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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo C

33º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 21, 5-19
En aquel tiempo: Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «De todo lo que contempláis, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido» Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la se­ñal de que va a suceder?» Jesús respondió: «Tened cuidado, no os dejéis engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: "Soy yo", y también: "El tiempo está cerca" No los sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones no os alarméis; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin.» Después les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, os detendrán, os perseguirán, os entrega­rán a las sinagogas y seréis encarcelados; os llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto os sucederá para que podáis dar testimonio de mí. Tened bien presente que no deberéis preparar su defensa, porque yo mismo os daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de vuestros adversa­rios podrá resistir ni contradecir. Seréis entregados hasta por vuestros propios padres y hermanos, por vuestros parientes y amigos; y a muchos de vosotros os matarán. Seréis odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se os caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvaréis vuestras vidas»
Sermón

Hasta no hace mucho tiempo -precisamente hasta el año 1939, con Hans Albrecht Bethe , premio Nobel de la física del 67- el que el sol brillara y calentara enviando enormes oleadas de energía al espacio -de la cual energía la tierra recibía apenas una billonésima parte y quien pronto se estará tostando en las playas de Punta del Este una porción infinitesimal, era un misterio. ¡Cómo era posible que el sol, por más grande que fuera, engendrara tal cantidad de energía, sin consumirse como una inmensa fogata!

En realidad tal misterio no existía para los antiguos. Porque la cuestión la habían zanjado de un modo muy simple: el sol no se consumía y era dador de luz y de calor y de vida, precisamente porque era divino, eterno: Aton, Ra, Amón, Apolo, Baal, Marduk, el Huitzilopochtli de los Aztecas, el dios sol de los Incas...

Aún la ciencia griega, en su vertiente aristotélica, sin atribuir personalidad al sol, le concedía al menos estar formado de un tipo de materia no corruptible: no de aire, fuego, tierra o agua, -los cuatro elementos o esencias del mundo sublunar- sino de 'quinta esencia', incorruptible, eterna...

Eso fue sostenido a pies juntillas por todos los sabios del mundo hasta que, recién en el siglo XVII, el primitivo aunque implacable telescopio de Galileo descubrió no solo la quebradiza y accidentada superficie de la luna, sino las movedizas y cambiantes manchas solares. Allí no había nada de quinta esencia ni de perfección inmutable: la luna daba la impresión de parecerse pedestremente a los paisajes desérticos más áridos de nuestra propia tierra y la superficie de sol no sugería ser precisamente pacífica, sino deflagrada en llamaradas mutables, retorcidas y descomunales.

Esto sin más que inquietó a muchísimos espíritus de la época. Pero no precisamente a los católicos. Al contrario: era tesis fundamental del paganismo y por lo tanto del ateísmo el que la naturaleza, el universo, debía ser eterno, él mismo divino. De no serlo se debería postular otro ser, Dios, que lo sostuviera en la existencia. De allí que desde Empédocles hasta Marx, desde las civilizaciones amerindias a los ateísmos contemporáneos, todos han de afirmar pertinazmente que el universo material ha debido existir siempre.

Cuando Galileo con su telescopio demostró que la Sagrada Escritura tenía razón y que ni el sol ni la luna eran divinos ni fabricados de ninguna substancia incorruptible, la inquietud de los ateos fué enorme.

Pero entonces los ateos se refugiaron en las estrellas: allí si no había ningún proceso de cambio o combustión, ya que ellas enviaban -decían- solamente luz, nada de calor, como podía ser demostrado por la frialdad de las noches.

Pero cuando la astronomía comenzó a construir telescopios más potentes y el análisis espectrómetrico de la luz de las estrellas, a fines del siglo pasado, permitió determinar que los cuerpos estelares estaban compuestos exactamente por los mismos elementos conocidos y cercanos de la tabla de Mendeleyef de nuestro propio mundo, la tesis de la eternidad de la naturaleza y de la materia cayó estrepitosamente al suelo.

Más aún desde Carnot y el segundo principio de la termodinámica, desde Hubble y su constatación de la expansión del universo, desde el descubrimiento de la radiactividad y los estudios de la paleontología, se verificó que, si bien el tiempo del universo no es tan corto como lo mostraría un uso ingenuo de datación extraído de la Biblia , el universo está bien lejos de ser eterno, inmutable, sereno.

