No hace mucho la Municipalidad de Buenos Aires realizó un operativo de limpieza consistente en retirar todos los autos abandonados en la vía pública. Estábamos acostumbrados a verlos: primero acumulando tierra y hojas sobre el techo y el capot; luego, lentamente, saqueados, sin sus cubiertas, sin asientos, poco a poco perdiendo la pintura, oxidándose, hasta, finalmente, transformarse en un esqueleto metálico rojizo, terroso, rodeado de suciedad.
Y todos sabemos que esa es la dirección ineluctable de toda máquina abandonada: su paulatino envejecimiento y disgregación final. Mantener un mecanismo andando supone cuidado: cambio de aceite, engrase, ponerlo en movimiento de vez en cuando, puesta a punto, chapa y pintura. Sin la ayuda que le prestamos nosotros desde afuera, abandonado a sí mismo, el mecanismo decae, se arruina, desfallece.
Dígase lo mismo de un edificio, de una casa que no se usa, que no se mantiene. Se rajan los techos, las cañerías se tapan, se pican las paredes, el polvo lo va cubriendo todo. Es a costa de añadirle trabajo y cuidados como el edificio se conserva y permanece.
Y, aun cuando se descubrieran materiales inalterables o se construyeran robots capaces de constante ‘autoservicio', tampoco podrían subsistir sin consumo de energía, sin algo que obtuvieran de afuera de sí mismos.
Y, si esto se da en el ámbito de los seres inertes o mecánicos, tanto más el fatídico desgaste del tiempo se nota en el ámbito de la vida. Ese soplo biológico que, por breve tiempo, mantiene organizada en planta o animal una nube de átomos y de moléculas danzantes, para luego abandonarlas nuevamente a la disgregación, al estado de polvo.
Y ¿quién no sabe que este movimiento destructivo es una de las leyes más implacables de la física? El “segundo principio de la termodinámica”, la ley de Clausius-Carnot, elucidada por Boltzmann, reinterpretada por Shannon. La ley del aumento irreversible de la entropía , del desorden en todo sistema cerrado y por lo tanto también de ese orden finito y enclaustrado en si mismo del insondable universo.
Nicolas Léonard Sadi Carnot
Lo vemos por experiencia: todo se gasta o asume formas de energía inaprovechables. Las temperaturas tienden a uniformarse, la materia a evaporarse en radiactividad, las montañas a aplanarse hacia los valles, las estrellas a transformarse en enanas rojas o blancas o en agujeros negros. Todo está signado por esta ley del desgaste, del desorden creciente, de la disipación. Y, si en algún lugar dentro de un sistema se produce orden o aumenta la energía aprovechable, esto siempre se hace a costa del desorden, de quema de energías de otro sistema parasitado por aquel.
De alguna manera, por ello, el movimiento que, desde hace dieciocho mil millones de años, a partir del Big Bang, siguiendo el hilo de la evolución de la materia, culminó en esta tierra hace dos mil millones de años en la aparición de la vida, hace dos millones en la del ‘homo habilis', hace 100.000 en el ‘homo sapiens neanderthalensis' y hace 40.000 en nuestro actual ‘sapiens sapiens', este vector -como afirman los científicos, ‘neg-entrópico'- de aumento de organización y de orden, se presenta como atípico en la historia del cosmos. No milagroso, ni mucho menos. Es pasible perfectamente de explicación científica. En todo caso milagroso como es milagroso todo lo que existe, por el solo hecho de existir y, precisamente, de tener explicación, de estar todo pensado y lleno de sentido. ¿Qué más milagro que ese, qué mayor evidencia de un Dios creador?
Pues bien, este movimiento negentrópico, que se resiste a las fuerzas disgregadoras de la entropía y que transforma a los átomos en moléculas, a las moléculas en macromoléculas bióticas, a éstas en proteínas, a las proteínas en células, a las células en organismos, a los organismos en vida y a la vida, finalmente, en personas capaces de pensamiento, de amor y de libertad, se da, extraordinariamente, en medio de un universo que se gasta y envejece, que se desangra en entropía.
Pero, lo más absurdo no es que, en medio del dominio universal de la entropía, se dé, en este minúsculo rincón del universo, este hilito de ‘neguentropía', de esfuerzo de organización, de renovación y de vida. El problema es que este fenómeno aislado también está condenado a ser tragado, postremamente, por la entropía. Porque solo puede vivir del desgaste ajeno, del aumento del desorden externo, del consumo de energía de otros, de tal manera que, cuando el desorden y la entropía del universo lleguen a su límite, la misma vida, toda forma de vida, perecerá, y el segundo principio de la termodinámica habrá logrado su victoria plena en el cosmos, aún sobre este pequeño enclave de resistencia negentrópica de la vida terráquea o de cualquier otra forma de vida, si es que existen otras en este nuestro universo.
Pero a nosotros, terrícolas, esto nos importa relativamente, porque no es necesario que se consuma ni todo el petróleo de la tierra, ni todo el hidrógeno del sol, ni toda la energía de las estrellas, para que empecemos a preocuparnos por la entropía, porque, desde que nacemos, ya empieza a tironear de nosotros para retrogradarnos a la disgregación y al polvo.
Y, de los no tantos que llegamos triunfalmente a adultos, pronto vemos a la entropía devorarnos el pelo, los dientes, los músculos, las neuronas, taparnos las arterias, apergaminarnos la piel, doblar nuestro espinazo y, finalmente, otra vez volvernos a la desorganización, al estado pulverulento, ceniciento.
