Cuando el libro de Baruk quiere describir el estado de desesperada postración y derelicción de Jerusalén después de que sobre ella han pasado, arrasadoras y saqueando, las tropas de Nabucodonosor, afirma que la Ciudad Santa ha quedado en un estado' semejante al de una viuda' . Y, cuando el Déutero Isaías preanuncia, amenazante, el castigo que caerá sobre Babilonia por sus horrendos crímenes, le dice: “Esta desgracia vendrá sobre ti en un instante: viudez caerá súbitamente sobre ti”
Hoy dicen que ‘las viudas rejuvenecen'.
Pero ¡figura patética la de la viuda en la antigüedad oriental! Del dominio paterno, la mujer pasaba, en el matrimonio, a la férula despótica del marido. Eso, al menos, le significaba protección. Pero en una sociedad donde la mujer nada podía hacer fuera del ámbito familiar salvo prostituirse, cuando enviudaba -y si no tenía hijos que quisieran ocuparse de ella- quedaba totalmente desprotegida, sin defensa, infecunda, inútil.
No por nada, como uno de los signos del advenimiento del Reino, Cristo devuelve la vida al hijo de la viuda de Naim.
Viuda sin hijo es la imagen misma del desamparo, de la soledad, de la impotencia. En el mismo nuevo Testamento la figura suprema de la angustia, del dolor y de la nada, es la de la madre viuda sosteniendo en sus brazos el cuerpo de su hijo único crucificado (1).
'Pietà ', Ercole de' Roberti , c1495
En esa transmutación de valores mundanos revolucionaria que hace el Evangelio, las vírgenes y las viudas, humanamente infecundas, ocuparán lugar privilegiado en la Iglesia. Y, de los primeros autores cristianos se conservan casi tantos tratados ‘ Sobre la virginidad ' cuantos ‘ Sobre la viudez '.
Nada que ver, por supuesto, con ‘la viuda alegre'. Aunque también las cristianas fueron alegres, si bien con alegrías más profundas.
Del otro lado de este extremo está el prestigio humano y, para tipificarlo, Jesús elige la figura de los ‘escribas' –traducción de ‘ oi grammatéis ', ‘ los letrados '-, que, en otros pasajes son llamados ‘doctores de la ley', o ‘legistas' o ‘legisladores'. No eran personajes religiosos, sino de la política judía. Eran los que manejaban el cuerpo legislativo hebreo que los romanos, con su política tolerante, permitían usar. Profesión, pues, indispensable para el funcionamiento social de los judíos, con su afán de legislar todo, a partir del núcleo ya bastante abundante de la Torá.
Eran, los escribas, los jueces, abogados y legisladores de la época. Ellos mismos creaban y complicaban las leyes para luego, como hoy en día, hacerse indispensables al común de la gente para que pudiera cumplirlas o eludirlas.
Sin duda que los que ocupaban más altos puestos o estaban más cerca de las riendas del gobierno gozaban de más poder y prestigio. A todos les gustaba que los saludaran y reconocieran en pasillos, antesalas y banquetes. “¡Usté por aquí, Doctor!” Y, mejor todavía, que les acercaran un micrófono y les pidieran un declaración.
Y les placía sentarse en los estrados –“los primeros bancos de las sinagogas” eran los que estaban de frente al pueblo, como las tribunas, como la pantalla de la televisión, como los balcones de las casas rosadas, como la primera página del diario- (2). Allí es donde les gusta sentarse a unos cuántos.
Y que devoran los bienes de las viudas y de los pobres es poco decir de esta clase de ‘letrados' figurantes, viviendo dispendiosamente mediante los fondos públicos y el poder que les da el reglamentarismo y los resortes del Estado. Doctores –y truchos doctores- que siguen hundiendo en la pobreza a la mayoría del país, mientras recitan, fingiendo, sus largas oraciones, su preámbulos de la constitución, sus discursos políticos y sindicales, sus credos de fe en la democracia y en los derechos humanos, sus llamados hipócritas a la ética.
