Mal que bien, o por haber estado allí o por haberlo visto en fotografías, todos conocen el Arco de Tito, en Roma, al comienzo de la vía Sacra. Cercano al ingreso a los foros romanos y al Palatino que se puede hacer desde el lado del Coliseo, al lado de Santa Francesca Romana.
Es un arco de triunfo relativamente pequeño –mucho más chico que el de Septimio Severo o que el de Constantino- pero que, para la historia cristiana, presenta un gran valor. Si uno se mete debajo de su arcada y observa las frisos esculpidos, ve, de un lado a un general romano, Tito, en su cuadriga y coronado por la victoria y, del otro, una extraña procesión de prisioneros y de botín de guerra. En ese botín se distinguen nítidamente una mesa de oro, trompetas de plata y un candelabro áureo de siete brazos.
Todos esos objetos no figuran sino los despojos de la terrible lucha que se había desencadenado, treinta años después de la muerte de Cristo, entre judíos y romanos. Los mencionados eran los objetos más sagrados del Templo de Jerusalén. La ‘mesa de las ofrendas' frente al Santo de los Santos; las ‘trompetas de plata' con que los sacerdotes llamaban a la oración en las grandes solemnidades; y ‘el candelabro' que ardía constantemente cerca de la ‘mesa de las ofrendas'.
En efecto, después de la muerte de Cristo, como Vds. saben, Pilatos duró poco en su puesto y diversos prefectos lo habían sucedido. Algunos buenos; otros malos. Todos tratando de seguir la política de los legados romanos en Siria, de cuya jurisdicción dependían y que, a su vez, estaban sometidos a las políticas cambiantes de los emperadores.
Después de la muerte de Tiberio, hombre relativamente prudente en sus relaciones con los países extranjeros, lo sucede el chiflado de Calígula. Calígula pretendía que le rindieran honores divinos y que pusieran sus estatuas, para ser adoradas, en todos los templos y santuarios del Imperio. Petronio, era, durante su reinado, legado en Siria. Conocía bien a los judíos y sabía que éstos no tolerarían la erección de una estatua del emperador en Jerusalén. Por eso fue dando largas al asunto, en medio de una gran inquietud judía. Pero, cuando Calígula se enteró de esta dilación, envío a Petronio la orden de suicidarse. En realidad, antes de que pasara nada, Calígula fue asesinado, el 24 de Enero del 41.
Lo sucedió Claudio –cuya vida se ha hecho popular por la novela “Yo, Claudio”, de Robert Graves, 1934 y recientemente vuelta a editar-. Hombre prudente, aparentemente zonzo, pero, en el fondo, inteligente, se olvidó de las imposiciones ridículas de Calígula.
Claudio
Aumentó el poder de su amigo Herodes Agripa, logrando así, en Palestina, una cierta tranquilidad. Pero a este Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande y hermano de Berenice, la cual luego fue amante de Tito –para los que hayan visto en el Colón “La Clemenza di Tito” (1)- se le da por convertirse en un judío piadoso y excitar al nacionalismo israelí. Claudio tiene que ordenarle que interrumpa la construcción de unas murallas colosales que estaba construyendo alrededor de Jerusalén. Y empiezan a proliferar sectas fanáticas de guerrilleros judíos. Entre ellos, principalmente, los llamados ‘zelotas', que se oponían ya desde los tiempos de Jesús a la ocupación romana y un grupo semejante, los ‘sicarios' -nacionalistas armados con dagas cortas, ‘sicae'- y dedicados a eliminar silenciosamente a sus oponentes políticos mediante el asesinato.
Sica
El procurador Antonio Félix , poco podía hacer contra éstos. Muerto Herodes Agripa en el 44 y, luego, Claudio en el 54, la situación empeoró. A Claudio le sucede Nerón y al procurador Félix, Festo, el que aparece en los Hechos de los Apóstoles hablando con Pablo. Luego lo sucede Albino y, finalmente, Gesio Floro, del 64 al 66.
Éste fue el que precipitó la situación. Coimero, sinvergüenza, no le bastaban los impuestos habituales y pensaba que estaba desaprovechando la única ocasión de su vida de hacerse rico. Como andaba corto de fondos entró con sus soldados en el Templo y, de su tesoro, se llevó 17 talentos de oro.
Los judíos no pudieron contenerse. Como gesto de burla y desprecio hicieron circular por la comunidad un cepillo para hacer una colecta “en beneficio del ‘indigente' Floro”. Lleno de rabia por el insulto, ordena, cruel e imprudentemente, sangrientas represalias y entrega parte de la ciudad a los soldados para que la saqueen. A esto sigue una matanza.
Es allí cuando estalló la rebelión. Floro debió huir precipitadamente de Jerusalén con sus pocos soldados y refugiarse en Cesárea. Como la rebeldía cundía por toda Palestina, Floro pidió refuerzos a Cestio Galo , el legado de Siria. Pero ambos fueron derrotados en varios combates.
Las noticias llegaron a Roma y, entonces, Nerón envió a uno de sus mejores generales, Vespasiano, para que asumiera la dirección de la represión. Desde el 66 al 68 Vespasiano fue ocupando, una a una, las plazas rebeldes. En el 68, con la 5ª, 10ª y 15ª legiones se encontraba ya frente a Jerusalén.
