1974. Ciclo C
32º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 20, 27-38
Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él»
Sermón
No sé si Vds. habrán visitado ya la tercera Exposición del Confort, en el predio de la Rural, plaza Italia. Quizá lo hayan hecho en las dos oportunidades anteriores. Pues, sencillamente, extraordinaria. No hay palabras para ponderarla. Uno se queda deslumbrado, estupefacto, ante las maravillas que la técnica nos ofrece para mejorar nuestras vidas. Porque la llegada del hombre a la luna, o de aparatos voladores y cámaras a Marte o a Mercurio, nos llenan de asombro, nos encandilan, pero, en el fondo, poco afectan concretamente a nuestra vida diaria. Es la técnica que impacta la fantasía, pero que nada tiene que ver con nuestro diario trajín. Aquí, en cambio, en el dominio del confort, la técnica se pone directamente al servicio de nuestra humilde vida cotidiana. Lavarropas superautomáticos, licuadoras y batidoras de mil usos, sillones de todas las formas y posiciones, luces y botones multicolores, automatismos y cerebros electrónicos para el ama de casa, televisores de los más diversos tamaños y posibilidades. Un mundo de maravilla, de sueño, imposible de imaginar hace un poco más de cien años cuando la ropa aún debía lavarse en el Rio de la Plata y había que comprar agua al aguatero o comunicarse exclusivamente por moroso correo.
“Esto es el cielo”, decía una señora mirando uno de los stands de la Exposición del Confort.
Sí. Es el cielo que ofrece a la humanidad el siglo XX: el siglo de los plásticos, de la cibernética, de las aspiradoras electrónicas y de los minimax. El cielo que poco a poco, apuntando al futuro, pretende construirnos la ciencia.
Es que el hombre nunca ha estado conforme con su estado presente. Siempre ha conservado oculto en el corazón el recuero nostálgico del paraíso perdido y siempre ha alzado los ojos al ansia irreprimible de un futuro mejor. Nunca el ‘hoy’ le ha satisfecho del todo. O porque mezquino o porque triste o porque alegre pero inseguro y sujeto a los vaivenes de la suerte o de la salud o de la vejez que tarde o temprano siempre llega en cruel presagio de la muerte. No. Nada puede llenar plenamente en los hoy de la vida al corazón del hombre. Y las agujas del reloj son escobas que barren implacablemente los instantes y los amontonan en la vetusta polvareda del irrecuperable pasado.
De allí que, en nuestras esperanzas, en nuestra insatisfacción presente, en nuestras ansias de vida y felicidad miremos siempre al futuro que vendrá. Allí se dan cita todas las ilusiones de la humanidad. Hacia allá nos señalan todos los fabricantes de paraísos y utopías. O la técnica con sus exposiciones del confort o los comunistas con su sociedad sin clases o los anarquistas con sus comunidades fraternales sin jefes ni policías o los traficantes droga con sus promesas de paraísos artificiales o los sexólogos y los psicoanalistas freudianos con su humanidad libre de complejos y de traumas o la medicina con su programa de higiene y de salud universal, casi de inmortalidad, o la ciencia con su máquinas y artificios al servicio del hombre. Pareciera que ya nada queda por prometer y de lo prometido nada que no pueda realizar el hombre con sus propias fuerzas.
Si: el cielo parece cada vez más al alcance de nuestras manos, allí está, ya lo tocamos, casi lo alcanzamos con la punta de los dedos. Un pasito más y…
Y, sin embargo, a pesar de tener la humanidad más bienes que nunca en su historia, a pesar de esta proximidad y cuasi realización ¡qué poca gente feliz existe hoy en el siglo XX! Nos habían prometido ‘la camisa del hombre feliz’ (1). Nos agitaron y nos agitan en las narices el mito del progreso y de la técnica, el valor de la democracia, las maravillas de la nueva educación y de la industria, las excelencias de la televisión y de la radio, la prudencia de la ONU, de la FAO y de la Unesco, el ejemplo de los yanquis o la justicia social de los soviéticos. Nos trataron y tratan de convencer cotidianamente con los diarios, las revistas y la televisión que nuestro mundo, aún con sus defectos, está mejor que nunca y pronto estará –superadas algunas deficiencias- mucho mejor aún. Pagamos religiosamente nuestras cuotas de crédito, llenamos nuestra casa de servoaparatos, nuestras alacenas y heladeras de latas y alimentos preparados, nuestras mesas de luz de frasquitos, de aspirinas, de tónicos capilares. Tenemos nuestras diversiones de los sábados, los domingos de pileta o de futbol, la serie del Santo o Kung-fu todas las noches.
Y, a pesar de ello no pueden engañarnos del todo, porque, en el fondo de la conciencia, conservamos un semáforo guiñando en el amarillo que nos dice que no todo va bien, que falta algo e, incluso, nos tienta al pesimismo.
Porque nunca como ahora ha habido más guerras y guerrillas, descontento, subversión. Nunca más desórdenes, nunca ha estado la paz más amenazada nacional e internacionalmente, jamás han fracasado tanto los matrimonios ni apostatado tantos sacerdotes ni habido tanta gente en lo del psiquiatra o el centro de salud, ni caras más adustas en los subterráneos ni tantos hombre y mujeres solos, ni tantos tristes y angustiados. El ruido de los bateristas y el histrionismo de los disk-jockeys apenas ocultan, barnizándola, la superficie de la tristeza contemporánea.
