Que el universo se va a acabar, eso lo sabe bien la ciencia moderna. El sol y las estrellas no están hechos de una quintaesencia incorruptible, como pensaban los antiguos, sino que, como gigantescas pilas atómicas, están quemando su masa constantemente, transformando su hidrógeno en helio y energía. Nuestro sol al costo de 600 millones de toneladas de hidrógeno por segundo.
A ello hay que añadir el aumento progresivo e ineluctable de la entropía. Más la expansión uniformemente acelerada del universo. Todo apunta, en un futuro todo lo lejano que se quiera, pero ciertamente determinado, al colapso final de todas las galaxias y sus posibles mundos.
Entre ellos, seguramente nosotros, en nuestro pequeño planeta. Si es que antes no chocamos con algún cometa desorbitado o –posibilidad más cercana aún- si no se le ocurre a algún desorbitado gobernante o a alguna computadora en cortocircuito lanzar mortífera lluvia nuclear sobre esta pobre tierra, tan trabajosa y bellamente creada por Dios y lentamente arruinada por el hombre.
Pero no es de estos cataclismos finales de los cuales hoy debemos hablar. Porque tampoco el evangelio de Lucas quiere referirse a ellos. Ello ciertamente va a suceder algún día. De todas las grandes obras hechas por el hombre -puentes, diques, monumentos, satélites, autopistas y portaviones- “no quedará piedra sobre piedra, todo será destruido. Y habrá grandes terremotos y fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo”.
Jesús hoy no quiere hablar específicamente de ello, porque ese punto final, después del cual advendrá el triunfo definitivo de Cristo, no vendrá tan pronto. Aunque así lo esperaran los primeros cristianos, compartiendo las esperanzas de los judíos, tal como hemos escuchado en la primera lectura de Malaquías (3, 19-20). Los profetas solían usar las imágenes de estos grandes cataclismos como símbolos de la intervención definitiva de Yahvé a favor de la verdad y de la justicia. El día, “ardiente como un horno”, en que, finalmente, se castigaría a los malos y se premiaría los buenos. Entonces se instauraría, en este mundo, el Reino pleno de Dios y de su lugarteniente, el mesías, el ungido.
Esperanza equivocada que siempre revive en el corazón de tantos cristiano. “¡Ahora sí!” –venimos diciendo, ilusos, desde que tenemos uso de razón- ¡”Ahora sí se van a ir los corruptos y van a gobernar los honestos!”, “¡Ahora sí se va acabar la injusticia, el hambre, la inflación!”
Y a muchos hemos venido escuchando –candidatos de golpes o de partidos- “soy yo” el que va a arreglar las cosas, el que va a salvar la situación, “El tiempo esta cerca”. “Ahora, cuando subamos, cuando pase el invierno, cuando suban los políticos, cuando vuelvan los militares”.
Y Jesús continúa diciéndonos: “No los sigáis”; “No llegará tan pronto el fin”, la solución.
Por supuesto Él no nos dice que no se pueda hacer mucho por mejorar las cosas en este mundo. La acción del cristiano ha de encaminar gran parte de sus esfuerzos a ello. Pero, en este texto tan importante que la liturgia de la Iglesia ha querido colocar en las postrimerías del año litúrgico, antes del ultimo domingo, que será el próximo, en donde se celebra la victoria definitiva de Cristo Rey, Jesús nos muestra que a esa victoria no podemos acceder antes de haber peleado la batalla, antes de haber perdido en ella todos los pelos.
No tan rápido. Antes de eso, “los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados”, los llevarán ante la ONU y ante las comisiones investigadoras y ante los tribunales revolucionarios y ante los periodistas vendidos, ante los Neustad y los Grondona y ante Amnesty Internacional y ante los defensores de los guerrilleros elevados a jueces y ministros de la Suprema Corte.
“Serán entregado hasta por su propios padres y hermanos”, por sus jefes y camaradas, colegas y amigos y, a muchos de Vds., los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi nombre, a causa de la verdad y de la justicia, a cusa de la Patria y del honor, a causa de la honestidad y del coraje.
Y hasta serán crucificados en cárceles inhumanas en medio de verdaderos ladrones y sinvergüenzas. Como a Él.
Jesús nos lo dice claramente, sin eufemismos, sin engañosas promesas. No porque vaya siempre a suceder así en la vida de todos los cristianos sino porque todo cristiano tiene que estar preparado siempre para ello. Desde el fondo de su ser debe vivir ofrecido, en la patena del Calvario, a Dios.
Porque aún lo peor, humanamente hablando, no tiene que apartarnos de un jefe que nos ha prometido una victoria infinitamente mucho más rica que los triunfos pasajeros que puedan obtenerse en esta vida. Jesús nos describe la más atroz de las hipótesis no porque siempre tenga que realizarse, sino porque aún en ella –aún en el peor de los fracasos, de los dolores, de las soledades, enfermedades, injusticias, desprecios ¡cruces!- aún allí, o, mejor dicho, precisamente allí, es donde el cristiano puede, por fin, en la abnegación plena, lanzar su última carga, la de la victoria, solo, sin balas, pecho desnudo, a la bayoneta, hacia el bunker vomitando metralla de la maldad.
Para un cristiano, ninguna adversidad, ninguna pena, ningún descalabro, puede ser excusa para el abandono o la flojedad. El Rey no nos ha llamado a misiones fáciles, ni a salones dorados. No es rey de Versalles ni de minués. No es jefe de manifestaciones de bombos salvajes. Ni de saltos y grititos y banderitas por Callao y Santa Fe. No es repartidor de puestos, ni de bancas en congresos, ni de ascensos fáciles, ni de sillas de directorios.
Es Señor vestido de sudor, de sangre y de hierro. Reparte vanguardias, alcáceres y mangrullos. Premia con medallas de cruces y con más batallas.
Y el máximo honor es, cabalgando montura de madera, morir con El.
Pietro Lorenzetti (1280–1348)
Ningún desengaño, ni traición, ni desilusiones puede llevar al cristiano a envainar la espada, ni abandonar la lucha por Cristo, por la Patria, por los demás.
Porque, mil veces derrotados y vilipendiados, la constancia –honor y valor del cristiano- nuestras vidas salvará.
Y hasta recuperaremos todos los pelos.