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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1994. Ciclo B

33º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     13, 24-32
Jesús dijo a sus discípulos: «En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte. Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pa­sarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre»


Sermón

        Como Vds. saben el año litúrgico -que va desde adviento a Cristo Rey- no coincide con el año civil. Litúrgicamente la solemnidad de Cristo Rey, el próximo domingo, es la que corona y cierra el ciclo anual que estamos acabando. El otro domingo, primero de Adviento se inicia uno nuevo. Y el año litúrgico quiere ser una proyección, una maqueta, una historia en pequeño, de la gran historia del cosmos, del universo. Por eso, en esa semana final del año, las lecturas de las Misas, incluida la de hoy, nos hablan de las postrimerías, del destino último del hombre y de la historia.

Claro que lo hacen en un lenguaje figurado, fantasioso, simbólico, no el que usaría un astrofísico, ni un científico, ni un historiador...

Los pasajes escuchados recién nos meten en un clima raro para nosotros, no perteneciente evidentemente a la vida cotidiana. "Se alzará Miguel, el gran príncipe... tiempo de tribulación... muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán..." "el sol se oscurecerá... el Hijo del hombre sobre las nubes... ángeles para que congreguen a sus elegidos..."

Imágenes que hoy en día poco dicen, o temeríamos repetirlas en una conversación común, o ciertamente no utilizan expresiones cotidianas...

Y así es, porque se usa un tipo de imágenes, metáforas y símbolos que solo se entienden dentro de un género literario que hoy ya no se usa, pero que era muy común en el ámbito del judaísmo contemporáneo a Jesús: el género apocalíptico.

Pero a la impresión de extrañeza de estas descripciones, se une también, que la problemática de los fines, de nuestro destino último, de nuestro para qué en el mundo, eso que necesariamente habrá de definirse para el cristiano más allá de esta vida no suele ser importante ni interesar demasiado ni siquiera a los creyentes, para la mayoría es como si todo eso estuviera todavía demasiado lejos... Nuestras preocupaciones y pensamientos normales no van mucho más allá de las noticias de los diarios o, ahora, por ejemplo, nuestra reunión o almuerzo de mediodía, o lo que tendremos que hacer a partir del lunes; cuanto mucho, cuando y donde tomaremos nuestras vacaciones este año, cuales y cuántas materias daremos, qué trabajo conseguiremos, qué haremos el año próximo...

Y a nada de eso se refiere la literatura apocalíptica: de por si no le interesa qué nos pasa hoy o qué nos va a pasar mañana, sino que se refiere al sentido último de nuestra existencia. Y vean que no se trata de una cuestión de tiempo, de que la cosa está tan en el futuro que a nosotros no nos concierne ni afecta: no es que las imágenes de hoy se refieran a que, dentro de cinco mil millones de años -como pronostican los astrónomos el sol explotará transformándose en una estrella gigante blanca y llegando en su onda expansiva a la órbita de Júpiter tragándose todo lo que hay en el medio, entre otras cosas la tierra; no es ese hecho futurísimo el que señala la apocalíptica; sino el qué será, en definitiva, de nosotros , cual es el sentido profundo de nuestros instantes, cual es la envergadura de cada uno de nuestros días: "Os aseguro que no pasará esta generación, sin que sucedan todas estas cosas, sabed que el fin esta cerca, a la puerta." No se trata pues de lo futuro y lejano sino de lo hondo de nuestro existir y por eso bien cercano.

Porque en realidad ¿qué diablos me puede incumbir lo que pasará dentro de 5000 millones de años, cuando yo se que en 20, 30, 40 años más, yo mismo habré definido ya mi existencia, habré escrito definitivamente mi historia, sin posibilidad de revisarla, en el punto final, en la última página de mi cuaderno. The end, fin, fine, das ende... C'est fini. Chau.

Pero, es claro, estos pensamientos a mi me salen fácilmente porque ya he superado mi medio siglo de vida, pero la verdad es que a la mayoría de la gente de nuestro tiempo le cuesta mucho pensar en la muerte.

Y digo de nuestro tiempo porque nosotros estamos acostumbrados a una sociedad en la cual muy pocos niños mueren al nacer o de corta edad y donde la gente no empieza a morir en cantidades significativas sino a partir de los sesenta años o más adelante. Hay que pensar que, hasta no hace mucho, hasta digamos la sociedad de nuestros bisabuelos o tatarabuelos, más de un tercio de los nacidos vivos había muerto antes de llegar a los seis años. A los dieciséis, cerca de un 60% de los nacidos había muerto; a los veinticinco el 75 % y el 90% a los cuarenta y seis. Muy pocos, quizá el 3 %, llegaban a los 60.

