El espectáculo apocalíptico que nos presenta Lucas en el evangelio de hoy y que la Iglesia utiliza para finalizar su año litúrgico hablando de la destrucción, no solo de esa maravilla del mundo antiguo que fue el templo de Jerusalén -edificado a todo lujo por Herodes el Grande- , sino de todo el universo, nos engancha otra vez con el tema del aumento constante de la entropía y su final triunfo del cual hablábamos el domingo pasado: El destino de cero absoluto, de tinieblas y de disipación de la materia y de la energía al cual se encamina ineluctablemente el universo -si es que no revierte a la catástrofe final del Big Crunch-.
Ruinas del templo
Pero el Señor no se queda solo en la descripción somera de este cataclismo universal señalado para el fin de los tiempos. Más cercanamente a nosotros, habla de una entropía que, como fuerza desgastante, destructiva, no solo toca lo físico sino lo vital y lo humano: pestes y hambre, luchas entre los pueblos. Y, especialmente para los cristianos, divisiones hasta en familia, persecuciones, enfrentamiento con la sinagoga y con los poderes políticos.
La línea de la creación y de la vida –de la ‘negentropía'– desembocando tarde o temprano en la persecución y la contienda. A las fuerzas de planificación negentrópica que juegan en el mundo -y de la cual el intento cristiano es la suprema culminación- opone tenaz resistencia la entropía, el intento de dispersión, desgaste y usura del Segundo Principio de la Termodinámica, del ‘instinto de muerte' del cual hablaba Freud.
Y quizá no esté de más, en el marco grandioso de los últimos fines que nos presenta el evangelio de hoy y la liturgia al finalizar el año, repasar, en la historia del tiempo, el juego que apuntábamos el domingo pasado de la contrapuesta marcha de la entropía y la negentropía como movimientos, el uno, de novedad y rejuvenecimiento, el otro, de vejez y de muerte.
Porque el plan que ha llevado a los quarks a complicarse en protones, electrones y neutrones, a éstos ligarse en átomos y moléculas, a éstas a enmarañarse en células que, a su vez, se engarbullan en vida orgánica y, finalmente, todo culminado en el cerebro pensante del ‘homo sapiens', vive una permanente dinámica de ascenso en el cual la etapa siguiente supone la superación de etapas anteriores. Al mismo tiempo que éstas pretenden, a toda costa, tironear todo para abajo, intentando recuperar sus perdidos fueros.
Y así, como el hidrógeno y el oxígeno deben morir a su independencia elemental para renacer en agua , y las cualidades del agua no son la simple mezcla o suma de las cualidades de los átomos de oxígeno e hidrógeno, sino más: cualidades ‘emergentes' -las llaman los físicos-, según el proceso holístico que hace que el todo sea más que la suma de las partes.
Así como una célula es algo más que la mera suma de sus componentes químicos. Así como un animal superior es algo más que la suma de sus células. Así va avanzando, en la historia del tiempo, el evolucionar de la materia, en la línea de la negentropía, hacia formas superiores de existencia difícilmente previsibles para quien solo pudiera conocer la materia en la tabla de Mendeleieff.
En este movimiento ascensional -contrario a la marcha general del universo hacia el desgaste que norma el principio de Clausius-Carnot-, los estratos inferiores, empero, pugnan por volver, regresar, a sus estadios anteriores: la célula, a disolverse en materia orgánica; la materia orgánica en inorgánica; el organismo a desintegrarse en órganos putrescibles y en células murientes. Como si prefirieran su estado independiente, aunque inferior, a integrarse en una vida superior pero dependiente. Porque para vivir como agua, hidrógeno y oxígeno deben morir a vivir autónomos. Para vivir como células integrados al nivel superior de la vida, las moléculas inorgánicas y orgánicas que las componen también deben resignar, morir, a su existencia mostrenca. Su resurrección a nivel superior implica la muerte a su nivel inferior y la consiguiente nostalgia de ese estado.
Lo mismo las células de los organismos superiores, siempre con sus sueños y tendencias de emanciparse en protozoarios.
Es la añoranza, el recuerdo de sus estadios de materia orgánica que, como pulsión de muerte, hiere el centro mismo del instinto de vida. El impulso de huída, de retorno al vientre materno, al abrazo mortífero de la ‘Madre Tierra', para no enfrentar el esfuerzo negentrópico de la vida, del superar al desgaste, a la entropía, a la gravedad, al lento venirse abajo de todo.
Tentación constante también para el hombre en su nivel consciente. Porque, también para su existir humano, el crecer significa remontar corrientes adversas, luchar contra inercias anteriores, dejar lo más bajo por lo más alto, lo menos valioso por lo más valioso, lo menos vital por lo más vital.
