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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2001. Ciclo C

33º Domingo durante el año
(GEP 18-11-01)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 21, 5-19
En aquel tiempo: Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «De todo lo que contempláis, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido» Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la se­ñal de que va a suceder?» Jesús respondió: «Tened cuidado, no os dejéis engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: "Soy yo", y también: "El tiempo está cerca" No los sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones no os alarméis; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin.» Después les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, os detendrán, os perseguirán, os entrega­rán a las sinagogas y seréis encarcelados; os llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto os sucederá para que podáis dar testimonio de mí. Tened bien presente que no deberéis preparar su defensa, porque yo mismo os daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de vuestros adversa­rios podrá resistir ni contradecir. Seréis entregados hasta por vuestros propios padres y hermanos, por vuestros parientes y amigos; y a muchos de vosotros os matarán. Seréis odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se os caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvaréis vuestras vidas»
Sermón

Caído el muro de Berlín y, con él, demostrado el fracaso del comunismo y de las teorías socialistas en general; eliminado el que parecía ser el mayor de los peligros para la paz del mundo; demostrado que la libertad de empresa y de iniciativa eran el único método para garantizar la prosperidad económica de los pueblos; muchos pensaron que se iniciaba una era de paz y prosperidad universal que, triunfante el liberalismo, mediante la globalización, no tardaría demasiado en llegar a todos los pueblos. El teórico de esta esperanza o utopía fue Fukuyama , en su obra " El fin de la historia " del 1992, sobre quien en su momento corrieron ríos de tinta. Yo mismo recuerdo haber dado una conferencia en aquel tiempo en un centro de investigaciones sociales. Por supuesto que, en cuanto apareció la obra, muchísimos la rechazaron como una simplificación ingenua de la historia: desde nuestro compatriota Juan José Sebrelli , en " El vacilar de las cosas ", 1994, que sostenía que la derrota del comunismo no era sino un momento dialéctico de la historia y, por tanto, una contribución al afianzamiento del verdadero marxismo, hasta el británico Samuel Huntington , en " El choque de las civilizaciones ", del 93, que avizoraba, más allá de las previsibles bonanzas económicas de la nueva era, un terrible conflicto de civilizaciones, entre ellas el de occidente contra el Islam (aunque también hablaba del conflicto latente con el hinduismo y el confucianismo).

Por supuesto que quienes señalan, entre otras, la situación actual de nuestro país para denostar el supuesto fracaso de las doctrinas neoliberales, tratan de ocultar perversamente que, si las cosas no funcionan -al menos en el campo de lo meramente económico- es precisamente porque ellas no se han aplicado coherentemente y se continúa permitiendo la existencia de monopolios, la intervención prepotente del Estado en manos de políticas cambiantes y manejadas por políticos rapaces y corruptos, la presencia intimidante de sindicalistas aferrados a sus privilegios, cargas impositivas confiscatorias que sofrenan cualquier actividad empresaria, reglamentaciones intrincadas que desalientan cualquier iniciativa privada, imposibilidad de apelar a una inexistente justicia y otras causas que es propio de los economistas enumerar, no del cura. En todo caso no se detecta que, si el liberalismo es perverso lo es, no en cuanto la necesaria libertad para invertir, trabajar y ganar que defienden los ecónomos, sino en cuanto al libertinaje que provoca en el campo de las ideas, de la política y aún de los comportamientos delictivos, permitiendo que cualquier clase de perversión religiosa, ideológica o ética se enseñe desde los parlantes y las cátedras, cualquier forma de inconducta y de espectáculo deprimente y vocabulario soez se tolere en nombre de la libertad de expresión, del arte y del periodismo desde las tablas y las pantallas, todos puedan introducir su ponzoña y sus semillas de depravación en la mente de nuestras masas ignorantes y, sobre todo, de nuestros jóvenes y, para peor, se encarne en el intocable y avieso sistema partitocrático, promotor de una nueva clase de inviolables compuesta a la par por periodistas y políticos en contubernio, y eximidos de todo gravamen y responsabilidad.

