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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2003. Ciclo B

33º Domingo durante el año
(GEP 16/11/03)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     13, 24-32
Jesús dijo a sus discípulos: «En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte. Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pa­sarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre»


Sermón

"No estés abatido. ¡Mira! Ya no hay poderoso en los proyectos de la tierra. Lo que se ha hecho es como si no hubiera sido hecho. La tierra ha sido totalmente destruida, sin que quede nada; sin un pensamiento para ella, sin una palabra, sin una lágrima. El disco solar se ha velado, no brillará ya para que las gentes puedan ver. (....). Todo lo bueno se irá, se extenderá la tierra de miseria. Los enemigos vendrán del este (...) La fortaleza será demasiado débil. La guardia no oirá al enemigo. Se escalará con una escala por la noche. Morirá el que duerme tanto como el que está despierto. La tierra vivirá confusión."

"Pero ¡anímate: Un rey surgirá por el sur. Tomará la corona blanca, llevará la corona roja. ¡Alegraos hombres de su tiempo! El hijo de un hombre se hará famoso para siempre jamás. Los que cayeron en el mal y concibieron la rebelión morirán del terror que él inspira. "

Acabo de leer un pasaje de la llamada profecía de Neférty , que nos ha llegado en un papiro egipcio que data del Nuevo Imperio, hacia el año 1500 AC y se conserva en el Ermitage de San Petersburgo.

Como Vds. habrán notado, el estilo nos es familiar. Podemos encontrar innumerables pasajes de tono semejante en nuestras Sagradas Escrituras, sobre todo en los libros proféticos y apocalípticos.

Textos de esta índole no solo los hallamos en la Biblia y en la civilización egipcia, sino en antiguas inscripciones en piedra, tablillas y pergaminos del país de los Hititas, de Mesopotamia, Mari, Grecia, Roma, por hablar solo de civilizaciones afines a nuestra tradición histórica.

El hombre siempre ha sentido temores frente al futuro, ha intentado descifrar los enigmas del porvenir. Frente a amenazas o peligros verdaderos o imaginados, ha procurado recurrir a poderes sobrehumanos, o a quienes, de buena fe o farsantes, afirmaban poder convocarlos.

No es una costumbre ya sepultada en el pasado. Sabemos bien de cantidad de gente de nuestro tiempo, de nuestro propio barrio, que recurre a diversas clases de adivinación, magia y brujerías. Sus practicantes y expertos sacan avisos en los diarios. Algunos ocultando las antiguas prácticas con nuevos nombres: profesores de parapsicología, expertos en fenómenos paranormales, medicinas alternativas...

Tiradores de carta, Tarot, videntes, lectores de manos, de fondos de tazas de café, de movimientos de pequeños péndulos... gozan hoy de la misma salud que gozaron durante milenios arúspices, adivinos, augures, nigromantes, pitonisas, pitias, oráculos, agoreros, zahoríes...

Y no solo el hechicero, el brujo de las tribus primitivas. Existían los grandes santuarios dedicados a la predicción del futuro, a las consultas, como el de Delfos , en Grecia, al cual se acudía de todo el mundo conocido a recibir las revelaciones de Apolo ; o el de las sibilas de Eritrea , en Asia Menor o Cumas , cerca de Roma (¡los famosos 'oráculos sibilinos'!). Estaban también los adivinos oficiales que rodeaban a los poderosos, a los reyes y reyezuelos de la antigüedad (y no de demasiada antigüedad). Formaban parte de todos los ejércitos. En Roma, decidían si emprender o no una batalla, si iniciar tal negocio, si casarse o embarcarse -como aún dice el dicho popular-. El hombre confiaba más en presagios, en vaticinios, en predicciones, en agüeros y oráculos que en la propias previsiones de su inteligencia y de la razón.

Por la cantidad de prohibiciones a todo tipo de hechicería, adivinación, invocación de muertos y supersticiones que encontramos en la Biblia, podemos colegir que fue difícil desterrar estas prácticas entre el pueblo de Israel. Más aún, todavía se hallan en ella viejos relatos de éstas, como cuando Saúl intenta consultar al espectro de Samuel ; o las piedras de adivinar, 'urim' y 'tumim', que el Sumo Sacerdote -si bien en época histórica ya eran solo un adorno-, guardaba en una bolsita adornada sobre el pecho, el 'efod'. La historia de la monarquía tanto israelita, del Norte, como judía, del Sur, menciona frecuentemente grupos de profetas que servían a las necesidades de la casa real. 'Profetas de corte' que eran consultados por el rey para tomar sus decisiones.