Sigmund Freud y su mujer
No por nada Sigmund Freud, el mentor de tan gran parte de la mentalidad contemporánea, afirmaba, a partir de 1920, en su libro “ Mas allá del principio de placer ”, que más poderoso aún que la ‘libido', que el ‘eros', que los ‘instintos de vida', es el ‘instinto de muerte', la ‘Todestrieb' o la ‘Destruktinostrieb'. De las dos ‘Urtriebe', ‘instintos' o ‘pulsiones primordiales' -la de vida y la de muerte- es la segunda la finalmente triunfadora.
Y esto que Freud sostenía a nivel psicológico, lo fundamentaba en las dos tendencias contrapuestas que mostraba, según él, la materia: una la de ‘complicar' los elementos inorgánicos y transformarlos en animados y otra la de ‘retornar' todo lo orgánico animado al estado inanimado. Pero como decíamos, finalmente, para el fundador del psicoanálisis, lo que triunfa y siempre triunfará, es lo inorgánico, el instinto de muerte. Por eso, muy optimistamente, termina afirmando: “ el sentido de la vida es la muerte ”.
Algo así pensaban inconsecuentemente los saduceos. Secta que nucleaba a los ricachones y descendientes de familias tradicionales de entre los judíos, vástagos de sumos sacerdotes, guerreros y personajes de la historia judía, pero ahora instalados en su riqueza, en el vano orgullo de su prosapia exangüe, ya sin héroes ni personalidades líderes, solo defendiendo sus privilegios contra el avance de la demagogia farisea y la rebeldía guerrillera de los zelotes. Su ideología era la componenda con el extranjero romano, la paz a toda costa, la búsqueda o la conservación de la prosperidad económica. Amigos del culto todo exterior del templo, enemigos de novedades en materia religiosa que pudieran perturbar su estatus. Por eso aceptaban solo los cinco primeros libros de la Biblia: el Pentateuco. Allí solo se habla de la prosperidad temporal prometida por Yahvé a los judíos. Con eso se conformaban, como Abraham: una larga vida, prosperidad, descendencia.
A ellos, que viven en la abundancia, ninguna esperanza superior les interesaba demasiado. Estaban plenamente conformes con esta vida y Dios era el garante de que las cosas así continuaran. Para eso se le rezaba y se le rendía culto. Para ello trataban de respetar sus mandamientos.
Es la cerrazón del rico a todo lo trascendente de la cual tanto habla Jesús. Esa riqueza que, haciendo fijar los ojos solo en esta tierra y en esta vida, impide al hombre el deseo y por lo tanto la entrada en el Reino.
De allí que los saduceos no entendieran esos deseos de futuro y de resurrección del cual comenzaban a hablar los últimos libros del Antiguo Testamento y las enseñanzas fariseas. ¿Para qué desear otra cosa si están tan bien acá? Inmortalidad, ¿para qué? Bastaba tener muchos hijos y nietos para que ellos continuaran su apellido, como ellos a su vez continuaron el de sus mayores. Y, eso sí, entonces: era importante tener muchos hijos, sobre todo varones. Ellos prolongarían de alguna manera la existencia de los que iban muriendo. Y si uno no los podía tener antes de morir, para eso estaba la ficción del ‘levirato': el hermano prolongaba la vida del difunto en la descendencia, teniéndola por él en su viuda. ¿Para qué más?
Pero los fariseos y Jesús, con mucha mayor claridad, hablan en nombre de los hambrientos, de los que sufren, de los que ven acortarse la vida por las penurias y las enfermedades de la pobreza, la miseria o la violencia o de los que, aún teniendo bienes económicos, sufren pobreza de amor o de injusticias o de envidias o de soledades. Hablan por todos aquellos insatisfechos que, por una u otra razón, descubren que, en última instancia, la vida, toda vida, está envenenada de muerte. Hablan sobre todo por aquellos que, aún doliéndoles la limitación del saberse destinados a la muerte y sufriéndola anticipadamente en los dolores y penas de este mundo, todavía siguen creyendo en un Dios bueno e inteligente que no puede haber creado este universo lleno de sentido para que termine en el ‘sin sentido' de la muerte. Hablan por fin, para los que, aún viviendo felices en esta vida, descubrían en si mismos y en el corazón del mundo la intriga de un para qué que todo lo explicara.
De allí la fe y la esperanza en un Dios que no puede haber construido en el cosmos la filigrana sorprendente del movimiento ‘negentrópico' y de la vida para que -como afirman Freud y tantos otros- todo finalice en la absurda victoria de la entropía y de la muerte. Al autor se lo juzga por su obra terminada: si la creación concluyera en un mundo disipado en frío y en tinieblas, sin duda que a Dios habría que llamarlo “dios de muertos” o peor “dios de la muerte”. O, sencillamente, proclamar su inexistencia.
Y esto es lo que niega Cristo: “Yahvé es” y “es Dios de vivientes” y ha creado no para la muerte sino para la vida. Él es capaz de vencer la consunción interna del sistema cerrado del cosmos, abriéndolo a lo divino. El mismo es la fuerza externa al sistema que vence la entropía y que puede hacer salir al hombre del límite de lo humano y de su destino de muerte.
Ya no será necesario, entonces, tratar de vencer el sino inexorable de la muerte en el esfuerzo repetido y continuado de la generación, ni prolongar la supervivencia en la suplencia engañosa de los hijos. Por eso dice Cristo que no habrá matrimonio. No que no continúen, sublimados, todos los gérmenes de vida, que son nuestros verdaderos amores, en el cielo.
Porque precisamente el amor , en la fe y en la esperanza , es la única continuación posible del movimiento negentrópico que ha presidido la aparición y el desarrollo de la vida. Y el egoísmo y el pecado , la involución entrópica, la contravitalidad, el retrogradar, el desandar el camino de la vida hacia la muerte.