Todo se gasta: desde el sol que transforma en helio cuatro millones y medio de toneladas de hidrógeno por segundo, disipando el residuo de esa transformación en fabulosas radiaciones de energía, pasando por cualquier átomo o conjunto de átomos que se van evaporando más o menos lenta pero inexorablemente en partículas alfa y gamma, hasta la posibilidad de la vida, que se perderá también indefectiblemente cuando el universo iguale, como tiende a hacerlo irreversiblemente, la temperatura de todos los cuerpos que lo integran...

Este proceso de desgaste podrá durar más o menos, pero tarde o temprano toda la materia, si no queda aplastada en el Big Crunch, se disipará en las llamadas radiaciones de Hawking, cercanas al cero absoluto, caducando toda posibilidad de vida, de color, de sonido, de nada.

Y esto no es ni el Apocalipsis, ni las profecías de Nostradamus ni las de San Malaquías, ésto es lo que calculan con sus más y sus menos los científicos modernos.

Por cierto que para que todo eso suceda falta cien veces más tiempo que el que ha caminado el universo para llegar a nuestro estado actual. Claro que muchísimo antes, dentro de tres mil millones de años se calcula, el sol, que ya lleva calentando cinco mil millones, habrá consumido tanta masa que su presión interna, no contenida por la gravedad, estallará, alcanzando su explosión hasta la órbita de Júpiter y tragándose todo lo que hay en el medio, entre otras cosas la tierra.

Tranquilidad: eso también está bastante lejos de nosotros. Más cerca, en cambio, está la deriva tectónica de los continentes. Eso que hará, por ejemplo, que, agrandada la falla de San Andrés, entre tremendos cataclismos, California, dentro de tres millones de años si no se anega en el océano se convierta en una pequeña isla asediada por las aguas, o que, aproximadamente en el mismo lapso de tiempo, la península italiana, surgida en el encuentro de dos subterrones del terrón euroasiático, se precipite entera en una fosa mediterránea.

Digamos que tampoco esto nos inquieta demasiado: difícilmente los aquí presentes lo veamos y, a lo mejor, para entonces pueda salvarse a Rafael, Miguel Ángel, Leonardo, la torre de Pisa y la columna de Trajano trasladándolos a algún otro lugar del mundo. Ciertamente no a Buenos Aires, ya que para entonces, y eso ya si más cercanamente, algunos pocos siglos, quizá antes, estará sumergida en el atlántico, junto con media provincia, debido al derretirse, por el aumento de la temperatura, de los casquetes polares, con el consiguiente elevarse del nivel del mar.

Pero estos fenómenos más o menos previsibles, que desgastan no solo el universo sino que irán acabando poco a poco con la obra de los hombres, no nos amenazan solo desde el futuro. Piénsese por ejemplo que, por los meros efectos climáticos, la basílica de san Pedro se desgasta en sus paredes y esculturas exteriores a razón de un milímetro y medio cada cien años, y las compañías de seguros internacionales, desde hace dos meses, se niegan a asegurar el traslado de cualquier obra de arte más o menos importante, por su indefectible e impagable deterioro.

Pero a esto agréguese no solo la contaminación ambiental, sino la afición destructiva de los hombres: ¿Cuántas quedan de las siete maravillas de la antigüedad desaparecidas en cataclismos naturales, pero sobre todo bélicos, y de tantas otras obras maravillosas destruídas por las guerras a lo largo de los siglos?

Si uno piensa que solo en la diócesis de Sarayevo, en Bosnia Herzegovina, en los dos últimos años fueron destruidas por los serbios y musulmanes 614 iglesias, entre ellas algunas joyas irrecuperables del arte románico croata y veneciano; o, tampoco tan lejos, la demolición de Europa en la segunda guerra mundial, en donde por más grande que haya sido la reconstrucción se han perdido para siempre tesoros preciosísimos del arte y la historia, bien puede uno darse cuenta de la precariedad aún de las cosas más aparentemente sólidas que rodean nuestra vida.

¡La impresión que daba a todos los que lo veían la obra faraónica del templo de Jerusalén, dispendiosamente levantado por Herodes el Grande, plantado con poderosos cimientos en la cima de Jerusalén, relumbrante al sol con su revestimiento de mármol blanco traído de Grecia, y sus encandilantes techos y puertas forrados en oro!