"Profetas de Baal, profetas engañosos", les llaman los verdaderos profetas. Porque es verdad que, en sus lejanos orígenes, los profetas del pueblo judío pudieron asemejarse a los adivinos de otros pueblos; muchos de ellos hablando o pronosticando en estado de trance provocado por la droga, por el humo, por la danza, por ritmos histéricos. Pero aquellos que, finalmente, Israel y la Sagrada Escritura reconocieron como auténticos, lejos de ser adivinos, solo eran predicadores -eso quiere decir etimológicamente 'pro-feta', el que habla delante de otro-. Oradores, maestros, que en perfecta lucidez, mirando los acontecimientos y comportamientos de los dirigentes y del pueblo, no podían sino deducir las consecuencias de ellos.

En la infidelidad manifiesta a la voluntad de Dios expresada en los mandamientos, racionalmente veían la semilla de secuelas funestas y por eso las anunciaban. A la manera como cualquier médico, frente a una conducta insana, puede pronosticar futuras enfermedades; o un economista, ante medidas irracionales, el hundirse y el empobrecerse de un país. Una cosa es el pronóstico , la prospección , deducidos a partir de hechos que contienen en si mismos las causales de efectos determinados o que habitualmente los acompañan -"la rama de higuera que echa hojas y anuncia el verano" como ejemplifica Cristo-, y otra el presagio enfermizo según el cual, se haga lo que se haga, sucederá lo anunciado. Aunque Layo quiera evitar por todos los medios el cumplimiento del oráculo de Delfos de que sería muerto por su propio hijo, los dioses implacables harán que Edipo termine por matarlo sin saber que es su padre y uniéndose a Yocasta , su propia madre.

Las profecías de la Sagrada Escritura, en cambio, son condicionadas, a la manera de las de un médico: "en el caso de no hacer esto les sucederá esto y aquello". Tanto que Jonás protesta porque, habiendo predicho la destrucción de Nínive, no pasará nada de lo anunciado, porque los ninivitas se convierten. Es el hombre el causante de su propio futuro mediante su libertad; no la voluntad prepotente e implacable de lo divino o del destino. Y no son sortilegios, ni amuletos, ni ceremonias propiciatorias, ni pulseritas de cinta colorada, las capaces de torcer la voluntad divina, sino el cambio de la propia conducta, el camino de la verdad, la prudencia en elegir los medios honestos y adecuados para ir construyendo el futuro según el amoroso querer de Dios.

Dios ha establecido las reglas de juego de nuestro actuar humano en el hondón mismo del ser: desde las leyes que presiden la física, la química y la biología y que investigan los científicos, hasta las leyes de la psicología humana, y de su realización ética y política. Está en el hombre el asumir libremente estas reglas de juego, aumentando por ello mismo su libertad, o violarlas, soportando sus predecibles rebotes y reacciones.

Es verdad, en cambio, que no son previsibles, sino solo esperables, deseables, 'impetrables', las intervenciones de Dios que están más allá de nuestra naturaleza: sus iniciativas de amor, la locura de querer ofrecernos su amistad, su propósito de regalarnos su eterno vivir feliz, más allá de toda posibilidad de obtenerlo por nuestros propios méritos o nuestra ciencia o nuestra técnica. Todo ese mundo de lo sobrenatural -que no hay que confundir con lo mágico, lo milagroso o lo paranormal-: la gracia que supera nuestra naturaleza; la unión -en Cristo- del hombre con Dios; la gloria que nos transformará definitivamente por medio del Espíritu de Jesús, todo eso, ciertamente, entra en el campo de lo que no podíamos suponer ni preparar.

No es el hombre el capaz, con sus fuerzas y previsiones, de subir al cielo; sino el Hijo del hombre el que, del cielo, baja a lo terreno. Eso sí es lo novedoso que también, más allá de lo previsible humanamente, anuncian los profetas, nos dicen las Escrituras y se expone en lo que es auténtica Revelación.

Y sin embargo, los momentos y lugares de esas intervenciones quedan reservados al saber del Padre, " ni los ángeles del cielo, ni el hijo, solo el Padre ". No hay que estar tontamente indagando o esperando acontecimientos últimos, escatológicos, sino viviendo y aprovechando cristiana, inteligentemente, el presente que va construyendo nuestro porvenir, hasta que Dios lo disponga.

Cuando Marcos escribe su evangelio, en Roma, corrían rumores de guerra inminente en Palestina. El alzamiento judío estaba en ciernes, se olía en el aire. La cruenta persecución de Nerón había dejado sus huellas sangrientas en la Iglesia y eran un anticipo de lo que los romanos podían hacer con los cristianos si la represión se desencadenaba otra vez, si los judíos (que en esa época los romanos ponían junto a los cristianos en la misma bolsa) se levantaban.

