El partido de los saduceos, a quienes menciona hoy nuestro evangelio, era un grupo aristocrático de judíos vinculados a las familias sacerdotales del Templo de Jerusalén y que conformaban el sector más poderoso, tanto económica como políticamente, de la dirigencia de Israel. Su nombre 'saduceos' les venía del apellido Sadok que tenía su supuesto antecesor, Sumo Sacerdote del templo de Jerusalén en la época de Salomón.
En realidad provenían de la aristocracia de la época macabea, hacia el ciento y pico AC, caracterizada por la resistencia a la impiedad y a la asimilación a la cultura griega, época en la cual se ubica la acción de la primera lectura que hemos escuchado
Sin embargo, con el tiempo, al ser gente de dinero, su trato con los romanos, con los griegos y con la alta sociedad les fue haciendo menos impermeables a la cultura helena. Dado su status social de privilegio su política con los romanos fue de entendimiento: procuraban mantener el orden para que los romanos los dejasen tranquilos. Tanto los fariseos como el pueblo los solían acusar por ésto de colaboracionistas.
Sin embargo, en lo religioso, los saduceos seguían pasando como más conservadores que los fariseos, pues aceptaban sólo la tradición escrita , la Torá o Pentateuco, es decir solo los primeros cinco libros de nuestra Biblia actual, no todo lo que se había dicho y redactado después. Sospechaban de los Profetas, y, el resto de los escritos, los tenían como heréticos, al mismo tiempo que no daban ningún valor a la tradición oral y a la legislación de los rabinos fariseos que más tarde integraría el Talmud.
Y, dado que en la Torá ni se menciona una retribución después de la muerte, y mucho menos una resurrección, los saduceos la negaban olímpicamente. Afirmaban que Dios retribuía ya en este mundo y que la riqueza y el poder eran el premio de Dios a los buenos en esta tierra.
El resto del judaísmo, en cambio, había avanzado, en su concepción del hombre y de Dios, bastante más allá de las ideas del Pentateuco que defendían los saduceos. Justamente la primera lectura que hemos escuchado del libro de los Macabeos nos muestra como, en la situación de extrema persecución que afecta al judaísmo en la época del dominio griego, al comprobarse que de ninguna manera los mejores eran retribuidos en este mundo, sino por el contrario que los más fieles eran perseguidos, torturados y muertos, su inconmovible fe en el Dios creador del universo, los hace elevarse a la esperanza de la justicia futura: " Tu malvado nos privas de la vida presente, pero, ya que nosotros morimos por sus leyes, el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna", hemos escuchado exclamar recién a uno de las víctimas de los griegos.
Esta doctrina de la resurrección no era solamente rechazada por aquellos que descreían de cualquier supervivencia en el más allá, como los saducesos. El mundo del pensamiento griego y las religiones paganas aceptaban una especie de vida en el más alla. En realidad todos ellos creían firmemente en la inmortalidad del alma. Lo que rechazaban con repugnancia, en cambio, era, muy precisamente, la resurrección.
Hay que tener en cuenta que prácticamente la totalidad de las filosofías paganas, desde el estoicismo, pasando por el platonismo y el aristotelismo, extendiéndonos al budismo o al hinduismo, todos estaban concordes en que el estado del ser humano en esta vida era transitorio y decadente. Lo que el hombre tenía de propiamente humano, su alma, su espíritu, se había mezclado con la materia, entreverado con el cuerpo, a consecuencia de alguna caída primigenia o de pecados anteriores. Debía, pues, liberarse de este cuerpo para volver, como una chispa, a sumergirse otra vez en el fuego primordial, en el Espíritu divino, en el alma universal. De tal manera que estar en el cuerpo era malo. Del cuerpo -sostenían- venía al hombre su individualidad, sus sufrimientos, sus pasiones, sus pecados. La muerte por tanto era una liberación. El alma, despojada del lastre de su corporeidad, volaría a unirse otra vez con el océano de lo divino, de lo puramente espiritual.
De tal manera que para un griego o un hindú oír hablar de 'resurrección final' era un disparate ¿para que debería el alma querer otra vez sujetarse a la prisión del cuerpo y derramarse nuevamente en la multiplicidad del tiempo y del espacio, a menos que tuviera algo que purificar? La corporeidad era enemiga del hombre, solo valía su espíritu.
