No sé si habrán Vds. visitado ya la ‘Segunda Exposición del Confort', en la Exposición rural, en Plaza Italia. O quizá lo hayan hecho hace dos años, cuando fue la primera. Sencillamente extraordinaria. No hay palabras para ponderarla. Uno se queda deslumbrado, estupefacto, ante las maravillas que la técnica nos ofrece para mejorar nuestras vidas. Porque la llegada a la luna o las fotos de Marte nos llenan de asombro, nos encandilan; pero, en el fondo, poco afectan concretamente a nuestra vida diaria. Es la técnica que impacta la fantasía pero que nada tiene que ver con nuestro diario trajín.
Aquí, en cambio, en el dominio del confort, la técnica se pone directamente al servicio de nuestra humilde vida cotidiana: lavarropas superautomáticos, licuadoras y batidoras de mil usos, sillones de todas las formas y posiciones, luces y botones multicolores, automatismos y cerebros electrónicos de sueño. Imposible de imaginar hace cien años cuando la ropa, aún debía lavarse en las toscas del Rio de la Plata y había que comprar agua al aguatero.
“Esto es el cielo”, decía una señora mirando uno de los stands de la Exposición del Confort.
Sí: es el cielo que ofrece a la humanidad el siglo XX. El siglo de los plásticos, de la cibernética, de las aspiradoras electrónicas y de los ‘Minimax'. El cielo que, para el futuro, pretende construirnos la ciencia.
El hombre nunca ha estado conforme con su estado. Siempre ha conservado oculto en el corazón el recuerdo nostálgico del paraíso perdido; y siempre ha alzado los ojos al ansia irreprimible de un futuro mejor. Nunca el presente lo ha satisfecho del todo. O, porque mezquino, o porque triste, o porque alegre pero inseguro y sujeto a los vaivenes de la suerte o de la salud o de la vejez que, tarde o temprano, siempre llega, en cruel presagio de la muerte. Nada puede llenar plenamente en los ‘hoy' de la vida el corazón del hombre.
De allí que, en nuestras esperanzas, en nuestras ansias de vida y felicidad miremos siempre el futuro que vendrá. Allí se dan cita todas las ilusiones de la humanidad. Hacia allá nos señalan todos los fabricantes de paraísos. Los comunistas con su sociedad sin clases; los anarquistas con sus comunidades sin jefes ni policías; los traficantes de droga con sus promesas de paraísos artificiales; los sexólogos y los psicólogos freudianos con su humanidad libre de complejos y de traumas; la medicina con su programa de higiene y de salud universal, casi de inmortalidad; la técnica con sus máquinas y artificios al servicio del hombre. Pareciera que ya nada queda por prometer y, de lo prometido, nada que no pueda realizar el hombre por sus propias fuerzas.
Sí, el cielo parece, cada vez más, estar a la vuelta de la esquina. Allí está, ya lo tocamos, casi lo alcanzamos con la punta de los dedos.
Y, sin embargo.
Sin embargo ¡qué poca gente feliz existe hoy en el siglo XX! Nos habían prometido la camisa del hombre feliz; nos agitaron en las narices el mito del progreso y de la técnica, el valor de la democracia; las maravillas de la educación y de la industria; las excelencias de la televisión y de la radio, la prudencia de la ONU y de la UNESCO, el ejemplo de los yanquis o la justicia social de los soviéticos. Nos tratan de convencer cotidianamente los diarios, las revistas y la televisión que nuestro mundo está mejor que nunca y, pronto, estará –superadas algunas deficiencias- mucho mejor aún. Pagamos religiosamente nuestras cuotas de crédito, llenamos nuestra casa de ‘servoaparatos', nuestras alacenas y congeladores de latas y alimentos preparados, nuestras mesas de luz de frasquitos y de aspirinas. Tenemos nuestra parrandas de los sábados, el partido del domingo, las pantuflas y la serie todas la noches. Y, a pesar de ello, no pueden engañarnos del todo. Porque conservamos un semáforo rojo encendido en el fondo de la conciencia que nos dice que no todo va bien. Que falta algo.
Nunca ha habido más guerras; nunca más desórdenes, nunca ha estado la paz más amenazada nacional e internacionalmente. Jamás han fracasado tanto los matrimonios; ni apostatado tantos sacerdotes, ni habido tanta gente en lo del psiquiatra o el manicomio; ni caras más adustas en los subterráneos; ni tantos hombre y mujeres solos; ni tantos tristes y angustiados. El ruido de los bateristas y el histrionismo de los disyoqueis apenas ocultan con barniz la superficie de la tristeza contemporánea.
