Al mirar la historia de las últimas décadas, y hasta con solo leer los diarios, quién, que compare nuestra reducida cantidad de habitantes, baja natalidad, estancamiento económico, atroz endeudamiento, con los inmensos poderes humanos, ideológicos, militares, industriales y financieros que mueven al mundo, podrá hacerse excesivas ilusiones del papel que pueda tocarle a nuestro país en el futuro -si es que logra subsistir como nación independiente-.
Y no hablamos solamente de las grandes naciones del mundo y sus fachadas institucionales. Menos, de las fantochadas de las organizaciones públicas internacionales, donde les gusta obtener éxitos retóricos e inútiles a nuestros diplomáticos de pacotilla tan bien pagos. Hablo de los centros de poder de la alta finanza, de las agencias internacionales de noticias, de las omnipotentes logias. Mundo poderoso y lóbrego que quita y pone presidente y ministros, decide el destino de los pueblos y suprime o compra a políticos y generales. Sí: ¿qué será en el futuro –y en el presente ¡claro!- de la autonomía de nuestro País? Un puñado de pueblo amorfo, rejuntado de todas partes sobre la vieja savia hispánica, capaz, sí, todavía, con sus soldados, de desenvainar el facón contra la guerrilla o el inglés, pero huérfano de caudillos, de obispos y de generales.
La misma sensación de zozobra, de angustia, de impotencia se tiene ya no como país frente al mundo, sino como individuos en medio de la sociedad. ¿Qué hacer yo, con mi familia, con mi reducido círculo de amigos, frente a una comunidad enorme y anónima criada en el consumismo; aún con muchos arrestos nobles y dignidades latentes, pero asolada anímicamente por una inmerecida y humillante derrota, hamacada en los ideales mercantiles del liberalismo, azuzada por resentimientos marxistas, pobre a pesar del milagro permanente de su suelo, deformada por los mas media, idiotizada por la propaganda, solicitada impúdicamente por los políticos, olvidada de sus héroes y de sus muertos, aborregada detrás del sexo y del dinero, estafada y coimeada en y por sus dirigentes y a la cual solo se ofrece como futuro la ruleta de los votos y la verborragia vacua de los partidos?
“¿ Qué podré hacer yo ?”, entonces nos preguntamos, frente a este derrumbe, en medio de una corrupción moral e ideológica que toca todos los estamentos -familia, política, negocios, trabajo, burocracia- y hiere todos los sectores -dirigencia, policía, milicia, eclesiásticos, profesiones-.
Y no solo “qué voy a poder hacer”, sino “cómo voy a subsistir” o “cómo educar a mis hijos”. ¿En el sentido de la hombría de bien, del cristianismo, de la honestidad y del honor, destinados así a la burla y, probablemente, al fracaso; o en el del abajamiento a la media y el inserirse en la sociedad como un lobo más en la lucha por el pedazo de carroña más grande?
Sí ¿cómo detener, pocos, solos –y más cuando, a mi vez, me siento yo mismo enfermo y cómplice, tentado y desalentado- cómo detener –digo- este deshacerse de mi mundo, de mi patria -querida y vejada, dolida y traicionada- camino a la bancarrota moral?
Cristo hoy nos ofrece un atisbo de esperanza. Porque Marcos ha querido colocar el episodio de la viuda que hemos escuchado en nuestro evangelio de hoy, precisamente como la última escena de un largo conjunto que comienza dos capítulos antes -en el Once- y que trata de cómo, en Jerusalén, después de haber sido recibido Jesús por el pueblo llano a gritos de “ Hosanna ”, es rechazado, uno a uno, por los jerarcas y dirigentes judíos.
En rápida sucesión desfilan todos. Los banqueros y cambistas del templo, los sacerdotes y los escribas, los senadores y los fariseos, los cortesanos y soldados de Herodes y los aristócratas saduceos y, sin excepción, todos, uno a uno, y a una, rechazan a Jesús. Y éste, entonces, habla, a la vez triste y severo, de la higuera seca sin frutos que será erradicada, y de los viñadores homicidas a quienes se quitará la viña. Es el definitivo rechazo y apostasía de los dirigentes judíos y el último juicio virulento de Cristo contra alguien, inmediatamente antes del relato de la viuda que acabamos de oír.
Grabado de Gustave Doré (1865)
De estos a quienes gusta pasearse con ricas vestiduras y ser saludados en la televisión y en los mítines, en las gerencias y en las embajadas, en los desfiles -que no en las batallas- y ocupar los primeros asientos en las primeras planas y en las pantallas, en los banquetes de las mesas de los directorios y de las redondas de Neustadt, y hacen largos discursos y declaraciones y pastorales. De ellos ‘cuídense', dice Jesús. De ellos no es el Reino ni vendrá la salvación.
Pero algo queda. Porque ahora sí, viene la figura paradigmática de la viuda –la viuda, que, junto con el huérfano y el desterrado, son, en el Antiguo y Nuevo Testamento, la personificación del desamparo, de quienes en el mundo no tienen ningún poder ni protección, ni fuerzas ni riqueza, ni apoyo ni alianzas- y, en agudo contraste con aquellos, aprobada calurosamente por el Señor, viene a representar a los que serán instrumentos privilegiados del poder de Dios.
El simbolismo de esta parábola viva va más allá de la enseñanza del valor de la limosna. Lo que da la viuda no es sino símbolo de lo que la viuda, en sí misma, vale, en su poquedad, fronteriza casi, frente al mundo de los hombres y del poder. Y lo destaca Marcos, quizá forzando la frase o la objetividad del hecho, al afirmar que la viuda da todo lo que tenia para vivir. En palabra ( ébalen ) que, en griego, recuerda, a propósito, el darse a Sí mismo todo, de Cristo en la Cruz -.
La salvación vendrá –dice el Señor- no de aquellos que teniendo mucho o poco, dan algo pero no ‘se' dan, sino de aquellos que, como la viuda, de traje o de hábito, de uniforme o de sotana, ‘se' den todo a Dios, a la patria y a los demás. De ellos es el Reino, de ellos vendrá la salvación.
Dos monedas de cobre o muchos billetes de banco, varios o pocos talentos, vejez o juventud, cuchillo o tanques, escoba o pluma, fatiga o mando, todo vale lo mismo, dos monedas de cobre, dos valiosísimas moneditas de cobre, si representan el darse hasta el final de la plena entrega de sí.
Y, a pesar de tanta podredumbre y tanto desaliento aún hay mucha moneda de cobre en la Argentina, monedas de los soldados caídos en las islas lejanas, monedas de la vergüenza de los buenos (o de los que quieren ser buenos), monedas de espadas que no nos dejaron usar, monedas de vidas ofrendadas todas en los conventos, monedas de estudiantes serios y de matrimonios unidos y fecundos, monedas de enfermos y de sufrientes, cobres de trabajadores y profesionales honestos, monedas de santa ira, monedas de abnegación y amor.
Con esas dos monedas –cobre transformado en oro puro por la benevolencia de Dios- y no con las sobras de los ricos y del FMI, ni las de las negociaciones ridículas de los foros, ni las de la superstición de las urnas, ni las de la obsecuencia a las grandes potencias, ni de las devociones sin obras de los que les sobra el tiempo para ello, con esas dos pequeñas monedas gauchas y cristianas del darnos todo hasta la muerte, podemos, si queremos, rescatar a la Patria y comprar el Reino.