SAN MARTÍN DE TOURS Mt 25, 31-40
(GEP; 12-11-00)
"En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas y un solo Dios verdadero, que vive y reina por siempre jamás, y de la gloriosísima Virgen Santa María su Madre, y de todos los santos y santas de la Corte del Cielo, yo Juan de Garay..., estando en este puerto de Santa María de Buenos Aires, ... hago y fundo en este dicho asiento y puerto una ciudad..., y mando que se intitule la ciudad de la Trinidad". Así dice el acta de fundación de Buenos Aires, fechada en sábado 11 de junio de 1580.
Con este acto Don Juan de Garay da cumplimiento al bando que había hecho pregonar, como delegado del cuarto adelantado del Río de la Plata, Licenciado Juan Torres de Vera y Aragón, en Asunción, capital entonces de estas tierras, a principios de ese mismo año, tal cual lo relata un documento que firma el propio Garay: "En nombre de Su Majestad yo levanté estandarte real en la ciudad de la Asunción, y publiqué y mandé publicar la población de este puerto de Santa María de Buenos Aires, tan necesaria y conveniente para el bien de esta gobernación y del Tucumán y para que de aquí se extienda y predique nuestra santa fe católica entre todos los indios naturales que hay en estas provincias, y así, con celo de servir a Dios Nuestro Señor, se asentaron (anotaron) en la ciudad de la Asunción 60 soldados.... diez españoles y los demás nacidos en esta tierra."
Una vez repartidos los predios, hechas las primeras construcciones y elevada la empalizada, el jueves 20 de Octubre, Juan de Garay juntó Cabildo, con la presencia del Primer Alcalde, los seis Regidores y el Procurador, para elegir patrono, "que por suerte -dice el acuerdo-, cupo... al señor San Martín, y que su día (el 11 de Noviembre) es justo solemnizar la fiesta y que se ordene quien saque el estandarte real".
Por supuesto que el señor San Martín, que menciona el acta, no es otro que San Martín de Tours cuya fiesta hoy celebramos. Cuenta una tradición que, al leer el nombre de Martín de Tours, los cabildantes no quedaron satisfechos: hubieran preferido un santo español. Porfiaron pues en que se volviera a echar la suerte. Pero el santo porfió más que ellos en salir segunda y tercera vez, con lo cual los fundadores tuvieron que ceder, quedando desde entonces -como dice un documento de la época- 'posesionado de la ciudad'.
Desde entonces, cada 11 de Noviembre se convirtió en una de las fiestas más lucidas de "la muy noble y leal ciudad" -como la apodó Felipe V-. Los días 10 y 11 los frentes del Cabildo, del Fuerte, de la catedral y la residencia del Obispo se iluminaban con infinidad de antorchas costeadas por las arcas reales. También los vecinos, cuentas las crónicas, encendían de luces las fachadas de sus casas. Las mansiones que rodeaban la Plaza Mayor -hoy la de Mayo- se adornaban con colgaduras de flores y de tapices y paños de colores. El alférez real era el encargado de organizar las celebraciones, misión por la cual se sentía especialmente honrado. Y los que ocupaban sucesivamente el cargo competían entre si para hacer los festejos verdaderamente dignos del santo. Los hubo especialmente famosos -como las fiestas organizadas por el alférez real Don Jerónimo Matorras o Don Agustín Casimiro de Aguirre- que hicieron derroche de sus propios bienes en homenaje al patrono -dicen que perdiendo su fortuna-. El mismo alférez era el encargado de portar, durante las ceremonias, el estandarte del santo: pendón de damasco rojo carmesí, guarnecido de flecos dorados, con el escudo dorado de la ciudad de un lado -un águila coronada, con cuatro aguiluchos debajo y una cruz en rojo- y la imagen de la Virgen y de Martín del otro.
A las cinco de la tarde se organizaba la solemne procesión: a la cabeza Obispo y clerecía, detrás, montados a caballo y precedidos por los maceros reales con sus mazas de plata al hombro, el gobernador -o el virrey, cuando lo hubo-, a su derecha el alférez y el pendón, escoltados por una compañía de granaderos con clarines y timbales de guerra. Más atrás el Regente, los oidores, el Cabildo y los ministros del Tribunal de Cuentas, luego los vecinos de más respetabilidad, todos montados en briosos caballos lujosamente enjaezados -apero de plata, mantos de terciopelo-.
Todo finalizaba con una solemne Misa en la catedral en donde se llamaba a predicar a algún orador famoso del virreinato, a quien se contrataba muchos meses antes, se costeaba el viaje y se premiaba con pingüe limosna.