Lamentablemente el utopismo de la nueva era, del nuevo milenio, también se introdujo en ciertos ámbitos eclesiásticos. En nombre de la libertad religiosa y del ecumenismo y del diálogo interreligioso cayeron todas las barreras y defensas de la verdad. Toda discusión, toda defensa de lo cierto, se tildó de integrista, de mala, de poco caritativa. Se pidió perdón por supuestas intolerancias del pasado. Se creyó que con ello se terminaría con los fanatismos y, por consiguiente, con las guerras de religión. Se pensó que el último Concilio o el Nuevo Milenio o los carismas iluminados de ciertos jerarcas eran capaces de realizar mágicamente lo que no habían podido lograr siglos de nuestros predecesores en la fe. Se puso toda la liturgia, toda la predicación, todas las oraciones, toda la modernosa literatura pseudoreligiosa al servicio no de la gloria de Dios y de Cristo sino del Hombre, de la supuesta justicia social, o de la serenidad y paz interior, o de la tranquilización de la conciencia de los pecadores, mediante pastorales del facilismo y de la comprensión universal... Nada es pecado, todo Dios lo comprende, lo perdona, aunque de parte nuestra no haya el más mínimo deseo de cambio de conducta. Es innecesario predicar a Cristo, ya que cualquiera puede salvarse -en una salvación que la misericordia de Dios da por descontada para todos- con tal de que permanezca de buena fe en su falta de escrúpulos, su impudicia o su aberrante superstición. No hay que ofender a nadie afirmando que Cristo es la única o entera verdad y el único salvador... Si hay que apuntar a algún mal cuanto mucho se habla de corrupción, sin reconocer las causas profundas de ésta que es la apostasía, el rechazo de Cristo.

De hecho lo único que se logró fue introducir la confusión en las mentes de los sencillos, esterilizar las misiones, transformar la acción de la Iglesia en un mero trajinar pseudosocial, dejar desamparadas en territorios no católicos enteras cristiandades, vaciar el pensamiento cristiano, y convertir el evangelio en una vaga ideología masónica, de fraternidad universal, de socialismo práctico, de trascendencia nula.

Peor aún, la época dorada anunciada a la vez por Fukuyama, Kiessinger, la Trilateral, los partidarios de la globalización y aún ciertos eclesiásticos se nos está mostrando una especie de pesadilla o, si no queremos ser tremendistas -al fin y al cabo podríamos estar peor-, lejos de las ilusiones suscitadas. No solo en el campo de lo económico -en donde pareciera que, al menos los bienes de consumo, a la larga, cada vez están al alcance de mayor cantidad de gente, (hasta los afganos pueden acceder a aspirinas que nuestros bisabuelos ni siquiera conocían)- sino en el del crecimiento nulo de la fe, de las conversiones inexistentes, de la práctica religiosa exangüe, de la inedia de vocaciones, de la fibra anémica de los católicos, de la moralidad pública en continuo declive... Del otro lado: la proliferación de sectas y pseudorreligiones de odio y cimitarra, la aniquilación sangrienta de enteras comunidades católicas y, en el campo de lo meramente natural, la indefensión de los buenos, la proliferación de la delincuencia, la imposibilidad del acceso a la verdadera justicia, la carencia de solidaridad social, la avalancha de la drogadicción, del alcohol, de la incontinencia, de la homosexualidad y del SIDA ...

Los acontecimientos internacionales de los últimos tres meses, que tanto han conmovido la opinión pública, no son sino el aspecto notorio -porque tocó una pantalla bien visible de nuestra sociedad occidental- de algo que viene sucediendo 'in crescendo' en todo el mundo desde hace muchos años y que solo el poder mediático, aplaudiendo falsos espejismos y esperanzas, la ceguera de dirigentes religiosos y políticos, el dogma del progreso indefinido del cual han vivido las últimas generaciones, han podido ocultar.

Pero no vamos a batir el parche en estos infortunios ni pintar oscuramente el futuro para regodeo de los 'profetas de calamidades' -como les llamaba Juan XXIII - y mucho menos de ávidos lectores de profecías de Nostradamus o de supuestos mensajes celestiales. Tampoco insistiremos cavernosamente, a lo Ben Laden , que cualquiera con 10 millones de dólares puede conseguir en el mercado negro armas nucleares o que es baratísimo distribuir ántrax u otras bío agresiones por correspondencia o por las cañerías de distribución de agua... No nos haremos eco del astrofísico Stefen Hawking incitando a la humanidad a dejar cuanto antes la tierra en vehículos espaciales buscando planetas donde reinstalar y conservar la humanidad.

Mal que bien la historia del hombre -y aún de la Iglesia- nos demuestra que ninguna época fue perfecta. Que puede que las haya habido mejores y peores, pero que todas tuvieron su mezcla proporcionada de acontecimiento lo suficientemente buenos como para poder dar gracias a Dios de estar en esta tierra y atisbar algo de las maravillas de su bondad y su poder creador, y lo suficientemente malos como para darnos cuenta de que la bondad de Dios aún no ha dicho la última palabra, y poder apuntar, desprendiéndonos de la pegajosidad de los bienes de este mundo, a los bienes definitivos.

El hombre ha podido sobrevivir -e incluso recoger porciones de felicidad- aún en las condiciones más extremas: aún en la esclavitud, en la prisión, en los campos de concentración, en las más dolorosas separaciones o muertes o enfermedades propias o de seres queridos. Más aún: desde la perspectiva cristiana, esas espantosas condiciones pueden transformarse incluso en ocasión de mérito y de santidad.

