El dólar barato permite, a los argentinos que disponen de ellos, no solo el llenar las salas de espera de Ezeiza para viajar profusamente al exterior y colmar las góndolas de nuestros supermercados de artículos importados, sino el traer figuras internacionales, tanto políticas como artísticas -y conjuntos- que hubiera sido imposible contratar en otras ,pocas.
Piénsese lo que se piense de este dispendioso despilfarro, nos damos el lujo, así, por ejemplo, de tener entre nosotros a Marcelo Mastroiani, aportando su hoy un tanto alicaída figura al cine nacional. En realidad ,l mismo reconoce esta su entrada en la vejez, lo cual le hace, incluso -al menos en una entrevista periodísticas concedida a Pág.12- reflexionar sobre la su ya no tan lejana muerte.
"Ahora tengo 68 años -afirma- y, si todo va bien, dentro de diez más estar, muerto. Sé que estoy obligado a morir, pero no me gusta ni medio. Creo que este Dios no es bueno... Porqué, este Dios no puede dejarnos vivir tranquilamente para siempre... ¿Porqué, tengo que morirme?"
Y la periodista que hace la entrevista comenta. ¿Cómo responder a su pregunta sobre un Dios al que la bondad no le alcanzó para hacernos eternos?
Esta rebeldía de Mastroiani contra su destino finito es tan vieja como el hombre. Los más antiguos mitos de la humanidad muestran como el ser humano, a diferencia del animal, encuentra en la muerte algo que de alguna manera siente que viola sus derechos, que lo despoja. De hecho, una de las descripciones que algún filósofo encontró para definir al hombre fue la de que es "el único animal capaz de anticipar su muerte", el "único animal que se da cuenta de que va a morir". (Quizá porque es el único animal que sabe que vive.)
Si, hay algo que no va: nos han arrebatado el fruto del árbol de la vida; Gilgamesh peregrina en busca de eterna juventud y cuando encuentra la planta capaz de dársela, se la roba la serpiente; Fausto es capaz de renunciar a todo por seguir viviendo y finalmente no lo logra; Prometeo se retuerce de dolor, clavado a la roca, ambicionando el fuego eterno de los dioses...
No por nada alguien ha hablado de esta angustia que alguna vez se prende en el corazón de todo hombre, como una especie de anomalía, de desarreglo de la naturaleza: el hombre es un animal enfermo, porque piensa en estas cosas en vez de vivir sin pensar.
Cuando la periodista le pregunta a Mastroiani qué es lo que le gusta de la vida como para desear prolongarla para siempre, él contesta: "todo: el cielo, los árboles, mis hijos, mi mujer, la comida, mi trabajo, mi relación con la gente, las ciudades, los países donde vivo...".
Vean que son buenos deseos. Mastroiani, por lo menos a esta altura de su vida, no quiere nada malo: son los valores naturales que espontáneamente todos amamos. Nuestra gente, nuestros países, nuestro mundo.
Y ciertamente Dios sería bien injusto si nos hubiera puesto todos esos bienes al alcance de la mano, para que nos apegáramos a ellos, solamente para arrebatárnoslos sistemáticamente a todos con la broma de la muerte. Como el suplicio de Tántalo.
En realidad Tántalo es otra de las figuras que, como la de Gilgamesh o Prometeo, representan a estos imposibles deseos humanos de perennidad. Tántalo, cuenta el mito, había también querido robar para el hombre el secreto de la vida inmortal de los dioses -el néctar y la ambrosía- y, fracasando en la empresa, como castigo, había sido dotado de un hambre y sed eternas, y sumergido hasta el cuello en agua que no podía tomar, porque se retiraba cada vez que se inclinaba para tratar de beberla, y con una rama cargada de frutos al alcance de su mano, que se alejaba de él en cuanto intentaba asirla.
Pero ¿qué otra cosa podría haber hecho Dios aquí para nosotros? ¿Darnos la inmortalidad? ¿Quién querría la inmortalidad si esa inmortalidad no fuera concedida también a los que amamos? ¿Ver envejecer y morir a los nuestros y nosotros siempre jóvenes? y ¿si diera la inmortalidad a todos? ¿Habría que parar la procreación? ¿Cabríamos en la tierra? ¿Debiera haber hecho la tierra más grande? ¿No habría hijos? Hipótesis absurdas.