¡Ah inseguridad y mutabilidad de las cosas humanas!
Cuando la economía mundial parecía navegar viento en popa con ilimitadas posibilidades de progreso y crecimiento, hete aquí que cuatro plutócratas árabes que hace poco solo tenían sus camellos aumentan caprichosamente el precio del petróleo y toda amenaza hundirse. Veinticuatro millones de habitantes (2) quieren vivir en paz, trabajar, estudiar, estar tranquilos y un puñado de facciosos, asesinos nefandos, desorganizan a todos, angustian, desalientan. Varias generaciones han luchado por llenar las vidrieras de las tiendas y los puestos de los mercados con toda clase de bienes de consumo y se encuentran ahora con una juventud desorientada que dice rechazar todo esto y contestar éstas que llaman prebendas burguesas según la filosofía de Marcuse. Por una cosa o por otra siempre insatisfechos, siempre descontentos.
¿Y quién no ha experimentado esta insatisfacción en sí mismo? Somos un poco como los chicos. Estamos desesperados para que nuestros padres nos compren un juguete y dos días después de poseerlo ya está olvidado y tirado por los suelos.
Hemos puesto nuestra ilusión en la compra del lavarropas o del auto o cualquier artificio que afirma que facilitará nuestra vida. ¡Cuánto tiempo –decimos- nos quedará para dedicarnos a las cosas que nos gustan: ¡basta de fregado, lavado, secado, tendido, renegar con el personal de servicio! y ¡qué de paseos al campo! ¡Basta de la esclavitud del colectivo, viva la libertad y la velocidad!
Pero, aparece el lavarropas y los aparatos y con él las cuentas, el service que nunca viene, el agua que inunda la casa, el enchufe que el marido nunca termina de arreglar. Tenemos el auto y nace el fantasma del zorro gris (3), la letra A que no conseguimos, el rayón que nos hizo el animal del vecino, el estacionamiento que nunca encontramos, el aceite que nos olvidamos de cambiar, la nafta que aumenta, las multas injustas, la pesadilla de los taxistas y la prepotencia de los colectiveros. Y eso no es todo, porque si habíamos comprado un ‘600’ ahora queremos un ‘1500’ y ni siquiera pararemos en el ‘Torino’, porque siempre habrá un modelo nuevo o un auto mejor que el nuestro para ambicionar.
Y amén de todo eso, para conseguir un confort –que como siempre progresa nunca llegamos a poseer del todo, porque cuando terminamos de pagar el auto nos damos cuenta que el estereofónico que adquirimos hace cuatro años ya es una antigüedad y, cuando lo renovamos, ya debemos cambiar de departamento porque nos queda chico- amén de todo eso, digo, debemos trabajar como locos, agotar nuestros nervios a lo mejor en dos empleos con dos jefes déspotas, descuidar a nuestra mujer y nuestros hijos, no encontrar tiempo para la lectura, para la reflexión, para la plegaria.
Señores, nada de eso puede ser el cielo del hombre. Nada tiene de humano aquel que encuentre más felicidad en el acelerador de su coche que en la sonrisa de su hijo. En Kung-fu que en un instante de ternura y comunicación con su mujer, en el sueldo de fin de mes que en el abrazo y la camaradería del amigo, en la ebriedad del alcohol o del sexo que en el gozo viril de la honestidad y de la verdad, en la estridencia brutal de la música irracional o de la literatura neurótica que en la serenidad clásica de los grandes genios, en la adoración mítica del político y del superactor o supercantente que en el encuentro silencioso con Dos en la paz del corazón.
Y nada de lo segundo puede darnos la técnica, la medicina, la justicia social, la piscología. Nunca la cuenta bancaria y los supermarkets o la electrónica serán la condición indispensable de la verdadera felicidad.
Es en el amor a Dios y al prójimo como puedo hacerme verdaderamente feliz. Mis relaciones con el Señor, mis relaciones los míos.
Felicidad obtenible anticipadamente ya, de alguna manera, aquí en la tierra, pero en la precariedad de todo lo terreno, en la fugacidad del tiempo, en la labilidad de la fortuna, en la perpetua amenaza de la enfermedad y de la muerte.
Por eso solo el Cielo que Dios –no los hombres ni la técnica- nos tiene prometido, es la única plena respuesta a todos nuestros deseos y esperanzas. Solo el Cielo puede dar razón de las ansias infinitas que se ocultan en el inquieto corazón del ser humano. Sin ese Cielo el hombre sería un ser absurdo, ineluctablemente destinado a la frustración, con una sed ‘contra natura’ que nada ni nadie de aquí abajo puede apagar.
Pero, en la esperanza de ese Cielo, todo se vuelve coherente, no solo nuestra búsqueda afanosa de bienes y de felicidad, sino también el peso de las cruces y la angustia sangrienta del dolor o de la soledad.
Porque todo sufrir humano, toda injusticia, persecución, pobreza, viudez u orfandad quedarán compensados con creces el día de la Resurrección final, cuando el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios Jacob -no Dios de muertos sino de vivientes- nos introduzca de Su mano en la plena comunión con Él y con los nuestros, a la felicidad que nunca acabará.
1 “La camisa del hombre feliz” es un cuento escrito por el escritor y novelista ruso León Tolstói.
2 Población argentina en los años 1974.
3 Así se llamaba a la policía de tránsito en esos años por el color de sus uniformes.
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