Varias generaciones han luchado por llenar las vidrieras de las tiendas y los puestos de los mercados de toda clase de bienes de consumo, y se encuentra ahora con una juventud desorientada que dice rechazar todo esto y contestar estas que llama prebendas burguesas.
¿Y quién no ha experimentado esta insatisfacción en sí mismo? Somos un poco como los chicos. Estamos desesperados porque nuestros padres nos compren un juguete y, dos días después de poseerlo, ya está olvidado y tirado por los suelos. Hemos puesto nuestra ilusión en la compra del lavarropas o del auto: ¡cuánto tiempo –decimos- nos quedará para dedicarnos a las cosas que nos gustan: basta de fregado, secado, tendido! ¡Qué de paseos al campo! ¡basta de la esclavitud del colectivo, viva la libertad y la velocidad!
Pero, aparece el lavarropas y, con él, las cuotas, el service que tarda en hacerse presente, el agua que inunda la casa, el enchufe que el marido nunca termina de arreglar. Tenemos el auto y nace el fantasma del zorro gris, del rayón que nos hizo el animal del vecino, del estacionamiento que nunca encontramos, del aceite que tenemos que cambiar, las multas injustas del vigilante y la pesadilla de los choferes de taxis y colectivos, sumado a los regresos a paso de mula de los fines de semana. Y eso no es todo, porque si habíamos comprado un 600 ahora queremos un 1500; y ni siquiera pararemos en el Torino, porque siempre habrá un modelo nuevo o un auto mejor que el nuestro para ambicionar.
Y, amén de todo eso, para conseguir un confort que -como siempre progresa- nunca llegamos a dissfrutar del todo -porque cuando terminamos de pagar el auto nos damos cuenta de que el estereofónico que compramos hace cuatro años ya es una antigüedad y cuando lo renovamos debemos cambiar de departamento porque ya nos queda chico- amén de todo eso, digo, debemos trabajar a doble horario, agotar nuestros nervios en esos empleos con sendos jefes déspotas, descuidar a nuestra mujer y nuestros hijos, no encontrar tiempo para la lectura, para la reflexión, para la plegaria.
Señores: nada de eso puede ser el cielo del hombre. Nada tiene de humano aquel que encuentre más felicidad en el acelerador de su coche que en la sonrisa de su hijo; en el teleteatro de la tarde que en un instante de ternura y comunicación son su mujer; en el sueldo de fin de mes que en el abrazo y la camaradería del amigo; en la ebriedad del alcohol o del sexo que en el gozo de la honestidad y de la verdad; en la estridencia brutal de la música irracional o de la literatura neurótica que en la serenidad clásica de los grandes genios; en la adoración mítica del político y del super-actor que en el encuentro silencioso con Dios en la paz del corazón.
Y nada de lo segundo puede darnos la técnica, la medicina, la justicia social, la psicología. Nunca la cuenta bancaria será la condición indispensable de la verdadera felicidad.
Es solo en el amor a Dios y al prójimo como puedo hacerme verdaderamente feliz. Mis relaciones con el Señor, mis relaciones con los míos.
Ya aquí en la tierra, pero aún en la precariedad de todo lo terreno, en la fugacidad del tiempo la labilidad de la fortuna, la perpetua amenaza de la enfermedad y de la muerte.
Por eso solo el Cielo que Dios nos tiene prometido es la única plena respuesta a todas nuestras esperanzas. Solo el Cielo puede dar razón de las ansias infinitas que se ocultan en el corazón del ser humano. Sin ese Cielo el hombre sería un ser absurdo, con una sed ‘contra natura' que nada ni nadie podría apagar.
Pero en la esperanza de ese Cielo todo se vuelve coherente. No solo nuestra búsqueda afanosa de bienes y de felicidad, sino también el peso de las cruces y la angustia sangrienta del dolor o de la soledad. Porque todo sufrir humano, toda injusticia, persecución, pobreza, viudez u orfandad quedarán compensados con creces el día de la Resurrección final, en la plena comunión con Él y con los nuestros, cuando el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, no Dios de muertos sino de vivientes, nos introduzca con su mano, en la felicidad que jamás acabará.