Justo allí, muere Nerón y, en el 69, “Año de los cuatro emperadores”, se suceden asesinados uno tras otro: Galba, Otón y Vitelio .
Frente a esta confusión las propias tropas aclaman a Vespasiano emperador, quien debe viajar a Roma para tomar el poder.
Deja a su hijo Tito que prosiga el ataque contra Jerusalén. En el 70 rodea completamente la ciudad y el hambre y la peste comienzan a hacer estragos entre sus pobladores. Finalmente, en Septiembre, las tropas romanas consiguen vencer los últimos reductos. Tito, que algo de 'clemenza' tenía -aunque no tanta como le atribuye la ópera de Mozart- quería salvar la ciudad y, sobre todo, su famoso templo, terminado recién cinco años antes, ya que, durante la época de Jesús, todavía estaba en construcción. Ofreció varias veces el armisticio a los rebeldes refugiados detrás de los muros del Templo y en la torre Antonia.
Los judíos, fanatizados, no aceptaron y, reanudada la lucha, un soldado arrojó una rama ardiendo en una de las cámaras del Templo. Tito, con un grupo de jefes trató de sofocar el incendio, pero, a pesar de sus esfuerzos no lo logró. Apenas pudieron salvarse la mesa, las trompetas y el candelabro. Todos lo demás fue destruido por completo. Los combatientes pasados a cuchillo. El resto de la población vendida como esclavos.
Destrucción del Templo de Jerusalén, Francesco Hayez (1867).
Jerusalén fue arrasada. Así se cumplió la profecía de Cristo: “ de todo lo que veis no quedará piedra sobre piedra ”. Hasta el año 1967 los judíos no volverán a ser dueños de Jerusalén.
Y, como curiosidad ¿qué pasó con el famoso candelabro de los siete brazos que se ha convertido hoy, junto con la estrella de David en símbolo del hebraísmo? Después del ‘Triunfo' representando en el célebre Arco, fue regalado y dedicado, consignado por Tito, a Júpiter y guardado durante años en el templo de Júpiter en el Capitolio.
Cuando Alarico saqueó Roma en el año 410 uno de los soldados se apoderó de él. Pero, huyendo con su rapiña, al atravesar el Tíber por el puente cercano a la actual sinagoga de Roma, otro soldado intentó disputársela. Mata al bárbaro, pero no pudo retener el candelabro que cayó al río.
Los viejos judíos de Roma afirman, todavía, que, en las noches serenas y sin luna, se lo ve brillar en el fondo del Tíber.
Alarico
Pero, lo interesante de todo esto, con respecto a nuestro evangelio, es que muchos biblistas afirman que Lucas lo habría escrito hacia el año 70 y pico, es decir, ‘después' de la caída de Jerusalén. De allí que si Vds. lo comparan con el pasaje paralelo de Marcos, notarán una notable diferencia. Marcos, según los mismos eruditos, escribió su obra ‘antes' de la toma de Jerusalén. En ese tiempo los cristianos todavía pensaban que la segunda venida de Cristo era inminente y que la destrucción del Templo profetizada por Jesús coincidiría con su regreso.
Lucas, en cambio, refleja la posición de un cristianismo que se da cuenta que entre la muerte y Resurrección de Jesús y su Venida última habría de pasar mucho tiempo: el tiempo de la Iglesia.
Es así que Lucas distingue nítidamente lo que en Marcos no estaba claramente separado. La destrucción de Jerusalén por un lado y, por el otro, el fin del mundo. De allí que haga afirmar claramente a Jesús: “Antes de que pasen todas estas cosas, os echarán mano y os perseguirán, daréis testimonio de mi nombre” (…) “con la perseverancia salvaréis vuestras almas.”
Es la misma problemática que acusa, muchos años antes, la epístola a los Tesalonicenses. A los cristianos que se dejaban estar y no hacían nada porque esperaban el inminente regreso de Cristo Pablo les dice: “los que no quieran trabajar que no coman”.
No. El fin del mundo no viene tan pronto. Ha comenzado dice Lucas el tiempo de la Iglesia.
Esa Iglesia que ha de permanecer hasta el fin de los tiempos, esperando la venida de Cristo, pero sumergida en la lucha contra los poderes del mal, la persecución de los judíos, las distintas tribulaciones de la vida, la predicación, el trabajo.
Este evangelio que hemos leído nos habla del sentido de la vida cristiana en este mundo. Ni el fin del mundo, ni nuestra muerte personal –que es nuestro particular y personalísimo fin del mundo- serán tan inminentes. El Cielo y el triunfo de Cristo esperan al fin del camino pero, mientras tanto, hay que luchar en este siglo, en medio de las tribulaciones, sostenidos por la perseverancia, trabajando y confiando en las luces y las fuerzas del Espíritu Santo, aún cuando todo a nuestro alrededor parezca derrumbarse y poniendo nuestras esperanzas en lo único definitivo, la eternidad.
Porque, de todo lo que tenemos a nuestro alrededor, tarde o temprano, no quedará piedra sobre piedra.
1- Fecha(s): 29 y 31 julio, 3, 6 y 8 de agosto. Dirigida por Paul Hager, con Heather Harper como Vitellia, Frederica von Stade como Sesto y Werner Hollweg como Tito