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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2001. Ciclo C

32º Domingo durante el año

Sermón

            SAN MARTÍN DE TOURS    Mt 25, 31-40  (GEP 11-11-01)

            A la muerte de Constantino, en el año 337, luego de treinta años de gobierno, un desafortunado testamento hizo dividir el imperio romano entre tres de sus hijos: Constantino, Constanzo y Constante y, si esto fuera poco, dos sobrinos: Delmazio y Annibaliano. Esto creó de primeras una gran confusión y debilitó sobremanera la cohesión del imperio. Escoceses y británicos se rebelaron en las islas; en el continente, francos, sajones, alamanes y longobardos, empujados por los eslavos, sobrepasaron las defensas del Rin; godos, gépidos, visigodos y ostrogodos cruzaron el Danubio. En oriente los persas lanzaban sus bien entrenadas tropas sobre Asia menor.

            Hasta que Constanzo, desembarazándose de sus hermanos, no volvió a reunificar el imperio en el 350, no se pudo contener eficazmente a estos desbordes. Es verdad que el ejército romano, con sus más de 200 000 hombres, era una máquina formidable de guerra, a pesar de la sangría persistente que representaban para él las luchas civiles. Pero estaba constantemente realimentado por el ingreso de voluntarios bárbaros que, por el solo hecho de ingresar en las filas, recibían la ciudadanía romana. "Romanus es", "eres romano", les decía el reclutador cuando los inscribía en su libro. Ya en época de los Antoninos la mayoría de los soldados de Roma era de extracción bárbara, con más lealtad al general que los contrataba y frente al cual hacían juramento -'sacramentum', en latín- que al imperio como tal. Esto hacía que cada una de las más de treinta legiones en las cuales estaba dividido el ejército, cada cual 'imperada' por un general -de allí, de la jerga militar, venía el término emperador, 'imperator'-, fuera una peligrosa unidad presta siempre a rebelarse y nombrar su propio emperador. Cada legión contaba con seis mil infantes más trescientos soldados de caballería, sumados a tropas auxiliares de no romanos tan numerosos como la legión y que formaban las alas, comandadas por un prefecto, éste si romano. Integrando la misma legión: ingenieros militares con sus pontones, sus catapultas, sus máquinas de guerra y sus torres de asalto... también comunicantes, intendencia, proveedores... Los infantes estaban divididos en centurias. Dos centurias constituían un manípulo; tres manípulos una cohorte; diez cohortes, una legión. Debajo de los generales había seis tribunos. Más abajo, los centuriones, cada uno de los cuales comandaba una centuria. Los caballeros en cambio estaban divididos en decurias; cada tres decurias un escuadrón.

            En el año 317, en un puesto fronterizo, todavía reinando Constantino, en la entonces llamada Panonia, en Sabaria, hoy plena Hungría, hijo de un tribuno llegado a tal desde el llano -de soldado raso, a lo mejor bárbaro de nacimiento- nace un tal Martín. Se ve que este tribuno húngaro, su padre, desempeñó un papel militar notable en estas luchas fronterizas interminables, ya que, acabada su carrera, le permitirán retirarse, cargado de honores, jugosa pensión y tierras, a Pavía. Es allí donde Martín se educa como un verdadero romano y, a pesar del paganismo de sus padres, se pone en contacto con cristianos. A los dieciséis años, como era de rigor entre los ciudadanos, después de haber recibido esmerada educación, ingresó en el arma de caballería. Seguramente bien provisto por su padre de casco, escudo, corta espada romana, loriga de cuero o malla metálica, corcel -¡por supuesto!- y aperos; y, por su madre, de ropa de lino para el verano y de lana para el invierno, con su clámide, capa o sobretodo con capucha, indispensable para enfrentar la crudeza de las nieves invernales del norte de Francia donde fue enviado durante sus primeros destinos.

            Martín sirvió en el ejército durante 25 años, destacándose no solo como jefe sino como combatiente. Mucho más tarde, ya obispo, mostraba orgullosamente las múltiples cicatrices que había recibido en las batallas. Sulpicio Severo, su primer biógrafo, que lo conoció personalmente, nos habla de su apostura marcial, su talla fuera de lo común, su predicación más parecida a arengas militares que a melifluas homilías de curas.