El esfuerzo del estudio, contra la pereza del dejarse estar. La fatiga del crecer, contra el descanso del quedar. La lucha por ser, contra el simplemente estar; del proceder humanamente contra el ser manejado por las pasiones; del acceder a los altos goces de lo humano contra el dejarse llevar por el fácil halago de los placeres cómodos. También aquí la entropía juega su papel de rémora, de ‘instinto de muerte'.
Pero quizá donde la entropía nos juegue su papel más homicida es en el destino final de lo humano. Porque, si la materia ha sido hecha para superarse en célula viviente, la célula en planta, la planta en animal, el animal en hombre: el hombre ha sido hecho para superarse en Dios. Y eso no puede hacerlo -a la manera como los estadios inferiores debieron renunciar a sus fueros subalternos para sublimarse en los superiores- sin, de alguna manera, dejar lo puramente humano, para vivir a la manera divina, en la dinámica pascual de la muerte y la resurrección, que es el núcleo mismo de la vida cristiana.
Así como para vivir simplemente como hombre, al modo de hombre, tengo que sacrificar muchas veces mis puros impulsos biológicos para sublimarlos y potenciarlos a nivel humano -el instinto poligámico del sexo sublimado en la monogamia del amor personal; el instinto tumultuoso de la agresión y de la ira en la viril fortaleza del soldado; el instinto posesivo de la madre en amor personificante y liberador; el instinto de bienes…- así, también, el vivir cristiano tiene sus propias exigencias sublimantes, de mortificación y transformación, de abandono y elevación.
Pero es aquí donde el esfuerzo de la entropía se hace homicida. No solo retrogradando al hombre hacia niveles puramente humanos, de donde su única salida será la muerte. Porque, como lo humano está hecho para sublimarse en lo divino, en lo cristiano, si el hombre, libremente, no se sostiene firmemente en el impulso negentrópico de la gracia, de lo sobrenatural, tampoco se podrá sostener en el puro nivel de lo humano. Lo inhumano librado a si mismo, decae ineluctablemente hacia lo in-humano, hacia lo animal desnaturalizado y, lo animal, a lo vegetal y, lo vegetal, a lo inerte.
Y esta ley es ineludible tanto para individuos como para sociedades. Una sociedad que no sostenga sus objetivos nacionales desde lo cristiano, desde lo divino, no podrá largamente permanecer ni siquiera en lo humano. De lo humano caerá en lo bestial y de lo bestial al estado vegetativo y decadente que es el preanuncio del fin de un pueblo -estadio tan agudamente caracterizado por Spengler - y del cual estadio es inútil querer salir sin una profunda conversión hacia valores trascendentes.
No es solo privatizando o demoliendo muros que se logrará ningún renacimiento -como la apertura del muro de Berlín para que, como contaron los diarios, los alemanes orientales se precipitaran al Berlín occidental a comprar discos de rock y cosméticos y, a lo mejor, contagiarse de SIDA, de drogas y de pornografía…porque no fueron a llenar iglesias, no–.
Y, mucho menos, embarcando a los cristianos en luchas meramente terrenales de derechos humanos o de pseudo justicias sociales o liberadoras. Es elevando el corazón del hombre en la dirección negentrópica de la verdadera Vida , la divina, como lo demás, sublimado, se le dará por añadidura.
Pero en esta lucha, sí, todos estamos embarcados. Y cada cual vive en sí mismo el constante tironeo de la entropía que arrastra hacia abajo y la negentropía que puja hacia arriba. O dejarnos estar, claudicar en nuestros principios, en nuestros ideales, acceder a nuestras nostalgias de animales, de protozoarios, de cómodos fetos en el vientre de la madre, conformarnos con lo humano y terminar, pasando por lo animal, vegetando en la estupidez tranquila que lleva a la muerte. O combatir hacia la verdadera Vida, enfrentando el ‘impulso de muerte', no solo nuestro sino de los enemigos de Cristo, los agitadores de banderas de falsas autonomías humanas, los que pretenden reivindicar lo humano contra lo divino, poner al hombre en el lugar de Dios. Defendiéndonos de los que, amén de pretender dominarnos, quieren que les paguemos aquellas mismas cosas con que nos esclavizan y que nos quieren convencer que necesitamos. Guardándonos de las sinagogas y los políticos y todos aquellos a quienes moleste nuestra relativización de los poderes de este mundo. Todos ellos y todo ello, afuera y adentro, insidiará nuestro deseo de verdadera Vida, en ese impulso de muerte que finalmente se tragará a todo el universo y a ellos y a los que hayan cedido al impulso de seguirlos.
Pero, ustedes, “ gracias a la constancia salvarán sus vidas ”.