Pasadas las ceremonias religiosas comenzaban las civiles. Por tres días consecutivos: corridas de toros en un ruedo que se tendía en la misma Plaza Mayor; carreras y acrobacia a caballo, simulacros de combates contra moros o contra indios, comedias y títeres... Se instalaban calesitas, columpios y sube y bajas para los chicos, a los cuales el virrey, el obispo y el Alférez real repartían monedas, chocolates y golosinas. Se organizaban juegos y premios para ellos... En fin, que era la fiesta más importantes del Buenos Aires colonial, hasta la Asamblea masónica del Año XIII, cuando el gobierno le retiró todo apoyo público y las guerras de la independencia y civiles, empobreciendo a los vecinos de pro y enriqueciendo a una nueva clase de traficantes de armas y proveedores de los ejércitos, tuvieron como consecuencia que la fiesta fuera decayendo poco a poco.
Malas lenguas difundieron por Europa -y siguen difundiéndola entre nosotros- la noticia de que durante el bloqueo francés al Río de la Plata, Don Juan Manuel de Rosas depuso a San Martín de Tours, por francés, de su patronazgo. Eso se enseña todavía en algunas escuelas nuestras. Pero, como ya se ocupó en su tiempo Máximo Terrero, yerno de Rosas, de investigar, el origen de esta especie fué un fraguado y satírico libelo de un acérrimo enemigo de Rosas, Rufino de Elizalde. Elizalde había publicado en 1859, una obrita llamada "Diabluras, diversiones y anécdotas de don Juan Manuel de Rosas", en donde, con tono de brorna, redactaba un decreto de deposición del santo como firmado por Rosas en 1839. La verdad es que el supuesto decreto es divertido de leer. Lo pueden encontrar, si quieren, en la Vida de Rosas de Manuel Gálvez.
En realidad Martín no era francés, sino nacido en Hungría en el 316. Oficial del ejército romano, iniciado en el cristianismo como catecúmeno, estando su legión estacionada en Amiens, Francia, pleno invierno, corta, con el filo de la espada su clámide -su capa-, en dos, para ceder una parte a un pobre aterido de frío que encuentra a la puerta de la ciudad. Ese gesto aparentemente carente de importancia trastorna su vida. Esa noche sueña ver a Cristo revestido de su clámide diciendo al Padre: "Tenía frío y el catecúmeno Martín me dio calor...."
La imagen del soldado a caballo cortando de un tajo su capa por la mitad se transformó en un símbolo de caridad universal. Ícono que se ha repetido innumerables veces en altares y frontispicios de templos de la cristiandad y figura en multitud de cuadros que hoy podemos ver abundantemente distribuidos por los museos de Europa. Solo un símbolo, porque ya era el catecúmeno Martín soldado ejemplar y abnegado camarada de sus compañeros. Y habiendo, después del episodio de la capa, dejado las armas, como cristiano, como monje y luego como obispo, vivió intensamente esa ayuda a los demás que había simbolizado premonitoriamente con su espontáneo gesto de soldado viril y discípulo de Cristo. Bautizado, siguiendo a su maestro San Hilario, combate la herejía arriana en el norte de Italia y en el sur de Francia. Allí funda cerca de Poitiers en Ligugé el monasterio más antiguo de Francia. Mucho antes que San Benito iniciara su obra monástica. La fama de su fe se extiende por todas partes y se le adhieren multitud de discípulos.
Cuando queda vacante la sede de Tours en el 371, el clero y el pueblo reclaman a Martín como obispo. Como Martín rehúsa, un día llegan a su monasterio cuatro enviados y le hacen salir con el pretexto de que fuera a asistir a un enfermo. Tan pronto está afuera, lo atrapan, lo encadenan y lo llevan por la fuerza a Tours. Cuando los obispos vecinos, que habían sido llamados para ordenarlo lo ven llegar todo atado, flaco y aspecto insignificante, intentan negarse a hacerlo. El pueblo furioso casi los lincha. No tienen más remedio que proceder a la ordenación, a pesar de las renovadas protestas de Martín. Pero, una vez terminada la ceremonia, resignado, asume su papel. Y se transforma en incansable apóstol y ejemplar pastor. El cristianismo, en esos tiempos, solo había penetrado en las ciudades. Los que vivían en el campo, en los 'pagos', como se decía en latín y decimos aún nosotros, no eran cristianos. De allí, de 'pago', deriva el término 'pagano'. Martín llega a todas partes combatiendo la superstición y la idolatría de esa pobre gente 'pagana' y llevándola a Cristo. Horribles ídolos y costumbres aberrantes son abandonados y por todos los campos de Touraine, Beauce, Berry, Anjou, Luxemburgo surgen multitud de iglesias y capillas. El centro misionero de Martín es el monasterio de Marmoutier, fundado también por él cerca de Tours, de donde colectaba colaboradores, misioneros y curas en abundancia.