En ese clima, judíos y cristianos, como en toda época de crisis y más en medio de una sociedad supersticiosa como la romana, ansiaban seguridades. Proliferaron profecías y visiones, apariciones, signos, mensajes que, al mismo tiempo que anunciaban la catástrofe, la interpretaran favorablemente como un gran castigo que Dios infligiría al enemigo. Escritos que, torciendo el previsible curso de los hechos, pronosticaban el triunfo de los judíos o de Cristo. Se ve que corría, incluso, un escrito, de tipo panfleto, surgido en ambiente cristiano, que juntaba a los oráculos judíos recuerdos de frases dichas aquí y allá por el mismo Jesús. El llamado "pequeño Apocalipsis de Marcos", todo el Capítulo 13 del cual hoy hemos leído solo los últimos versículos, está basado -dicen los exegetas muy probablemente en ese escrito delirante, voceando la intervención apremiante de Dios, el fin del mundo, el triunfo inmediato de la Iglesia mediante una portentosa jugada de Dios, y la destrucción del enemigo.

A pesar de todas las cautelas de la Iglesia, estos anuncios han sido siempre una de las recurrentes tentaciones de muchos cristianos. Aún aquí, en la Argentina, hemos tenido ese tipo de profecías truchas: el ejército liberador que vendría del norte, la sangre en el Río de la Plata, la victoria del catolicismo, la prosperidad final de la Nación, visiones atribuidas aquí a Don Orione, allá a Don Bosco, más acá a la vidente de éste o aquel santuario a construir ...

Así nos fue. Ninguna visión nos pronosticó el corralito, ni la pesificación, ni, en su tiempo, el rodrigazo... y tantas otras cosas espantosas que nos pasaron. Aunque cualquier persona más o menos sensata hubiera podido perfectamente prever que, apóstatas de Cristo, violadas las leyes naturales, conculcado el derecho de propiedad, elevados al poder los demagogos, toleradas las coimas, los negociados y el soborno, las cosas irían de mal en peor. Y no se necesita ser profeta para darnos cuenta de que las cosas, ahora, tampoco mejorarán, promovidas leyes protectoras de delincuentes, legalizada la inmoralidad, el divorcio, la homosexualidad, perseguida la policía, destruido el ejército, convertida la Iglesia en una agrupación más, apenas defensora de la moral y, para peor, de la democracia, confiscados sistemáticamente los bienes de los que invierten, trabajan y producen para mantener inútiles por vocación y piqueteros... No: no se necesitan profecías ni visiones para saberlo. Y Dios no vendrá necesariamente a salvarnos de nuestras ineptitudes, ni de la de nuestros políticos.

Por eso Marcos, recogiendo frases auténticas de Cristo, se ocupa de corregir el escrito apocalíptico y pinchar el globo. Habría que leer en casa todo el capítulo 13 en donde Marcos admite: "está bien; se oyen sí rumores de guerra, de pestes, de terremotos, de que Roma mandará sus tropas a Judea a aplastar la rebelión". Pero, a cada paso, Marcos pone en labios de Jesús: "no hagan caso, todavía no es el fin" y "si aparecen algunos en mi nombre, llamándose Mesías o diciendo 'el Mesías está allí' o 'está aquí', no les hagan caso". Es verdad que vendrán muchos problemas, eso es previsible, cualquiera que defienda la justicia y la verdad y quiera comportarse como hombre en medio de cualquier sociedad corrupta es lógico que padezca aislamiento, persecución. Tanto más el que sigue a Cristo Jesús. Pero no tiene que esperar por ello ninguna intervención del cielo para salvarlo en esta tierra, en este mundo. " Mi reino -dice Jesús en el evangelio de Juan- no es de este mundo, si lo fuera hubiera ordenado a legiones de ángeles que me salvaran y lo hubieran hecho ". No, apunta Marcos: lo único que te salvará es la paciencia, el tratar de modificar las cosas con tu esfuerzo, la confianza, en todo caso, de que todo sucede de acuerdo al plan de Dios y para nuestro bien, la coherencia de tu vida cristiana, el escuchar y seguir Su Palabra. Al fin y al cabo, "el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán".

Y, nos dice hoy nuestro evangelio, será recién terminada tu vida en este mundo, no durante tu vida en este mundo, -y para ello Marcos usa las imágenes de la apocalíptica: el sol que se oscurece, la luna que deja de brillar, las estrellas que se caen- recién allí, vencedor del pecado y de la muerte, Jesús, el Hijo del Hombre que desciende del cielo triunfará.

Lo de siempre, pues: el corazón del evangelio. Como meta final: la Resurrección, la esperanza de cielo, y, en esta tierra, el combate, la fidelidad a la Palabra de Dios, el cumplimiento de nuestros deberes, las previsibles consecuencias de nuestros actos, la inteligencia y el tesón puestos no solo en nuestra tarea de hacernos santos con la ayuda de la gracia, sino de construir nuestra familia, nuestras empresas -a lo mejor, lentamente, nuestra patria- viviendo en serio, a pesar de toda oposición y dificultad, nuestras convicciones, nuestros amores, nuestra profesión, nuestros estudios, nuestro querer hacernos auténticos varones y mujeres, hermanos de Cristo, hijos de Dios, sabiendo que, sean cuales fueren aquí los resultados de nuestro empeño, al final de nuestras vidas, veremos al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria.

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