Ingenuamente los discípulos encomian su magnificencia, aprueban el vano intento de Herodes pretendiendo perpetuar su nombre en la solidez aparentemente indestructible de esas piedras.

Jesús los vuelve a la realidad, predice su destrucción y aún aprovecha para referirse -cosa impensable entonces- al final deterioro del mundo. Pero sus palabras no toman un tono excesivamente dramático, terrible y tampoco amenazador, a la manera del profeta Malaquías que escuchamos en la primera lectura. Jesús no anuncia la intervención de un Dios que lanzará fuego y azufre desde el cielo o que destruirá el mundo con violencia. Lo suyo, más que una amenaza es una constatación. Ni siquiera esa obra magnífica, ciclópea, colosal, desmesurada, que era el templo permanecerá. Nada es definitivo ni permanente en este mundo. Ciertamente no la vida, ya que sabemos que somos todos mortales; pero tampoco esas obras mediante las cuales el hombre parece querer vencer al tiempo. Ese templo que Herodes había levantado, según decía, para que nadie olvidara su nombre en futuras generaciones, tardó más en construirse -setenta y pico de años- que en demolerse, una noche, y si aún hoy recordamos a Herodes no es precisamente por su templo.

Pero Cristo, como digo, no amenaza; señala simplemente la confusión que puede engendrar en nuestro ánimo la aparente estabilidad de las cosas, su atracción seductora, y la tendencia a dormirnos en la prosperidad de lo material o en las estupendas realizaciones y ambiciones de la técnica y la ciencia del hombre. De ninguna manera quiere asustar a sus discípulos, sencillamente quiere llevarlos a que pongan todos sus esfuerzo en la realización de lo único que no puede ser destruido.

Y ni siquiera los insta a poner sus miras en lo político, en la consecución de ninguna utopía social.

Porque tampoco se muestra el señor muy optimista respecto a la posibilidad del cristianismo de instalarse pacíficamente en este mundo. Más bien nos indica como signo de salud el no andar bien con los poderes terrenos. El que el año pasado en Arabia Saudita fueron legalmente crucificados cuatro católicos en la plaza pública; el que este año en la India fueron martirizados once misioneros y seis religiosas, violadas once monjas, destruidas 18 Iglesias; el que en Argelia fueron muertos también este año por el fundamentalismo islámico ocho sacerdotes; el que en Ruanda se asesinó entre el 94 y el 95 a tres obispos, 101 sacerdotes, 64 religiosas, 45 catequistas, y 28 laicos consagrados; el que en China haya en este momento todavía en la cárcel dos obispos, nueve sacerdotes y 35 catequistas; quizá no sean las generales de la ley para todo cristiano. Tampoco con sus anuncios de persecución Jesús pretende asustarnos, pero esos casos extremosos no son sino la punta del iceberg y la manifestación del rechazo sordo pero decidido del mundo a todo lo verdaderamente cristiano. En esas formas posiblemente no nos toque nunca a nosotros. Aunque quizá fuera más sano que así fuese: mejor que el sutil y permanente ataque a los principios cristianos en el cual vivimos sumergidos, mejor que el que nos ignoren o arrinconen, mejor que una muerte sin significado entre los instrumentos de tortura de las terapias intensivas, mejor que la seducción del mundo y de sus problemas a la cual ni siquiera consiguen substraerse las autoridades eclesiásticas...

En este penúltimo domingo del año litúrgico, la Iglesia , en sus lecturas, nos quiere hacer levantar la vista hacia el último sentido de la vida cristiana. Y a pesar de sus predicciones aparentemente agoreras, su reflexión quiere ser un llamado al optimismo. Porque a esa vida que, si dejada a si misma, navega en un mundo de por si perecedero, que tarde o temprano caducará con absolutamente todas las cosas puramente materiales que hayamos realizado en él, que aún mientras aquí estamos no nos suele ofrecer demasiada paz y tranquilidad, Dios nos llama a darle sentido trascendente e imperecedero precisamente en Aquel que ha vencido a la muerte, el único capaz de impedir que sea tocado uno solo de nuestros cabellos en orden a la vida verdadera: la de los nuevos cielos y la nueva tierra que ha inaugurado Cristo con su Resurrección.

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