Aún si los hombres no muriéramos ¿por eso solo seríamos mejores? ¿Habría menos rencores, menos envidias, menos injusticias, menos aburrimiento, más amores? ¿Habría más felicidad?
Por otra parte ¿dónde nos queremos quedar? ¿En este mundo? Si sabemos que el mundo se gasta, se deteriora, sufre ecológicamente y, más aún, si estamos ciertos de que un día se va a consumir toda la energía del sol y éste se apagará... Todas las estrellas, dicen los físicos, un día se extinguirán...
¿Dónde quieres quedarte Gilgamesh, Prometeo, Fausto, Marcelo?
Es lo que señala hoy Jesús a los suyos. No para hacer ninguna profecía, ni hacer de agorero, sino para hacer notar la realidad caduca de este mundo por la cual tan estúpidamente nos jugamos.
En su ,poca, en donde aparentemente el imperio romano había logrado la paz universal, frente a ese fabuloso templo de Jerusalén construido por Herodes y que era una de las maravillas del mundo, Cristo no intenta asustar a sus discípulos: solo les señala que no se engañen, que no pongan su esperanza final ni en sistemas políticos, ni en obras del hombre, por más poderosas que parezcan, ni tampoco en valores puramente humanos. De un día para otro un país en paz puede transformarse en un enorme y doloroso campo de guerra. Que lo digan los croatas y los serbios- y lo que parece un potente e inconmovible imperio caerse a pedazos -que lo digan los rusos-, y ciclones en la India y hambre en Etiopía y cólera y sida en Occidente. Nada para alarmarse demasiado, el mundo sigue su curso, a lo mejor todo tiene arreglo, pero da, si, para pensar.
Y la misma Iglesia, la bella basílica de San Pedro, brillante como el templo de Jerusalén, toda Roma, toda Italia, surgida justo en el encuentro de dos terrones, de dos bloques tectónicos que empujan inexorablemente, y ahí están quietitos, esperando, el Vesubio, el Etna, Strómboli, hasta que en algunos pocos miles de años inexorablemente dicen los sismólogos, todo desaparecerá en lava y destrucción, otra que piedra sobre piedra, ni polvo quedará...
¿Y, para terminar -sin falsos dramatismos- para seguir con nuestro evangelio de hoy, cuántos parientes y amigos, queriendo o sin querer, de una manera u otra no son los que más daño nos hacen, los que más nos hacen sufrir? ¿y cuántos no se transforman, por querernos equivocadamente, en los peores enemigos de nuestras almas?
Pero de ninguna manera Jesús nos quiere asustar. No: señala un hecho, muestra la realidad. Es inútil que Tántalo quiera saciar su sed y hambre en las cosas de este mundo: no para ellas que nos ha creado Dios.
El fin de la creación y, por lo tanto, el fin de cada uno de nosotros, no se sitúa en el aquende de este universo visible, de nuestros puros humanos amores. La destrucción del templo de Jerusalén en el verano del año 70, como la destrucción de la basílica de san Pedro en un futuro no muy lejano, no son sino un momento de la historia de la Creación , justamente porque su objetivo final se sitúa muy más allá del Templo construido por Herodes el Grande y muy más allá del San Pedro construido por Julio II y Pablo V.
Este mundo es solo una etapa necesaria para que la creatura que somos nosotros nos preadaptemos libremente -con esa libertad de la cual ni siquiera Dios puede eximirnos- a ser capaces de gozar de esa vida indestructible y plena que no podemos hallar en esta vida destructible y limitada, y que es la que Dios finalmente quiere regalarnos en la ciudad celeste, en el verdadero templo de Jerusalén.
¿Por qué tengo que morir? Se queja Mastroiani.
Y claro que también nos quejamos nosotros. Pero, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, no da fruto; si no mueres a lo humano, no puedes renacer a lo divino. Y Dios no quiere de ninguna manera que te aferres como un tonto a un mundo del cual no quedará un día piedra sobre piedra, sino que lo uses para crecer -para conocer, amar y servir a Dios y a tus hermanos- y para que abras tu hambre y aspires la fragancia y sientas apetito de la cena con la cual Dios quiere para siempre con vos festejar.