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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1993. Ciclo A

32º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo    25, 1-13
«Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite;  las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas.  Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron.  Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan" Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis" Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: "En verdad os digo que no os conozco" Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.

Sermón

En la actual ciudad de Naplusa, fundada por Vespasiano en el año 74 como Flavia Neápolis, hacia principios del siglo II, nació Justino, pagano, mezcla de romano y de griego. Nieto de un filósofo que había sido preceptor de Marco Aurelio, a su vez se dedicó al estudio de la filosofía. Justino adhirió en su juventud -como él mismo relata- a diversas escuelas. Primero se hizo estoico, pero como sus maestros no conseguían darle razón de la esencia profunda de las cosas, se sintió insatisfecho. Quiso pasar entonces al peripatetismo -la escuela de Aristóteles- pero, muy inoportunamente, su maestro insistió en que le pagara inmediatamente la matrícula, con lo cual Justino, molesto, dejó de asistir a clase. Cuando los pitagóricos, a su vez, le exigieron que, antes de ingresar en la filosofía, debía estudiar música, astronomía y geometría, pareciéndole eso demasiado rodeo, se plegó al platonismo.

Allí permaneció un tiempo, hasta que tuvo un extraño encuentro con un anciano que le mostró los escritos de los profetas hebreos y le habló de los cristianos.

Una vez que conoció su doctrina descubrió con inmensa alegría que eso era lo que, en el fondo de su corazón, estaba deseando hallar desde que se había puesto en búsqueda de la verdad.

Después de su bautismo, recibido en Éfeso, dedicó toda su vida y todos sus conocimientos a la defensa y propagación del cristianismo. Vestido con el palio de los filósofos llegó a Roma, bajo el reinado de Antonino Pio, y fundó allí una escuela donde enseñó durante muchos años. Se conservan las actas del tribunal romano, presidido por Junio Rústico, que lo condenó a muerte, por profesar el cristianismo, en el año 165.

San Justino, Mártir, lo conmemora el santoral romano. Y ése ha sido, y es, su mayor timbre de gloria.

Pero Justino tiene un segundo mérito, y es el de ser el primer intelectual convertido al cristianismo del cual nos han llegado algunas obras.

Es el primero que confronta la doctrina cristiana con las enseñanzas de los sabios paganos de su época, y la defiende vigorosamente, no ya con argumentos sacados de la Escritura, sino de la razón, de la misma filosofía y ciencias de su época.

Justino se ocupa brillantemente de redargüir los falsos reparos que se esgrimen contra el cristianismo y, al mismo tiempo, de mostrar la falsedad de las demás religiones y filosofías. Pero lo hace mediante la razón y a partir de afirmaciones verdaderas hechas por sus mismos adversarios. Para discutir usa los armas de sus contrincantes. Y trata de justificar la fe mediante la inteligencia.

Algunos pensadores cristianos fundamentalistas -como pocos años después Tertuliano, que finaliza sus días en la herejía- se opondrán a ello, insistirán en que todas las enseñanzas de los filósofos, de la ciencia, de la razón, tienen que deponerse frente a la fe. Vehemente y extremado, Tertuliano escribe: "¿ Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué la Academia con la Iglesia? A nosotros no nos es necesaria la curiosidad después de Cristo Jesús, ni la investigación después del evangelio. Cuando creemos, nada deseamos saber más allá de la fe ."

Pero eso de ninguna manera lo puede compartir Justino, que ha hecho de su vida una indagación racional de la verdad; y tampoco lo acepta la Iglesia. Dios no viene a destruir la razón ni el intelecto humanos, sino a potenciarlos y darles su acabamiento. Justino vive el cristianismo no como una abdicación o negación de todo lo que había estudiado y sabía, sino como coronamiento de su ciencia, como plenitud de su saber. El mismo Dios que había llenado de luz la realidad y hablado mediante ella, era el que se había revelado por los profetas y en Jesús. El mismo que había creado el universo y el cerebro humano, era el que ahora lo redimía y sublimaba en la Pascua del Señor.

Por eso no se negaba neciamente a reconocer que también muchos filósofos anteriores al mismo Jesús habían tenido atisbos de verdad y afirmaciones correctas. No todo había sido, ni era, error fuera del cristianismo. El, que había admirado a Sócrates y a Platón y los seguía admirando, estaba cierto de que ellos también, aún antes de la venida de Jesús, se habían hecho partícipes de la verdad y, de alguna manera, del cristianismo.