Como ven la presencia de la muerte -durante toda la historia de la humanidad hasta la era industrial- era algo familiar, cotidiano, nada extraordinario... Todo lo contrario a nuestros días, porque gracias a los avances de la técnica, es difícil que por debajo de los treinta años la muerte suela ser parte de nuestra experiencia. Recién a partir de esa edad puede que comiencen a morirse seres muy queridos cercanos a nosotros como por ejemplo nuestros padres a los cincuenta, sesenta años.

Pregúntenle a un corredor de seguros de vida lo difícil o imposible que es vender uno, a alguien de menos de cuarenta años y, aún pasada esa edad ¡qué de vueltas tiene que darle a su manera de vender para no referirse directamente a la amiga muerte! Algo así como que alguien venga a vendernos -para uno no, para los restos de los abuelos un terrenito en el Memorial o el Jardín de paz.

"Donde la muerte es algo natural", "Ofrezca a los suyos en el pasto verde y los pajaritos la posibilidad de pasar ese momento traumático casi sin darse cuenta"... Casi.

Casi, sí, porque aunque la medicina pueda prolongar los años más o menos inútiles de nuestra vida, aunque las huellas de los preanuncios de la muerte puedan plancharse con los liftings y nos encierren a los moribundos para que no los veamos en los bunkers inexpugnables de las terapias intensivas -a propósito: ¿sabían Vds. que el 70 % de los gastos de salud de los países del primer mundo se erogan en las tres últimas semanas de vida de la gente?-, -sigo aunque los velorios duren lo que se tarda en obtener el certificado de defunción, buscar el título de la bóveda, los trámites de Lázaro Costa o Casa Sierra y, cuanto mucho, el viajecito por el acceso norte hacia Pilar, nada puede hacernos desconocer el hecho de que seis o veinticinco años, cuarenta u ochenta, cada día estamos escribiendo una página de un libro que, flaco o gordo, tendré, tarde o temprano, que acabar. Pero, para pior -como decía el paisano cada página que escribo de mis días, cuando a la noche la doy vuelta, ya jamás la puedo corregir, ya para siempre quedó atrás...

Porque no se trata solamente de que dentro de no se cuantos años me voy a morir: todas las jornadas, cuando nuestros relojes marcan el cero y salta la fecha en las computadoras y en los cronómetros digitales, la medianoche, entierra a su día para siempre. En realidad cada día es un pequeño apocalipsis.

Por eso el evangelio de hoy no quiere ser una reflexión extraña que debemos mejor dejar para el futuro cuando el análisis descubra ese problema coronario, o ese bultito sospechoso, o ese pararnos con dificultad poniéndonos la mano en la cintura... es algo que tenemos que plantearnos, si no todos los días, sí como una de las grandes decisiones de nuestra vida; esas decisiones que una vez tomadas, aunque no pensamos más en ellas nos marcan para siempre, nos señalan un rumbo: algo así como la carrera que un día elegimos, o la mujer con la cual nos casamos, o aquel momento en que acepté o no esa oferta de trabajo... Decisiones que nos cambian para siempre.

Y aquí, en nuestras lecturas de hoy, lo que se nos propone es la gran decisión: qué quiero hacer de mi vida, qué sentido le voy a dar, qué páginas quiero escribir, cuantas hojas en blanco estoy dispuesto a dejar, o con qué historia barata, sin sintaxis ni ortografía, mi libro voy a ensuciar, a desperdiciar. O ¿es que querré dejar la decisión para el final, cuando ya haya malversado todo mi tiempo? ¿buscaré argumento, guión, libreto, recién hacia el fin de mis día? ¿me propondré escribir bien, ser cristiano, hacerme santo, recién cuando llegue al último capítulo? ¿Acaso se cual será mi último capítulo o cuántas páginas tiene mi cuaderno?

E insisto, no se trata de mañana, de cuando sea viejo, o de cuando explote el sol, porque ¿acaso esta página de hoy, en si misma, no es última -pequeño apocalipsis- escrita para siempre, para la cual no hay corrector ni borrador? Mañana, quizá, pueda escribir otra, si; pero la de hoy -como decía Pilatos esa vez teniendo razón- "si escrita, escrita está."

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