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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1996. Ciclo A

32º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo    25, 1-13
«Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite;  las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas.  Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron.  Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan" Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis" Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: "En verdad os digo que no os conozco" Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.

Sermón

Uno de los barrios más lindos de Roma es el Trastevere, lugar tipicísimo si los hay, lleno en nuestros días de restaurantes para turistas, pero en época papal el arrabal reo de la ciudad. Allí todavía se habla el mejor romanaccio, el lunfardo romano y, a pesar de la invasión de turistas, en sus callejas retorcidas todavía puede palparse allí el sabor de los estratos populares de la vieja urbe. Es uno de los pocos lugares de la ciudad que tienen vida nocturna, con sus callejones y piazze iluminados por viejos faroles, y música canyengue surgiendo de las ventanas abiertas, de los grupos reunidos en las calles y por supuesto de las fondas. De día en cambio es un barrio muerto; pareciera que el jolgorio y la fiesta estuvieran asociados en la mente de la gente más con la luz artificial en medio de la noche que con la luz del día. Así ha sido en la tradición de todos los pueblos: al ponerse del sol, reunidos alrededor del fuego amigo, como si la alegría estallara más por contraste combatiendo el miedo, la oscuridad y el silencio de la noche, que en el ajetreo laborioso de la jornada. Quizá sea por ello que a la cada vez mayor tristeza de sus días, nuestra juventud opone un cada vez más tardío volcarse a la artificialidad luminosa de las discotecas. Sea lo que fuere de ello, no por nada la fiesta de bodas a la cual se refiere el Señor en nuestra parábola de hoy tiene que ver con el brillo de las antorchas que rompe las tinieblas de la vigilia y con los cantos y gritos de las muchachas y los amigos del novio que destruyen la quietud del letargo nocturno.

En el corazón del Trastevere la via de la Lungaretta desemboca en una amplia plaza adoquinada, en cuyo centro se encuentra la fuente más antigua de la ciudad, hoy muy restaurada, centro de reunión de americanos y alemanes pelilargos, mochileros, con aritos, poco amigos de baño y si de la guitarra y la jeringa, y a cuya vera se levanta el palacio de San Calixto, perteneciente a la santa Sede. Pero lo que, a pesar del pobre espectáculo de la humanidad allí reunida, domina ese amplio espacio es la fachada bellísima de la basílica de Santa María in Trastevere, probablemente la primera iglesia de Roma abierta al culto después de la persecución. Iniciada por el papa Calixto en el año 226 y terminada por San Julio en el 341, reconstruida en el siglo XII por Inocencio II y luego muy restaurada, se conserva casi tal cual hasta nuestro días. Y lo que más llama la atención es el tímpano de la fachada, con preciosísimos mosaicos del siglo XIII, que fulguran iluminados en medio de la noche y que representan precisamente 10 figuras femeninas, cinco por lado: las de uno de ellos, coronadas y con faroles prendidos en las manos; las del otro, las cabeza despeinadas y sus faroles sin luz.

Sin embargo esta no es la representación más antigua de nuestra parábola. Quien quiera seguir paseando por Roma, ahora cruzando hacia el otro lado del Tiber y transponiendo los muros aurelianos por la puerta Tiburtina, puede llegar a la basílica patriarcal de San Lorenzo extramuros. Allí, a través del claustro de esta iglesia -mandada construir por Constantino sobre la tumba del mártir Lorenzo- puede introducirse en una de las catacumbas menos conocidas de la ciudad: las catacumbas de Santa Ciríaca, matrona romana dueña del lugar, convertida al cristianismo, y que había cedido sus terrenos para cementerio cristiano clandestino, cuyo primer huésped fué Lorenzo. Allí, en uno de los túneles, se encuentra una pequeña celda, con un sarcófago del siglo III que lleva esculpidos una figura orante y dos medallones de los santos Pedro y Pablo a los costados, y que está ubicado contra una pared que, arriba, tiene pintado un fresco de ese mismo siglo en el cual están representadas también nuestras diez muchachas, Cristo en el medio. A su izquierda las cinco necias, que se distinguen por sus antorchas apagadas y sus caras tristes inclinadas hacia el suelo; a su derecha, las cinco prudentes, a quienes mira Cristo con un brazo levantado señalando el banquete del cielo. El fresco está magníficamente conservado, justamente porque se visita poco. Vale la pena verlo.

