Todos conocen el mito de Sísifo , el más astuto de los mortales, padre de Ulises, relatado por Homero en la Odisea. Sus astucias le valieron, a su muerte, como castigo infernal, la condena de empujar eternamente una enorme roca hasta lo alta de una pendiente. Apenas la roca llegaba a la cumbre, volvía a caer, impelida por su propio peso. Sísifo tenía que empezar de nuevo a empujar. Siempre lo mismo.
Un poco como Sansón , ciego, castigado por los filisteos a hacer girar y girar todo el día la rueda del molino de su cárcel. Todos los días lo mismo, todo el día lo mismo: dar vueltas a la rueda. La rueda, el círculo, la circunferencia, justamente la imagen perfecta de lo que no tiene comienzo ni fin, la serpiente mordiéndose la cola. Y, precisamente, de rueda deriva la palabra ‘rutina'. La rutina de todos los días. La misma acciones que se repiten monótona, cotidianamente: el mismo colectivo todas las mañanas, el mismo saludo al portero, el mismo ruido del maldito despertador, los idénticos expedientes que llenar, el mismo correr final a la puerta de la escuela un minuto antes del toque del timbre, el mismo agarrar el escobillón y comenzar a tender la damas y pensar en la comida del mediodía, el mismo ir a Misa los domingo y cepillarse los dientes con idénticos movimientos mañana y noche… Sí, la rueda, la rutinaria rueda: comenzar empujar la peña a la mañana para que vuelva a caer por la noche y empezar de nuevo.
Gracias a Dios, la vida no es solo rutina. Están las vacaciones, está el cambio de novio, el cambio de casa, el cambio de auto, el chico que nace, la pelea de Corro, el viejo que muere, el conflicto del Beagle, el fin de curso, el ascenso. La rueda rodante de la vida se parece más al rodar de la calesita con sus caballos que suben y bajan y sus autos y aviones que se mueven y la sortija que se saca de vez en cuando, que al aburrido dar vueltas y vueltas de las escaleras mecánicas del subterráneo. Todos los días son parecidos –nace y se pone el sol; marcan las agujas las mismas horas; comemos, trabajamos y dormimos- pero ninguno es idéntico, equivalente, gemelo, intercambiable.
Y, así, la vida es una mezcla de actos repetidos y de actos nuevos, de gestos iguales y acontecimientos inesperados, cosas viejas y cosas flamantes adobándose mutuamente Y el secreto de una existencia sólida y auténtica está en saber llevarla como es: sin recusar ni el marco estable de los hábitos, ni las innovaciones necesarias. Sin rechazar el piso sólido de la costumbre, ni negarse a la inevitable aventura, al riesgo del albur o la fortuna, al ineludible cambio.
Pero si ambos son necesarios, hoy, a pesar de Sísifo, quiero hacerme defensor de la rutina, que las novedades suelen defenderse solas. Ya Aristóteles aconsejaba a los políticos de su época: “ pongan cuidado en hacer cosas nunca hechas ni dichas; porque los hombres aborrecen lo que están acostumbrados a ver. Despreciar lo antiguo y apetecer y acepar lo nuevo es nuestro flaco ”.
Así es y, sin embargo, ¿quién no sabe que las cosa duraderas y valiosas de la vida son más fruto del tesón y el esfuerzo continuado que de la improvisación? A tocar conciertos se llega después de años de ejercicios de rutina frente al piano. A ser idóneo en cualquier oficio después de meses de práctica. Un nombre respetable se gana después de ser día tras día honorable y probo.. Vale mucho más un esfuerzo continuado sostenido en el tiempo que el empujón fugaz, el pique. Las mil humildes gotas que el chaparronazo. La energía nuclear desatada de golpe en una bomba destruye y aniquila; regulada poco a poco en una pila atómica construye. El rio que se desborda furioso subitáneamente inunda y ahoga; el que se desliza mansamente riega y da energía. La nafta de la bomba Molotoff incendia; la que pasa como un hilo a través del carburador impulsa los motores. Al hijo se lo educa no de un día par otro, con un sermón esporádico o la paliza extemporánea, sino con el ejemplo diario, la vigilancia ininterrumpida, las pequeñas indicaciones repetidas.
La costumbre, la rutina, el hábito, los actos que se repiten cotidianamente, son el esqueleto de la existencia. Solo sobre la solidez del esqueleto pueden entretejerse las arterias y los nervios de la vida. La firmeza de la física sostiene la exuberancia de la biología.
Como decía Manuel Gálvez: “Más vale un plan mediocre que dure muchos años, que buenos planes que cambien todos los meses”
La fuerza fugaz de nada vale y es una falsa fuerza. Como es falso el amor delirante de la pasión que no se compromete, y auténtico solo el que se jura fiel para toda la vida. El amor no se demuestra en los ojos encendidos de la luna de miel sino en el mutuo darse de todos los días hasta el último suspiro. Y, por eso, para los diccionarios de todas las lenguas, sinónimo de fuerza son firmeza, orden, regularidad, constancia, perseverancia, permanencia, estabilidad, fidelidad.
Porque todos estamos dispuestos, una vez en la vida, a la carga romántica en medio de clarinadas, al acto heroico, al impulso generoso; pero bastante menos al compromiso cotidiano, al heroísmo rutinario, a la disciplina. Pero es justamente allí donde se muestra la calidad del temple, la verdadera hombría.
Y, por eso Dios no nos pide un sí o un no subitáneo. Toso somos capaces de rezar dos horas en un día de fervor, de ir a Misa cuando tenemos ganas, de perdonar a un enemigo en un impulso generoso, de tratar de ser mejores en algún momento. Pero con ello no demostramos para nada nuestro amor a Dios. Sentirnos buenos y católicos un día, un mes, un año, puede hasta resultar interesante; rezar de vez en cuando, una experiencia emocionante; la conversión, llenarnos de euforia. Pero ser cristianos toda la vida, en los pequeños actos y en los grandes, rezar cuando se tiene ganas y cuando no se tiene, cumplir las obligaciones rutinarias, ir a Misa sintiéndolo o no, perseverar en los hastíos y las oscuridades, amar a Dios en las buenas y en las malas, eso no es tan fácil.
Pero esa es justamente la prueba que nos pide el Señor.
Aunque tarde en venir, aunque la rutina comience a adormilarnos, aunque ya estamos cansados de esperar repitiendo siempre lo mismo. Porque, en cualquier momento, puede llegar el esposo. Y sería terrible que, justo cuando llegase, nos encontrara con las lámparas vacías.