1972. Ciclo A
33º Domingo durante el año
(GEP 19-11-72)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 25, 14-30
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos es como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo al tercero, a cada uno según su capacidad; y después partió. En seguida, el que había recibido cinco talentos fue a negociar con ellos y ganó otros cinco. De la misma manera, el que recibió dos ganó otros dos, pero el que recibió uno solo hizo un pozo y enterró el dinero de su señor. Después de un largo tiempo, llegó el señor y arregló las cuentas con sus servidores. El que había recibido los cinco talentos se adelantó y le presentó otros cinco. "Señor -le dijo-, me has confiado cinco talentos: aquí están los otros cinco que he ganado". "Está bien, servidor bueno y fiel -le dijo su señor-; ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor". Llegó luego el que había recibido dos talentos y le dijo: "Señor, me has confiado dos talentos: aquí están los otros dos que he ganado". "Está bien, servidor bueno y fiel, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor". Llegó luego el que había recibido un solo talento. "Señor -le dijo-, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!" Pero el señor le respondió: "Servidor malo y perezoso, si sabías que cosecho donde no he sembrado, y recojo donde no he esparcido, tendrías que haber colocado el dinero en el banco, y así, a mi regreso, lo hubiera recuperado con intereses. Quitadle el talento para dárselo al que tiene diez, porque a quien tiene se le dará y tendrá más, pero al que no tiene se le quitará aún lo que tiene. Echad afuera a las tinieblas, a este servidor inútil: allí habrá llanto y rechinar de dientes"».
Sermón
Uno de los grandes mitos de nuestra época y que perturba profundamente el orden natural de las sociedades y de las cosas es el tan decantado de la igualdad. Una de la tres palabras mágicas de la Revolución Francesa : “libertad, igualdad, fraternidad”. Según este moderno dogma somos todos iguales y cualquier diferencia o distinción hiere la justicia y es un atentado a la humana dignidad. El ideal de toda sana sociedad sería, pues, el de limar toda desigualdad, discrimen, divergencia, de tal modo que finalmente esta igualdad se encarne en estructuras sociales que la impongan.
Yo, por mi parte, espero no llegar a ver nunca ese día. Ya son bastante horribles esas imágenes que nos llegan de la China Roja de Mao, con todos vistiendo el mismo uniforme, manejando las mismas bicicletas y viviendo en casas todas idénticas. O lo que ya se palpa en nuestros países: la mayoría pensando, actuando y deseando gregariamente las mismas cosas de acuerdo a la aborregada mentalidad uniforme que le insuflan tiránicamente los medios masivos de comunicación.
Pasemos de lado disparates inconcebibles como el de que todos los votos valgan igual. O que sean los alumnos, como sucede en algunas facultades, quienes dicten el programa de estudios a los profesores; o que la opinión del futbolista se haga valer como la del docto –como vemos en ciertas mesas redondas de la televisión-. Hay cosas que, gracias a Dios, rechaza el mero sentido común. Y lo demuestra el hecho de que nadie, habitualmente, cuando está enfermo recaba, para curarse, la opinión de Chunchuna Villafañe, sino que acude a un médico; ni, cuando está por construir una casa, va a recurrir a la votación de los vecinos sino que contrata a un arquitecto.
No. Así, groseramente concebida, este tipo de igualdad choca con el realismo de una común inteligencia, al menos para resolver los problemas que nos afectan directamente. Empero, sutilmente, puede ir influyendo negativamente en conceptos básicos para la subsistencia de la sociedad. Como, por ejemplo, el concepto de justicia. A todos igual; a todos de la misma manera; a todos lo mismo. Y esto es un disparate mayúsculo, porque, muchísimas veces, tratar a todos por igual constituye la máxima injusticia.
Sería una iniquidad, por ejemplo, tratar de la misma manera al honesto que al sinvergüenza, al loco y al prudente. Y cualquier madre o maestra sabe muy bien cuántas barbaridades pueden realizarse en nombre de la igualdad, y cómo cada hijo o cada alumno requiere ser tratado y exigido de acuerdo a sus distintas aptitudes o capacidades. La igualdad de la justicia no es la igualdad aritmética o de grandor absoluto –tratar a uno y otros idénticamente, cualquiera que sea su mérito- sino la igualdad geométrica o de proporción –tratar al uno y al otro ‘en proporción' a su mérito-. No puede ser tratado de la misma manera el bueno que el malo, el zonzo y el inteligente, el niño y el adulto, la mujer y el varón, el sano y el enfermo, el erudito y el ignorante. Cada cual de acuerdo a lo que es.
