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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1994. Ciclo B

32º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     12, 38-44
Jesús enseñaba a la multitud:«Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más seve­ridad» Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y co­locó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir»

Sermón

Una de las acusaciones que se suele hacer a la historia es que ella es poco confiable, porque generalmente ha sido escrita por los supervivientes, por los vencedores. ¿Qué sería de una historia de Roma contada por Cartago, o del segundo conflicto mundial contado por un nacional socialista ?

Pero otro de los reproches que puede hacerse y se hace a la historia, es que ella siempre es relatada por las clases cultas y desde la óptica del poder... Los grandes protagonistas son príncipes, generales, presidentes, ministros... y, los grandes hechos, batallas, revoluciones, cambios de dinastía... La vida común de la mayoría, las menudencias de la vida cotidiana, del existir de las familias y personas, escapa a la mirada de esta historiografía... Desde Herodoto , pasando por Tácito y llegando a Toynbee , la óptica del pueblo sencillo, de la gente común, es ajena a la atención de los relatos. Los esfuerzos de los estudiosos por rescatar la cotidianeidad del pasado encuentra pocos documentos que la retraten: solo arqueología, golpes de suerte -como la preservación de Herculano o de Pompeya-, tumbas, o antiguos depósitos de basura...

Pero esta óptica parcial no es solo privativa de la historia. Basta abrir un diario o ver un noticiero de televisión para darse cuenta de quiénes son los que nos muestran como protagonistas, los nuevos príncipes y reyes de nuestro medio: políticos, ministros, grandes empresarios, algunos sindicalistas, actorzuelos, y los falsos profetas de nuestro tiempo: los omnipotentes periodistas, capaces de lanzar a cualquiera a la fama o retrogradarlos a la oscura zona del anonimato, imponer una idea o descartarla...

Es así como no solo la historia menuda, sino acontecimientos importantísimos de lo que constituye también la vida de los argentinos pasan completamente desapercibidos...

Por ejemplo ¿cuántos sabrán que hace menos de una semana más de cinco mil personas tuvieron la oportunidad, en el Teatro Colón, de escuchar la bellísima Misa en si menor de Juan Sebastián Bach dirigida por Rolf Beck ?

¿Quién sabe que en las próximas semanas tendremos la oportunidad de escuchar también los maravillosos oratorios Elías de Mendelssohn -dirigido por Yehudi Menuhin- y El Mesías de Haendel, tocados ambos en el Colón por la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires?

Cincuenta personas tocando el bombo frente al Congreso es noticia, porque tiene que ver con los popes de la política; la venida dentro de cuatro meses de los Rolling Stones, también, porque son capaces de movilizar masivamente a la pobre carne de cañón de los votos y del consumo; pero un grupo de personas comunes que, cada una va a vivir una experiencia profunda, personal y liberadora, en la música de estos genios, eso apenas merece un par de renglones en un rincón perdido de los diarios.

El Elías de Felix Mendelssohn : magnífico comentario a la primera lectura que hemos escuchado. No se lo pierdan, el sábado que viene. Mientras los falsos profetas de Baal, personificados por un coro apenas viril de voces agudas y chillonas, claman en desentonado conjunto a su impotente dios, y el pueblo, engañado, espera de ellos, Elías. el profeta del Señor, con una hermosa y potente voz de bajo, se adueña de la escena y, a través de la exquisita música de Mendelssohn, pasa de la sorna y el desprecio por la impotencia de los profetas del error, al tono humilde, y a la vez seguro e imperativo, del que, en nombre del verdadero Dios, creador del Universo, se constituye también en Señor de las cosas, y es capaz de hacer caer el fuego del cielo.

Pero Mendelssohn sabe bien que su música no ha de cantar solamente el poder y la gloria de Dios y su señorío sobre el universo. Porque ese Dios, precisamente porque Señor de todas las cosas, es Señor no solo de lo grande, del fuego y el agua del cielo, sino también de lo minúsculo. Siendo creador del universo entero, es también el creador de cada uno. Y su gloria y su poder lo pone al servicio de aquellos a quiénes ama, aún de los más pequeños. De allí que, especialmente conmovedora, sea, en la música de este oratorio - Elías -, la voz de soprano de la viuda de Sarepta -la protagonista de nuestra primera lectura de hoy-. Una buena cantante es capaz de hacer de ese papel una pieza maestra de sutileza: el paso de la desconfianza de la mujer, a la esperanza y, luego, al exultante agradecimiento. Porque el Dios de los cielos y la tierra también se ocupa de ella, la pobre viuda.

En el oratorio de Mendelssohn aparece constantemente el contraste entre el anonimato de las masas extraviadas por los profetas de Baal y las figuras que dejan de ser anónimas porque Dios las toca en humildad y les da nombre con su amor: la viuda, los ángeles, el niño... En cambio: la impotencia final de los que se creen poderosos, el rey Akab y la reina Jezabel. Y, penúltima escena, el encuentro de Elías con Yahvé en el Horeb, cantado en un coro inolvidable, que subraya la presencia de Dios no ya en el trueno, en el fuego, en el terremoto, sino en el susurro de una brisa, en el hablarte Dios constantemente en los acontecimientos pequeños de todos los días...

Y todo termina con un coro bellísimo, contrapuntístico, que anuncia el día en que ya no importarán los poderosos, los que notan los periodistas y los historiadores, sino los pequeños, la gente menuda. La culminación del oratorio es la conmovedora intervención coral " Aber einer erwacht von Mitternacht " -" Pero alguien despertará de la noche "- anunciando la venida de Cristo, la llegada de aquel que acabará con la prepotencia de los poderosos y hará que los justos, no los que parecen grandes, resplandezcan en su Reino como el sol.