            Parece ser, en los comienzos de su carrera, siendo jefe de patrulla en la ciudad de Amiens, al norte de París -donde hoy se levanta la catedral gótica más grande de Europa-, es cuando sucede el famoso pasaje de su encuentro, a las puertas de la ciudad, con un mendigo casi muerto de frío a quien -cortándola de un solo tajo de su filosa espada-, cubre con la mitad de la clámide regalada por su madre. Esa noche sueña, según Sulpicio Severo, con Jesús, cubiertos sus divinos hombros con su capa.

            Se bautizará meses después continuando su carrera de soldado. Primero en la caballería de la guardia imperial, bajo Constanzo, que había logrado unificar nuevamente el imperio y combatía exitosamente a los bárbaros logrando otra vez rechazarlos más allá del Rin y del Danubio. En el año 355 pasaba a los órdenes de Juliano, nombrado césar por su tío Constanzo. Lo sigue en sus exitosas campañas renanas. Finalmente después de 25 años de cuarteles, campamentos y batallas, deja el servicio, quizá asqueado cuando, en el 360, las tropas aclaman a Juliano emperador, en rebeldía contra Constanzo. Ya eran muchos años de trinchera y de cargas de caballería. En realidad, normalmente, para un romano, hora de comenzar la carrera de los honores civiles.

            Pero Martín elige, más bien, ingresar en la milicia de otro emperador: Cristo. ('Christianus es'). Su vida desde entonces estará dedicada a la Iglesia. Se pone al servicio de San Hilario de Poitiers a quien acompaña en su destierro a Frigia. No es sencillo luego seguir sus pasos: los Balcanes, un tiempo en Milán, finalmente otra vez en Poitiers, donde, cerca de la ciudad, en Ligugé, funda lo que será el primer monasterio de Europa. Allí prontamente acuden multitud de discípulos a los que organiza monásticamente -quizá un poco al estilo militar-. Hilario, que ha vuelto del destierro, lo nombra primero diácono y luego sacerdote. Martín, con los suyos, se dedica a predicar en los campos, en los llamados 'pagos', a donde aún no había llegado el cristianismo -de allí el término 'pagano'-. También con Hilario ha de combatir vigorosamente la herejía arriana.

            Su fama se extendió por toda la región. Tanto es así que, cuando murió el obispo de la vecina Tours, al norte de Poitiers, los fieles clamaron por que lo sucediera el veterano soldado. Eso no estaba de ninguna manera en los planes de Martín, que quería seguir con su vida de monje y predicador itinerante. Tanto es así que, con su vozarrón de oficial, sacó volando a las sucesivas delegaciones que se le acercaron para ofrecerle el cargo. Al final lo hicieron caer en una trampa: lo llaman en medio de la noche para que fuera a asistir a una supuesta moribunda. En el camino una patrulla de Tours cae sobre él, lo encapuchan y atan y lo cargan en una carretón. Cuando le sacan la capucha y lo liberan es tarde: se encuentra en medio de la nave de la catedral de Tours, rodeado del pueblo que lo vitorea y con tres obispos de la zona que le suplican acepte la imposición de sus manos. Martín finalmente no tiene más remedio que ceder. Era el año 371.

            Pero no será un obispo más: funda un centro monástico a poca distancia de Tours, en la orilla derecha del Loira, en Marmoutier, donde vive retirado y en oración todo el tiempo que su cargo le deja libre. "No puedo rezar menos para ser obispo, de lo que me ejercitaba diariamente en las armas para ser soldado y de lo que me detenía para estudiar los planes antes de emprender las batallas," se justificaba ante los suyos. Y así concibió su vida cristiana y episcopal: con estrategia y valentía de guerrero. Y, si como oficial del emperador terreno fue bueno, como general del Señor del universo fue mil veces mejor.

            La muerte lo sorprendió el ocho de noviembre del año 397 en la aldea de Candes, a orillas del Loira, donde había arribado liderando su enésima campaña de pacificador y conquistador de almas. Su cadáver fue embarcado en una chalana y remolcado por los lugareños hasta Tours, donde llegó un once de Noviembre, día que hoy festejamos. Cuenta la leyenda que, a medida que el barco pasaba con sus restos, siendo ya bien entrado el otoño, los árboles y vegetación de las orillas del Loira reverdecían. Todavía hoy, en Europa, a una especie de último aumento de temperatura que se da para esta época, por no se que razones meteorológicas, antes de ingresar definitivamente en el invierno, se le llama 'veranillo de San Martín'.