Pero, fíjense que Jesucristo no contrapone a esta política judaica farisea de los letrados una política de cristianos que ocuparían los mismos lugares. Es muy fácil apuntar con el dedo mientras no se tiene el puesto. Hay que ver, una vez habiéndolo obtenido, si no se termina por hacer lo mismo que hacía el adversario. Somos pocos y nos conocemos. Y algo de memoria tenemos.
El contraste Cristo lo establece, por un lado, entre esta casta de amigos del poder y del privilegio, o del prestigio y del dinero, y, por el otro, el del paradigma de la falta de poder, de la pobreza, de la impotencia y de la falta de brillo: la pobre viuda.
Porque el cristiano, frente a los poderes del mundo, frente a los diabólicos recursos de la Revolución Anticristiana que se abate sobre la antigua cristiandad y sobre todo el mundo y -lo que a nosotros nos toca directamente, sobre nuestro propio país-, sufre la tentación del desaliento, del sentirse sobrepasado por las circunstancias, inerme frente al mal, incapaz de nada.
“Quizá haya alguna esperanza en los partidos de centro”, dirá alguno, pensando en el guiñante ingeniero. ¿Pero será eso lo cristiano? Otros dirán, “ quizá, todavía, otra vez, los militares ”. Otros, que un milagro, que la Virgen de San Nicolás, que las profecías de Don Orione. O que un cataclismo, que el fin del mundo. Y todos, entonces, se declaran eximidos de hacer nada. ¡Que peleen los que pueden algo, los ricos, o los que tienen acceso a los medios, o los inteligentes, o los jóvenes. ¿Yo qué puedo hacer?
Y Cristo vuelve a decirnos hoy que esa no es la política ni la economía del Reino. Porque las dos pequeñas monedas de cobre no aumentaron ciertamente un ápice las rentas del tesoro del templo, ni las arcas de los sacerdotes. Pero, en la contabilidad revolucionaria de Jesús, pesan más que toda la banca judía y árabe juntas, que la japonesa y vaticana, que la de los Morgan y la de los Rothschild y la de los Rockefeller.
Así se construye el Reino, de a dos modestas monedas de cobre. Y, por eso, nadie tiene excusa para no trabajar por él. Ni porque sea pobre, ni porque no tenga instrucción, ni poder, ni plata, ni salud, ni belleza, ni talentos. Algo siempre tenemos. Y, mientras vivamos, al menos un corazón latiendo capaz de regalarse a Dios.
Valen más los cincuenta kilómetros por hora de un triciclo, que los cincuenta kilómetros por hora de un auto que pude correr a trescientos.
A Dios le gusta reírse de las grandes palabras y de los grandes hombres y de los doctores de la ley y de los banqueros. El manifiesta su poder a través de los débiles y de los que nada aparentemente son.
Al Señor place construir su Reino en la vocación silenciosa de las vírgenes y las viudas, en el dolor de los enfermos, en la sangre de los mártires y los soldados, en el ruido de las cacerolas y la suciedad de los pañales, en la oración de los ancianos, en el estudio y disciplina de los jóvenes.
En las dos refulgentes, brillantes, tintineantes, monedas de cobre de todo lo que podemos dar de nuestra pobreza. Regaladas a Dios, Él las transformará en tesoro de oro macizo.
1 - De allí el ‘cuidado de las viudas' que fue uno de los distintivos, ante los paganos, de la caridad cristiana en las iglesias. Ver, por ejemplo, I Timoteo 5, 3-15.
2 - Ahora que se celebra frente al pueblo el sacerdote, sus ayudantes y los lectores laicos también ocupan esos lugares. No como en la Misa de antaño, cuando el sacerdote estaba junto a sus fieles encabezándolo humildemente frente a Dios y sin protagonismo alguno.