¡Lo que ha de haber sido la primera representación del Elías, en 1846!: Mendelssohn, el primer director de los tiempos modernos, introductor de la batuta y quedándose en el podio desde el comienzo al fin de la obra sin ceder la dirección al primer violín, como se hacía antes. Dicen que era una especie de magia lo que lo unía con la orquesta. Los dos mil espectadores del estreno en Birminghan no salían de su asombro y, terminada la ejecución, después de un silencio emocionado donde no volaba ni una mosca, que hizo temer a Mendelssohn el fracaso de su obra, le vivaron interminablemente.

Es que Mendelssohn no era en vano un hombre profundamente religioso, ni tampoco en vano había sido el gran redescubridor de una de las obras cumbres de la humanidad La pasión según San Mateo de su venerado Juan Sebastián Bach, después de centenario olvido.

Tampoco es casual que una de las obras que más haya dirigido en su Gewandhaus de Leipzig haya sido El Mesías de Jorge Federico Haendel , del 1741, que también vamos a ver próximamente en el Colón por la Filarmónica y que no hay que perderse. Ese Mesías del cual todos conocen el Aleluya que hoy se usa lamentablemente para cualquier cosa, y aún así sigue sonando imponente.

Y si el Elías de Mendelssohn es un magnífico comentario para la primera lectura, el Mesías lo es para nuestro evangelio de hoy: el Dios que se hace cargo de lo pequeño, la gloria de Dios manifestada a la virgen aldeana, a los pastores, a la viuda; esa misma gloria de Dios estallando en el alleluya de la Resurrección después del abandono y la pequeñez de la Pasión. Gloria ofrecida a todos los hombres, no solamente a una pequeña casta de privilegiados o poderosos. Ya no es la marcha triunfal que acompaña al general victorioso, o la solemne música de una coronación, o la explosión de trompetas y bronces -o de bombos- que anuncian la llegada del personajón: es el alleluya de cada cristiano, de cada uno de nosotros, valorado por Dios en lo que somos por dentro, no en lo que vestimos o tenemos por fuera. Son coros de ángeles los que acompañan al cristiano, aunque no los escuche el mundo; son palabras secretas de ángel las que consuelan a Jesús en el monte de los Olivos, no abrazos de señorones. Cuando Haendel terminó de escribir la última nota de su alleluya, se puso a llorar y así lo encontró, bañado en lágrimas, el sirviente que enviaron a buscarlo porque tardaba demasiado. Algo de eso le había pasado a Bach mientras escribía la Pasión.

Cuando en su estreno londinense el rey Jorge II escuchó el Alleluya se impresionó tanto que, sin darse cuenta, se puso de pie, y con él toda la sala. Así quedaron de pie hasta el final del oratorio.

Desde entonces es costumbre que, en la ceremonia de coronación de los soberanos de Inglaterra, se lo cante siempre.

Pero esa no era la intención de Haendel: " No quisiera que mi Mesías sirviera sino para hacer mejores a los hombres " -decía-, y su música no había sido escrita precisamente para festejar a los reyes y los poderosos, sino más bien para exaltar la grandeza del cristiano, la humildad de la virgen, la humillación de su Hijo, la fé de los pastores, el gesto pequeño de la viuda.

No que el cristianismo se complazca en lo mezquino, o lo sórdido, o lo ínfimo. De ninguna manera. Sino que sabe descubrir la grandeza que se oculta también en aquello que el mundo y la prensa y los dueños de la historia no aplauden. La viuda de nuestro evangelio de hoy, o la que alimenta a Elías a pesar de su pobreza, no son dos sujetos lamentables, sino al contrario grandezas ocultas, pruebas de que aún en lo no apariscente, en los que no ocupan los primeros asientos, ni las primeras planas, ni les gusta ser saludados por las plazas o entrevistados por los periodistas, ni hacen largos discursos, aún en éstos es capaz de esconderse auténtica dignidad, verdadera nobleza.

La viuda que da su pequeña moneda de cobre no es más pequeña, de ninguna manera, no, sino mucho más grande, que el ricachón que pone en el cepillo de lo que le sobra.

Dios sabe valorar esas medidas del alma, esos valores del espíritu que no aparecen en los periódicos, ni son reconocidos por títulos, ni por puestos, ni por diplomas, ni por medallas, ni por cuentas bancarias, ni por trajes cortados a medida.

El cristianismo no es de ninguna modo -como decía Nietzsche - la reivindicación de la miseria, ni la envidiosa rebeldía de los pequeños y los débiles, sino la valoración de lo que es realmente grande y fuerte en el hombre, y el ofrecimiento de poder llegar a ser así, de ser santos, a todos, aún a los que recién tendremos un nombre en el diario en el aviso fúnebre que nos pague PAMI en El Clarín. No precisamente por haber sido poco, sino porque, desde cualquier situación, alta o baja, que nos haya colocado Dios, habremos llegado a mucho, si hemos tratado de vivir esa grandeza cristiana que, en los labios de Jesús que nos llama y que nos nombra, nos rescatará del anonimato, de la masa, para siempre, cuando sentados junto con la viuda y sus moneditas de cobre, toquen exclusivamente para nosotros, a plena orquesta y a plena voz, los coros exultantes de los ángeles.

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