Es allí cuando Justino bautiza el concepto estoico de los 'logoi spermatikoi ' -las 'razones seminales ' como traducirá luego San Agustín - y que no son sino las ideas inteligibles con las cuales el Logos, el Verbo de Dios, ha formado la realidad y la ha sembrado de verdades. Y es el mismo Logos el que ilumina la inteligencia de todo hombre -como dice el prólogo de San Juan- para que descubra estas razones seminales que impregnan el cosmos. Cada vez que un ser humano se encuentra con alguna verdad, se pone en contacto con el Verbo y, de algún modo, ya comienza a ser cristiano, afirma San Justino. Muchos años después, seguirá sosteniendo Santo Tomas: "omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est", "todo lo verdadero cualquiera sea quien lo afirme, del Espíritu Santo es".

O, como siempre ha dicho la Iglesia: "toda verdad es católica; diga quien la diga, venga de donde venga, descubra quien la descubra."

Así escribe Justino: " Cuanto ha sido por cualquiera bellamente dicho, a nosotros los cristianos, nos pertenece. [...] Porque todos los grandes autores pudieron oscuramente ver la realidad gracias a la semilla del Verbo, que estaba en ellos. "

El hecho de que estas verdades vinieran mezcladas de errores y a veces groseras contradicciones y aún supersticiones e inhumanidades solo prueba -dice Justino- que los que las sostuvieron no poseyeron, como los cristianos, la plenitud de luz de ese Verbo. Pero el cristiano debe saber rescatar esas semillas para integrarlas en la plenitud de la luz católica.

A partir de Justino, pasando por San Agustín y Santo Tomás de Aquino, esta expresión de "semillas de Logos" o "semillas de verdad" ha integrado siempre el lenguaje común de la Iglesia. El mismo Concilio Vaticano II la ha utilizado varias veces y ha hablado expresamente del respeto que todo cristiano ha de tener a esas semillas de verdad que cualquier conocimiento humano posee, aún mezclado con el error.

Más aún: los grandes errores no se podrían sostener si no estuvieran montados en porciones sólidas de verdad, que es lo que les da su fuerza convincente.

Así como el mal no es nada en si mismo sino pura privación de bien y solo existe en el bien que parasita y roe, así la mentira, para subsistir, tiene que entrar en simbiosis con alguna verdad, tiene que cabalgar alguna semilla o semillas de verdad.

Nada más que esto ha dicho el pobre Juan Pablo II en la famosa entrevista a La Stampa que ha causado tanta reacción mundial y el rasgarse unánime de vestiduras de los popes de nuestros medios.

Pero, como se ha tocado el dogma oficial, tanto a nivel nacional como mundial, del nuevo orden, de los horizontes felices de la economía de mercado, de la era de Acuario y del utópico 'fin de la historia' de Fukuyama, el clamor del rechazo ha sido universal; sumado a los aplausos de la izquierda que no quiere dejar de instrumentar hacia sus molinos las palabras del Papa extraídas de su contexto.

Yo no soy quien para juzgar la andadura puramente crematística de la marcha de las economías mundiales y nacionales. No me doy cuenta exacta de si la concentración de poder y dinero en manos de unos cuantos nombres conocidos y algunas pocas multinacionales guiadas por puros objetivos de lucro y con el poder de comprar a las autoridades políticas se encuadran en un auténtico paisaje de libertad económica; no se si la libre competencia con países que pagan a sus obreros salarios de hambre ayuda o no a nuestros propios obreros a mejorar sus vidas, y contribuye a la justicia para con aquellos; no se si esto es bueno o malo, o, a lo mejor, trágicamente necesario para que las cosas funcionen; tampoco se si es bueno que medren en el país capitales extranjeros transeúntes, no de inversión, que afuera deberían conformarse con intereses muchísimo menores; ni si el traslado de los monopolios estatales a monopolios privados, aunque parezca algo mejor, es la solución ideal, o la que permite llenar sus bolsillos a los funcionarios y políticos de turno, o enjugar presupuestos deficitarios de modo transitorio; tampoco se cuánto de bueno hay en que se importen productos agrícolas extranjeros a precios subsidiados por sus países y por nuestro cambio, y uno a uno se vayan fundiendo nuestros establecimientos de campo y nuestra pequeña industria; ni me doy cuenta de si es proporcionado el enorme gasto de algunos argentinos en dispendios, viajes y turismo al exterior...