Muere por agotamiento en Candes a los ochenta y dos años, donde a pesar de su edad, lúcida su cabeza como pocas, había llegado para solucionar un conflicto. A punto de morir, ansiando el cielo, pero dominándose como viejo soldado, pronuncia su famosa frase: "Mi Jefe y Señor, si todavía me necesitas no rehúso servirte, estoy a tus órdenes". ¡82 años! Los monjes de Ligugé y los de Marmoutier se disputan entre ellos el honor de conservar su cuerpo. Aprovechando los de Marmoutier un descuido de los primeros, toman el cadáver, lo embarcan en una falúa y, a toda vela, vuelven a Tours. Y, cuenta la tradición, que, a medida que remontan el Loire con los restos del venerable viejo, a pesar de estar en noviembre, es decir llegando en Europa el invierno, en las márgenes del río los árboles reverdecen, las plantas se llenan de flores, los pájaros de colores revolotean sobre ellos y siguen aleteando a la nave... Todavía hoy se llama en Europa "veranillo de San Martín " la notable elevación de temperatura que se produce allá todos los años alrededor del 11 de Noviembre.
Desde entonces la devoción a San Martín de Tours, ejemplo de soldado, ejemplo de abnegación y generosidad, ejemplo de pastor, símbolo de la caridad, equiparado por la piedad popular a los doce apóstoles, antes que los doctores más célebres y por encima incluso de los mártires, se extiende a todo el mundo cristiano. En el siglo XIII sobre su tumba en Tours se levanta una magnífica basílica. Peregrinar allí fue durante muchos siglos tan importante como peregrinar a Compostela o a Roma. Hoy solo se ven ruinas, pues dicha basílica fue destruida, primero por los protestantes hugonotes en el 1562 y, nuevamente arrasada por la Revolución Francesa. En 1802 demolieron lo que quedaba para abrir una calle. Una nueva y modesta iglesia custodia hoy su sepulcro. Por supuesto que, a la derecha del altar, cerca de la urna que guarda lo que queda del cuerpo profanado del santo, figura, pintado en la pared, el escudo de Buenos Aires.
Es interesante notar que allí cerca, en el mismo Tours, existía un pequeño templo que guardaba supuestamente su clámide o su capa o, mejor, 'capita', en latín 'capella'. De ese nombre, 'capella', capita o capilla, deriva el que a todas las iglesias más o menos chicas se les llame, recordando esa pequeña que guardaba la capita de San Martín: 'capillas'. Por supuesto que nadie sabe hoy, cuando dice 'la capilla del Santo Cristo' o, antes de ser parroquia, 'la capilla Mater Admirabilis', que deben el nombre de capilla a la capa de San Martín.
Como pocos, en Buenos Aires, saben que la calle de los bancos, la calle San Martín, nada tiene que ver con el libertador, sino con nuestro patrono de Tours.
Ciertamente de capa caída nuestro santo -cuyo día, sin pena ni gloria, pasamos ayer-. Pero la culpa no es de Martín, es de los que, a sabiendas, así como han demolido en Francia su basílica, han lentamente borrado de nuestros vecinos porteños su memoria. Y así el santo soldado no puede actuar. A un patrono se lo venera, se le reza, sobre todo se lo imita y siguen sus enseñanzas. Todavía don Pedro de Ceballos, primer virrey del Rio de la Plata, en épocas en que el 11 de Noviembre era una verdadera fiesta de la ciudad, informaba en 1777 a su soberano "que nunca había visto una capital tan religiosa y tan obediente a la voz del Evangelio y al precepto de los magistrados como la nuestra." ¡Quien te ha visto y quien te ve! Hoy, tan olvidados como San Martín, yacen los santos propósitos que movieron a la fundación de la ciudad.
Han invadido y saqueado nuestra ciudad, no hemos sabido o podido defender la herencia gloriosa y sacra de nuestros padres. Martín se ha ido del Río de la Plata a remontar otros ríos y hacer florecer otras orillas. Salvo el nombre y algún enhiesto viejo o nuevo edificio, no quedan ni siquiera en la ciudad los aires buenos. Una de las tantas babilonias más o menos iguales que hay allí por el mundo, ocultando la nostalgia de su rostro sin nombre detrás de un bandoneón que llora tangos, o de canchas que aúllan en el lenguaje globalizado del rock. Ciertamente no el código de convivencia, ninguna inauguración de nuevos barrios y 'shoppings' ni de subterráneos inconclusos la hará más querible y vivible. Solo el retorno a Cristo y, con Él, a las costumbres señoriales de autoridades y pueblo, la vuelta al respeto mutuo, la educación, la caridad que enseñó y practicó Martín, el apoyo solidario, podría hacernos orgullosos vecinos del puerto de Santa María de los Buenos Aires y la ciudad de la Trinidad, fundada por Don Juan de Garay, y no meros habitantes anónimos, estresados, mufosos y ablandados de la Capital Federal.
Que San Martín de Tours pueda algún día volver a ejercer su patronato sobre nosotros y, mientras tanto, nos ayude a sobrevivir en su ex-ciudad a los porteños que acudimos a él.