Más deteriorada está la pintura que se encuentra en la catacumba de Santa Agnese Santa Inés, también extramuros, en la via Nomentana. Dibujada sobre el arcosolio de una tumba, representa, en el centro, a la difunta en actitud orante: a su derecha, de pie, las cinco vírgenes prudentes, vestidas de dalmática y con cintas de púrpura sobre la frente, en sus manos derechas la antorcha encendida, en la izquierda un vaso de óleo. La primera de las cinco golpea una puerta que da a una sala donde se desarrolla un banquete. A la izquierda, otras cinco mujeres, ciertamente también representando a las prudentes, pero ya habiendo entrado a la fiesta. Están sentadas a una mesa donde hay dos fuentes, una botella y dos panes. Figuración a la vez del cielo y de la eucaristía. A menos que las primeras sean las necias que habiendo vuelto de comprar el aceite y vueltas a prender sus lámparas golpean y no pueden entrar.

Sin más que la parábola de Cristo ha despertado siempre, con su dramatismo, la imaginación de los cristianos. Ese terrible final del quedar afuera, de la voz que sale de adentro diciéndonos “no os conozco”. Frase famosa, ya que era la que en las escuelas rabínicas, cuando el alumno se portaba mal, le lanzaba el maestro, “no te conozco”, prohibiéndole así durante siete días todo trato con él.

Jolgorio de las fiestas de boda, encuentro en las calles del cortejo del novio con el de las amigas de la novia, cantos, panderetas, luces de antorchas. Que traducir lámparas es incorrecto, porque uno podría pensar en esas lamparitas de aceite, hechas de barro, que se encuentran en todos los museos y se usaron durante siglos en la antigüedad. No: ellas solo servían casi como velador, como mucho para un pequeño escritorio y, además, en griego se llamaban líjnoi . Aquí el texto griego dice lampades , es decir palos en cuyas puntas se arrollaban trapos o estopa impregnados de aceite. Daban una buena llama, chispeante, alegre, pero de duración menor. Había que tener aceite de repuesto para, una vez raspados los restos carbonizados de la estopa, volver a empaparlos.

Para un oriental la imagen de las luces y el jolgorio nocturno se asocia siempre a la alegría de la fiesta, del tiempo compartido, del vino y del banquete. Es obvio que en labios de Jesús el cuento apunta a los últimos tiempos; ya comenzados con la luz que trae Cristo a los que transitamos los senderos oscuros de este mundo falsamente iluminado y lleno de trampas que desvían al hombre de los verdaderos fines y lo distraen de los auténticos valores.

Esa luz que los hebreos identificaban con la sabiduría de Dios que hoy hemos oído alabar en la primera lectura : “la sabiduría es luminosa y nunca pierde su brillo”.

Por ello las muchachas que están bien provistas de aceite son llamadas por nuestro evangelio prudentes. El término prudentes no traduce bien al original griego frónimoi que, más bien, significaría sensatas, o inteligentes, o sabias, con esa sabiduría o ciencia no de academia, sino de vida que ilumina al hombre para conducirlo en la tarea de lograr felicidad tanto para si como para los demás. Esa sabiduría que en la Biblia está identificada con la ley de Dios. Ella es la que alumbra la ruta del hombre en su peregrinar hacia la vida. Lejos de ser la ley divina una imposición que nos viene de afuera para limitarnos o probarnos, es la mismísima sabiduría de Dios que se nos ofrece para que la aprovechemos en orden a nuestra plenitud.

Pero la sabiduría de Dios en lunguimirante y mira no a llevarnos a cualquier bien o satisfacción temporal, sino a la abundancia de la felicidad celeste, que aunque a veces se anticipa en ratos de esta vida -y normalmente es también fórmula de felicidad terrena- por momentos puede oponerse a deseos de placeres y gustos temporales, e incluso obligarnos a renuncias que aquí abajo suenan a importantes.