El evangelio de hoy se inscribe en el llamado género apocalíptico: una forma literaria que ubica siempre los dramas individuales y sociales en perspectivas definitivas, en conflictos últimos. No tanto porque se refieran a los postrimeros tiempos, sino porque describen un aspecto permanente, aunque no exclusivo, de toda realidad y de todo tiempo. Es verdad que la predicción de Jesucristo respecto a la demolición del templo de Jerusalén se refiere a un acontecimiento puntual y, en su ciencia profética, a sucesos que se verificarían muy pronto, cuando Tito , treinta años después, y Adriano , ochenta luego, cumplieran al pie de la letra lo de que no quedaría, del fastuoso edificio, piedra sobre piedra. De todos modos no parece gran profecía sobre nada el vaticinar que, en el lapso de sean los años que fueren, todas las obras de los hombres desaparecerán. Sin contar terremotos, fallas, movimientos tectónicos, hundimientos, guerras, desgaste natural... ya sabemos que, en el mejor de los casos, en no más de cuatro mil millones de años la misma tierra desaparecerá tragada por una ineluctable explosión solar.

Y, sin embargo, lo que realmente cuenta no son los miles de millones de años de historia cósmica, ni siquiera las decenas de miles de la humanidad, sino la ¡ay! tan breve vida de cada uno de nosotros. Sin las desmesuras tremebundas propias de visionarios agoreros, Cristo anuncia a sus discípulos que toda vida cristiana tiene sus necesarias contradicciones y su relativamente cercano fin. Lejos de venir a predicar falsas utopías de amor, de fraternidad universal, de sociedades en las cuales se habrá erradicado la injusticia y la violencia, en este mundo -afirma- ser cristianos estará sujeto siempre a la tentación de los embaucadores, a la persecución de los malos ¡y aún a la de los buenos! ... Y que, lejos de ser esas persecuciones, adversidades, inundaciones, terremotos... castigos divinos o desgracias inimaginables y mucho menos amenazas de nuestra dulce Madre del cielo, son como el marco normal de todo auténtico seguimiento de Cristo.

Es una pena que en nombre de ilusiones de escritorio, de declamaciones principistas, de predicaciones religiosas, de objetivos irrealizables -para peor, sermoneados ofreciendo soluciones voluntaristas que en realidad empeoran la situación- en lugar de excitar a la gente a la rebeldía, de convencerlos de que lo que padecen es una situación de injusticia, de que sus males se deben a la perversidad de otros, que se puede repartir lo que no se tiene, que ajustando dos o tres cositas la vida podría ser perfecta, que los bienes aparecen sin trabajo, sin inversiones y sin riesgo, que uno puede violar impunemente las leyes naturales y no sufrir las consecuencias porque la misericordia de Dios puede hacer el milagro de que mezclando pólvora con fuego esta no explote... no se enseñe que la única manera de enfrentar las desdichas, las limitaciones propias de esta vida y las contradicciones por querer mantener a toda costa una conducta cristiana, es unirse a nuestro Señor, vivir oración y sacramentos, respirar el santo espíritu de Cristo que nunca nos abandonará y que siempre estará allí, al lado nuestro, para inspirarnos las respuestas y brindarnos su fortaleza y su consuelo.

El año litúrgico culminará el domingo que viene con la solemnidad de Cristo Rey. El evangelio del domingo de hoy nos pone en presencia de las realidades extremas que nos pueden ofrecer los acontecimientos de este mundo. Y nos dice que la esperanza cristiana no se funda en ninguna construcción de los hombres por más bella y sólida que sea, a la manera del templo espectacular de Jerusalén ni de cualquier rascacielos de este mundo. Ni su seguridad en fortaleza herodiana o pentagonal alguna. Tampoco, dice el evangelio, las peores realidades -guerra, amenazas, torturas, enfermedades, mutilaciones, muerte...- son la última desgracia, puesto que, para el cristiano, también son ocasión de testimonio y de mérito. Predicar tonterías como que 'el progreso es el nuevo nombre de la paz', o que hay que combatir la corrupción sin ninguna apelación a la fe, o que la fraternidad logrará lo que no consigue la gracia de Cristo, o que mediante el respeto mutuo y la libertad de todas las creencias es posible realizar en este mundo el paraíso, o que con que los países ricos den a los países pobres todo se arregla, es traicionar el mensaje del evangelio. Jesús no viene a traer un anuncio mesiánico, utópico, humanista, mundialista, masónico, sino la buena noticia de que, más allá de los desaguisados de los hombres y de los límites irreductibles a donde alcanza su torpe naturaleza, Él, nacido en las purísimas entrañas de María, tiene poder para obtenernos la victoria definitiva, que solo puede alcanzarnos, en la santa Iglesia, el Dios único, trascendente y verdadero, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

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