El mismo judaísmo, más adelante, en la tradición talmúdica y medioeval, influído por la filosofía neoplatónica más creerá en la inmortalidad del alma que en la Resurrección. El famoso Maimónides que, obligado por los datos bíblicos, todavía sostenía en el siglo XII que habría una resurrección, decía que ella se realizaría aquí en la tierra para fundar el reino Mesiánico, pero que la verdadera eternidad estaba más allá de lo corporal y lo terreno, sería puramente espiritual. De hecho el judaísmo moderno prefirió, en la época del iluminismo, inclinarse por la inmortalidad del alma, más que por la resurrección. En nuestros días sus opiniones se dividen.
El cristianismo, en cambio, supera tanto la doctrina de la inmortalidad del alma como una doctrina crasamente biológica de la resurrección. La inteligencia de ésta se apartó de todo contenido grosero cuando se hizo clara la diferencia que existía entre la vuelta a la vida de Lázaro y la Resurrección de Jesucristo. Una cosa era la corporeidad de Cristo durante su vida terrena, otra la de su Estado post pascual. El cristianismo entendió la resurrección no ya como un retorno a la vida, ni una reencarnación terrenal, sino como una transformación de todo el ser humano que superaba los cauces comunes de nuestro tiempo y nuestro espacio.
El cristianismo, siguiendo las intuiciones del viejo testamento, no piensa de ninguna manera que el hombre esté compuesto por dos porciones heterogéneas de existencia: una racional, espiritual, la otra corporal: "un alma enterrada en un cuerpo" como decía Platón. El hombre no es la suma de dos cosas, alma más cuerpo, es una unidad plena, una realidad psicosomática. No se entiende un cuerpo humano separado de su alma -un cadáver no es un cuerpo humano-: ni se entiende un alma separada de su cuerpo. La pervivencia del hombre de ninguna manera consistirá en la caricatura de supervivencia de un espíritu flotante y desencarnado; Dios invita a la salvación a todo el hombre, no solo a una hipotética porción de lo que realmente es.
Por eso a la Iglesia y a la liturgia le gusta mucho más hablar de Resurrección del hombre que de inmortalidad del alma.
Pero insiste en que esa Resurrección de toda la persona consistirá en una metamorfosis, en un cambio, en donde conservando el ser humano su individualidad y por lo tanto su corporeidad, ésta será metamorfoseada, "espiritualizada" -dice San Pablo- en el sentido de embargada y transida por el espíritu de Dios que lo elevará a la participación de su propia Vida. Pero ese hombre nuevo seguiré siendo yo mismo: no me perderé en el piélago anónimo de lo divino, de Brahma, de Buda, del Uno, del Bien, como dirían las filosofías orientales o griegas; ni seré un alma peregrinante de cuerpo en cuerpo hasta que me libere definitivamente de la materia como afirman las doctrinas de la transmigración o reencarnación o de la inmortalidad de sola el alma... sino que con mi mismo nombre y mis mismos amores y mis mismas opciones y mi mismo sexo, yo -no anónimo, ni fantasmal, ni apátrida, ni asexuado, ni sin familia- yo mismo, alcanzaré la vida divina que Dios me regalará en eterno diálogo de amor.
El hombre antiguo pensaba -aún admitiendo una cierta inmortalidad del alma- que, de hecho, no había en esta vida manera de prolongar la existencia sino mediante los hijos. La descendencia, la paternidad, era como dejar para el futuro, más allá de la muerte, la semilla de uno mismo, e hijos y nietos que lo revivieran al menos en el recuerdo. De allí que el matrimonio no tenía casi otro significado que el de permitir al hombre este dilatar la vida. Tanto es así que su significado de amor pasaba a segundo plano. Allí estaba la arcaica ley del levirato -practicada antiguamente por asirios, hititas y cananeos, e imitada por los judíos- que, para que un hombre no quedara sin descendencia y muriera para siempre, si pasaba a mejor mundo antes de tener un hijo con su mujer, un hermano debía unirse con ella en nombre del muerto y el hijo que saldría se consideraba de él.
No era cuestión de amor marital, era cuestión de prolongación de la vida. De allí que Cristo responda a la objeción ridícula de los saduceos que, en su nuevo estado -dado que el hombre que sea juzgado digno de ella participará de la vida imperecedera de los hijos de Dios, al modo de los ángeles que gozan de su presencia- ya no necesitará prolongar su vida en hijos, y por eso no se casará.
La Resurrección sin embargo nos habla de que todo aquello que ha pertenecido a nuestra vida y nuestra persona y nuestro cuerpo, no se disuelve: aquellos con quienes hemos anudado lazos de amor en esta vida, sean lazos de sangre o no, aquello que ha constituido nuestra identidad, nuestros gustos, nuestros paisajes, nuestras opciones, ¡nuestras renuncias! ... todo ello lo recuperaremos con creces, rejuvenecido en juventud divina, transfigurado, metamorfoseado, en el don de la Resurrección.