Porque - ¿y quién podrá discutirlo?- es evidente que no todos somos iguales. Hay, sí, una igualdad básica y fundamental, pregonada por primera vez en la historia justamente por el cristianismo, en cuanto participamos todos de la misma naturaleza humana, hemos sido todos redimidos por Cristo y llamados a idéntica bienaventuranza eterna, pero aparte ello, muchas y grandes desemejanzas nos distinguen: edad, sexo, nación, inteligencia, raza, habilidad, altura, salud, fuerzas, ideas, fortuna, virtudes.
Y no veo por qué el reconocer estas disparidades haya de resultar odioso, salvo porque nuestro orgullo es incapaz de tolerar humildemente la superioridad del otro o nos hace despreciar su inferioridad.
Por eso, ya desde antiguo, hubo algunos que, como Orígenes, teólogo del siglo IV, patriarca metafísico del igualitarismo, pretendía que Dios, seguramente, había creado todas las cosas iguales y que la diversidad de éstas y la desigualdad de las personas provenían del pecado de la criatura, como hoy, con otras palabras, afirman los marxistas. A esto contestaba San Agustín que ‘de ninguna manera', que, desde el principio, Dios ha creado la variedad de las distintas cosas y hombres. Y esto no es sino riqueza y exuberancia de la creación; a la manera como la belleza de un cuadro surge de los distintos colores y formas; la armonía de una sinfonía de las distintas intensidades y diferentes notas y la funcionalidad de un cuerpo vivo de la desigualdad de los distintos órganos.
Y, así, entre los hombres, son las desigualdades las que permiten la organización y empuje de una sociedad. ¿Qué sucedería si todos fueran zapateros o todos varones o todos viejos o todos curas? La sociedad humana se hace vivaz y se enriquece porque unos saben cantar maravillosamente y otros no; unos saben jugar al futbol y otros son unos pataduras; algunos manejar una máquina otros escribir un libro; o conducir una fábrica; o pensar; o educar los niños; o gobernar. Todos complementándose mutuamente.
No, señores, no todos somos iguales –y eso lo sabe perfectamente cualquiera que maneje hombres y sepa lo difícil que es encontrar el hombre adecuado para cada puesto-. Los seres humanos no son de ninguna manera piezas intercambiables entre si. Y no hay peor injusticia que la de tratar de meter a todos en el mismo brete o engañarlos diciéndoles que son todos iguales y que es la causalidad o la injusticia la que puso a uno al frente de la oficina y a otro a barrer el piso, a uno en una cátedra universitaria y a otro a abrir y cerrar puestas en un hotel. Que existan diferencias injustas nadie lo duda, pero afirmar que toda diferencia es injusta en una soberana majadería.
A unos Dios ha dado cinco talentos, a otros tres, a otros, uno.
Pero, a renglón seguido, lo que hay que decir, para disipar todo equívoco, es que las diferencias naturales y adquiridas no se han dado a nadie para afirmar su superioridad sobre los demás ni para despreciarlos. Porque el hombre forma parte de la sociedad –es un animal social, decía Aristóteles-. Todas sus riquezas, sus superioridades, sus talentos, su inteligencia o ingenio deben cumplir una función social. Mi mayor inteligencia o conocimiento no me ha sido dado solo para mí o para dominar al ignorante o engañar al tonto, sino para ponerla a su servicio, para guiarlo. Mi riqueza no me ha sido concedida para explotar al pobre sino para ayudarlo. “El don que cada uno ha recibido póngalo al servicio de los otros” , dice Pedro en su primera epístola (4, 10).
Cualquiera sea mi superioridad –y todos tenemos alguna respecto de los demás- está para ponerla al servicio del que, en ello, me es inferior. En una sociedad bien ordenada mis inferioridades se compensan con las superioridades de los otros y mis talentos se ponen al servicio de lo que de ellos carecen.
Y solo así puede funcionar una comunidad humana, aprovechándose harmónicamente de las legítimas diferencias de sus componentes. Cuando cada cual tira para su lado y pretende usufructuar sus superioridades para su propio y exclusivo beneficio, entonces la sociedad se destruye. Así se legitiman los clamores de quienes, equivocadamente, pretenden desconocer la existencia de toda desigualdad, cayendo en peores males.
Por eso sepámoslo bien: nadie es dueño exclusivo de sus talentos y todos en última instancia provienen del Dios que nos ha creado y nos los ha dado. El que no sepa hacerlos fructificar, el que no quiera usarlos en beneficio de sus hermanos y los entierre en el jardín de su egoísmo, tema –y más tema cuánto más haya recibido- escuchar un día la terrible reprimenda del Señor: “Servidor malo y perezoso… Echen afuera, a las tinieblas, a este servidor inútil; allí sí que habrá llantos y rechinar de dientes”