De todos modos, como la saciedad y hartura del cielo están al final de un camino que puede ser largo, según el decurso del tiempo de nuestro existir terreno, esa sabiduría puede opacarse, la luz extinguirse, y contaminarse con las neblinosas luces de este mundo, y sorprendernos la llegada del esposo sin reservas de aceite en nuestros frascos.

Diferentemente a otras parábolas, aquí no se habla de la vigilia de la espera, del no dormirse, del estar atentos. En realidad tanto las muchachas inteligentes como las tontas se adormilan de igual manera. El asunto está en la previsión, en el vivir habitualmente dependiendo de la luz.

Esa luz no se puede adquirir fácilmente a último momento. Al banquete celeste no podemos entrar llegando tarde y golpeando la puerta desesperados -como tampoco al banquete de la Eucaristía, para que nos aproveche, pensando en él dos minutos antes de comulgar-. Es verdad que Dios es capaz de salvar aún al buen ladrón en el último instante de su vida. Pero ciertamente ese instante viene preparado por actos y pensamientos anteriores. En la misma situación el otro ladrón se burla de Cristo. Es evidente que había algo en ambos, preparado desde antes, que los hizo responder en esa instancia a uno bien y al otro mal. Es por eso que a uno la comunión lo santifica y al otro no le hace nada.

Nadie puede tener esperanzas, al menos humanas, de que a último momento tendrá las fuerzas suficientes para elevar su corazón a Dios en un movimiento de entrega en la fe y el amor, si no ha bebido fe y practicado amor a lo largo de su vida. No por nada aún el pagano Séneca afirmaba que la vida -todfa la vida- era una preparación para la muerte. La muerte como ofrenda gozosa a Dios no se improvisa; al banquete no se entra golpeando la puerta descomedidamente en el último instante.

Y esto no es teoría: el cristiano que no lee, que no reflexiona, que no hace meditación, que no estudia, que no embebe sus puntos de vista con la sabiduría de Dios en la lectura de la Escritura, de los santos, de los teólogos y filósofos cristianos, y tiene solo encendida y humeando una tea que apenas ha mojado con lo que aprendió de chico en su casa, en el catecismo, en la escuela, o lo que escucha distraídamente alguna vez en Misa, o el que no es cotidianamente coherente con lo que dice profesar, no estará suficientemente provisto para enfrentar el advenimiento repentino de Cristo; y no digo solo en el momento de su muerte, sino en esos instantes claves -¡ ya viene el esposo, salid a su encuentro !- en que es necesario elegir, jugarse, darse entero, por Cristo o por la pavada, por la plata, por el consuelo, por la compañía, por el placer, por lo que sea. Y allí no habrá nadie que nos pueda ceder aceite de sus reservas, -por más que quieran, las muchachas sabias no pueden ceder su aceite a las necias-: Dios quiere que las grandes decisiones las hagamos desde el fondo mismo de nuestra responsabilidad y libertad personal.

Quien guarda aceite en sus reservas vive sin sobresaltos su existencia normal en una actitud cristiana que baña todo lo que hace, de tal modo que sus momentos regulares de oración hacen que todo lo demás que ha de obrar -porque es un ser humano y está en este mundo y quizá es padre o madre de familia, estudiante o director de empresa, empleado o profesional- también sea la prolongación natural de esa oración que lo transforma en un hombre sabio, prudente y alegre. Cierta vez, a Luis Gonzaga, el hijo mayor del marqués de Castiglione, que había renunciado a sus derechos de sucesión para hacerse jesuita, mientras estaba en un recreo jugando, le preguntaron que es lo que haría si se le revelaba que en diez minutos moriría. Contestó: “seguiría jugando”.

Porque Luis tenía abundante aceite en sus frascos, y jugando o rezando, dormido o despierto, estuvo siempre preparado para recibir, con la antorcha encendida, a su Señor.

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