nombramiento, solo se justifica y tiene valor ante Dios y ante los hombres por las mayores obras de amor que con ellos quiera realizar. Lo demás es vano juego de precedencias, pujas de poder, de vanidad y de orgullo, a veces apenas rencillas de conventillo...
Y, como, cuanto mayor poder y autoridad, mayor posibilidad de bien, si, pero mayor posibilidad de mal, ¡tremenda responsabilidad!, recemos mucho por quienes en este mundo llevan sobre sus hombros, en mayor o menor medida, la pesada y ambigua carga del poder, ya sea en la Iglesia, ya en la sociedad... Que el Señor inspire sus palabras y sus obras, que los aparte de toda tentación, que les sea dado nobleza de espíritu y respeto a Dios, para que puedan servir, en cristiano amor, a sus hermanos y alcancen ellos mismos la salvación.