Son todos problemas que escapan a mi competencia. Mucho menos puedo juzgar lo que económica y políticamente está sucediendo en aquellas naciones que se han liberado de las garras de sus estados comunistas. Por eso lo que yo pueda decir al respecto no solamente no corresponde al ámbito sagrado de una predicación sino que, aunque algo opinara, tendría ninguna autoridad para hacerlo.

Pero el Papa juzga la realidad ciertamente con mucha mejor óptica, asesoramiento, e inspiración que uno y, desde la experiencia terrible del comunismo, que en su país sufrió en carne propia, está ampliamente capacitado para expresar una opinión que -aunque, en el ámbito informal de una entrevista periodística, tampoco es obligante para nadie- nos ha de hacer reflexionar.

No podemos olvidar que esa suprema expresión del antilogos, del antipensamiento, que es el 'pensamiento' marxista -nieto de Lutero e hijo primogénito del liberalismo filosófico- interpreta que la caída del comunismo no es sino otro movimiento dialéctico que confirma las teorías de Marx. Que bandeando ahora a la historia, ya a escala mundial, hacia la antítesis del defenestrado comunismo, prepara un nuevo y terrible movimiento antitético, que acelerará los tiempos y profundizará los vaivenes de la revolución permanente. Esa revolución permanente que constituye, en su identificación del ser y de la nada, en la coincidencia de los opuestos, la esencia diabólica del antipensamiento marxista.

Cualquiera puede leer las obras de nuestro marxista local Juan José Sebreli y espantarse de la fruición con que observa y diagnostica la marcha de los acontecimientos hacia esos objetivos.

De ninguna manera el Papa desvaloriza los beneficios de la revolución industrial, de los progresos técnicos, de la libertad económica, del respeto por la iniciativa y la propiedad privada, de la eficacia en la producción de bienes de los sistemas de libertad: al contrario. Todas eso ha sido siempre defendido por la Iglesia y basta, en lo que toca a Juan Pablo II, leer su encíclica " Centesimus annus " para corroborarlo.

Lo que, en cambio, el Papa y la Iglesia ven con alarma es a una técnica y una economía liberadas de la ética; o con una falsa ética basada en la omnímoda libertad de las conciencias individuas; o una moral y una política sin subordinación a Dios y sin ayuda de la gracia; ven con temor una libertad económica que solo pueden usufructuar los grandes capitales; o la posibilidad de una economía encaminada al servicio del puro consumismo, desligada de la promoción de esos bienes que realmente hacen al hombre digno; o una economía que transforme siempre al otro en adversario y competidor y nunca en hermano y solidario, y se despreocupe del débil, del inútil, del inocentemente ineficaz.

Por supuesto, que la Iglesia sabe que las leyes económicas, a su nivel, como las de la física o las de la química, son férreas y no admiten voluntarismos utópicos. El comunismo y los estatismos socialistas han mostrado cruelmente su final ineficacia para promover la producción de bienes y aún su justa distribución.

No es eso lo que el Papa ha querido rescatar de ellos cuando ha hablado de sus semillas de verdad . Se ha referido a algunos de esos fines humanitarios y de defensa del débil y del pobre, que con medios ciertamente equivocados y perversos pretendió alcanzar el socialismo. Banderas por otra parte sustraídas a la predicación cristiana y que solo en la cosmovisión católica alcanzan su verdadero significado y dimensión.

Por eso, si la legítima y necesaria libertad económica no se encuadra en una verdadera dimensión ética; si respetando el principio de subsidiariedad, no se promueven y protegen las economías familiares, regionales y nacionales y la pequeña industria, y, en cambio, se abren todas las puertas a los reyes de la selva internacionales; si el individuo, sin lazos, sin comuna, sin patria, sin Dios, se pierde en la polvareda de la humanidad universal donde, solo y sin estructuras eticopolíticas, habrá de resignar su libertad en los grandes empresarios o morirse de hambre; si no se logra un sistema político y cristiano que permita el acceso a los resortes del estado a los verdaderamente mejores para que vigilen con probidad los intereses del bien común y la libertad y bienes de las personas; si la libertad no es algo más que el acceso animal al consumismo, a la pornografía, a la desestructuración de la familia y de las costumbres y al poder elegir siempre lo peor; si la libertad que ha permitido el surgir del mundo moderno no se arraiga nuevamente en su origen y justificación que es Cristo Jesús, Rey y Señor... nuestra civilización estará mucho más soñolienta y bastante menos virgen que las doncellas dormidas y sin aceite, cuando llegue el inevitable momento de enfrentarse con la realidad, que es una de las extrañas e imprevistas maneras que tiene el Novio de llegar.

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