            El culto de Martín se difundió inmediatamente después de su muerte, ayudado por la biografía de Sulpicio Severo que llevó el eco de su historia a todo Occidente. En Tours se construyó pronto un basílica, meta de peregrinaciones innúmeras. Clodoveo pasó por allí en el 496 prometiendo convertirse al cristianismo si obtenía victoria contra los alamanes. Allí se instala el famoso Alcuino en el 796 transformando a Tours en el centro intelectual del renacimiento carolingio y a donde confluían estudiantes de toda Europa. El mismo Carlomagno, para visitar a su santo patrono Martín y a su maestro Alcuino se detiene allí varios días, en el 800, camino a recibir del Papa la corona imperial. San Luis Rey ama el lugar y convierte a Tours y su vecino castillo de Plessis prácticamente en capital de Francia. El pequeño templo donde se guardó su supuesta clámide -o capa o capita, 'capella', en latín- fue llamado 'capilla' y su guardián 'capellán', nombres que, con el tiempo, se extendieron a todas las iglesias no parroquiales y sus sacerdotes. Tal prestigio alcanzó en toda Francia esta su capa que la dinastía real precedida por la de los carolingios hasta el 987 y a la que sucedió la casa de Valois en 1328, se llamó la de los Capetos, por su fundador Hugo Capeto que llevaba ese apellido en honor a la capa de San Martín.

            La primitiva basílica fue destruida y saqueada por los normandos en el siglo V. Reconstruida más espléndidamente en los siglos siguientes, fue nuevamente saqueada e incendiada en 1526 por los protestantes hugonotes. Abandonada, se cayeron su arcos y sus bóvedas. La Revolución Francesa terminó por demolerla y hacer pasar sobre ella una calle, la rue des Halles, desde la cual hoy se pueden observar pocos restos de sus otrora imponentes proporciones. La nueva basílica, terminada en 1925, pequeña, de estilo neobizantino, guarda todavía en su cripta la urna con los restos de San Martín.

            Martín es el primer santo no mártir qué figuró en un mosaico y a quien se rindió culto público en Occidente. Sus representaciones, siempre de soldado cortando su capa con su espada y entregándola al pobre, son millares en todo el mundo. Recordemos las bellísimas escenas de su vida pintadas por Simone Martini en la basílica inferior de San Francisco de Asís, o el precioso cuadro del Greco en el Louvre: Martín figurado como caballero español, al estilo de un conde de Orgaz joven, con su gorguera, su armadura negra, su caballo blanco, clámide verde y espada toledana...

            No es extraño que los caballeros españoles que refundaron Buenos Aires el 11 de Junio de 1580, liderados por el ilustre vizcaíno Don Juan de Garay, el 20 de Octubre siguiente, sacado a suerte, tras reiteradas pruebas, nombraran patrono principal de la ciudad al muy digno soldado, obispo y santo Don Martín de Tours.

            Impetrando su nombre se juntaron durante siglos los soldados porteños para salir a combatir a la indiada, al portugués y al malón; en los templos los vecinos implorando su intercesión para conjurar la sequía; en los campos los gauchos para rechazar las plagas y la langosta...

            A pesar de que su celebración como solemnidad para nuestra Arquidiócesis hoy no concite la algarabía y las fiestas que durante nueve días, hasta mediados del siglo XIX, aunaba al pueblo de Buenos Aires el 11 de Noviembre, al menos este año se hace notar a los católicos porteños porque prima sobre la celebración del domingo.   Otro tipo de plagas y de langostas y de indiada y de portugueses malonean hoy nuestra ciudad: políticos y jueces corruptos, imposibles sindicalistas, omnipotentes y fatuos periodistas, clerizontes desacralizados, maestros mercenarios y profesores necios, falsos caudillejos y deportistas drogadictos con vocación de oráculos, inundaciones y desánimo, acumulación de basura en las calles y en las almas, invasión cultural y despojo de lo nuestro, individualismos y 'sálvese quien pueda', olvido de Cristo y extinción del amor a la patria...

            Nos preste Don Martín su espada para cortar la capa de nuestros egoísmos; su propia clámide para abrigar nuestros fríos y extinguir nuestros vicios; su lanza y su escudo para defendernos del enemigo; su báculo para llevarnos de vuelta a Jesús; su espíritu de oración y de vela para fortalecernos para el buen combate y, algún día, emprender, para Cristo, la reconquista de esta, nuestra ciudad.

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