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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1994. Ciclo B

33º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     13, 24-32
Jesús dijo a sus discípulos: «En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte. Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pa­sarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre»


Sermón

      Uno de los primeros filósofos de occidente, es decir de aquellos hombres que comenzaron a preguntarse racionalmente sobre el universo, sobre el sentido de la existencia, sobre la realidad profunda de las cosas, fue Heráclito , activo en Éfeso hacia el año 500 antes de Cristo.

Afirmaba que los sentidos nos engañan cuando, observando las cosas, les atribuyen una cierta permanencia, estabilidad. La verdad es, afirmaba, que todo cambia, todo está en continuo movimiento. Aún los seres que aparentan permanecer lo hacen porque nuestra medida del tiempo es sumamente lenta, pero, a la larga, mutan, y así como han aparecido desaparecen. Su ejemplo famoso es el del río: "nadie puede bañarse en las mismas aguas dos veces". Todo fluye. Todo muda y se está haciendo constantemente; y en este hacerse, en la continua transformación, consiste la esencia de las cosas, las cuales ‘son y no son' a la vez. Lo único que permanece es el principio primordial, la realidad única, que Heráclito identifica con el ‘ fuego', que de por si es homogéneo e indiferenciado. Y si se diferencia en las cosas que vemos es porque en su seno late algo que Heráclito llama la ‘ discordia' , que obliga a la desunión, al cambio. Algo parecido a lo que dirá miles de años después su discípulo Marx al referirse a la dialéctica.

Para Heráclito, pues, todos los seres son distintas formas de condensaciones pulsantes del fuego, de la energía, producidas por la discordia, la dialéctica. Formas pura apariencia, mudables, cambiantes, fantasmales; nada existe con verdadera subsistencia; los seres particulares no son más que efímeras deformaciones del Todo, del fuego , de la energía, que es lo único que existe.

Por eso estrictamente la naturaleza no tiene historia, ya que cíclicamente todo vuelve al fuego para volver a renacer de él. Existen ciclos: este ciclo que vivimos es uno de ellos, que terminará en un cataclismo o incendio universal, la ekpúrosis, pero que no será de ninguna manera el fin porque todo volverá a surgir otra vez del fuego, la palingenesia, repitiendo ciclo tras ciclo perpetuamente. Tampoco los hombres, las personas tienen la más mínima importancia, solo son un momento fugaz de ese Todo, del fuego , en el cual desaparecerán para volverá a surgir luego en otras formas.

También para los estoicos , dos siglos después, como Zenón de Chipre o Cleantes, el universo es concebido en transformación incesante, en perpetuo movimiento rítmico, en que todas las entidades resultaban de la mezcla y compenetración de dos principios primordiales: la materia y el fuego . Todos los seres perecerán -sostienen los estoicos- porque el universo terminará con una gran ‘conflagración' purificadora, producida por la explosión del sol. Pero de esta catástrofe volverán a renacer todas las cosas siguiendo el mismo orden, repetido infinitamente. En cada nuevo universo volverán a reproducirse los mismos astros, la misma tierra, los mismos hombres, los mismos pueblos y los mismos sucesos, siguiendo un orden idénti co.

A decir verdad casi toda la filosofía griega y luego la romana sostenían, respecto del universo, esta misma concepción del "eterno retorno" y de la reencarnación impersonal de los individuos.

El hinduismo y el budismo van por el mismo camino: la realidad es pura apariencia, maya. D e hecho solo existe el gran Brahma o el gran Atman o el gran Todo indiferenciado, de natura ígnea, del cual, por culpa del karma, aparece la realidad, Gran Ilusión de los sentidos. De toda esta aparente consistencia de las cosas -y de los dolores y sufrimientos que provocan- hay que fugarse por medio del yoga , de los ejercicios, de la suspensión de los sentidos y del pensamiento, para alcanzar el nirvana , para volver a sumergirse en el Uno, de donde, tarde o temprano, se volverá a salir, porque todo vuelve una y otra vez, no solo en las continuas reencarnaciones sino en la indefinida formación rítmica y repetitiva del mundo de la ilusión.

El mismo marxismo, o el idealismo contemporáneo hijo de Hegel, sostienen estas mismas concepciones: todo retorna una y otra vez, impulsado por la dialéctica: la tesis que provoca su antítesis y que se resuelve en síntesis. Pero síntesis que se constituye ahora en tesis, produciendo una nueva antítesis, y así siguiendo. Es el movimiento, la revolución permanente.

De allí la ingenuidad de los que creen que porque se acabó el comunismo el marxismo ha desaparecido. Casi todos nuestros intelectualoides, consciente o inconscientemente, siguen siendo marxistas. Y hay que saber que, para un marxista auténtico, el comunismo era solo una síntesis precaria de la lucha entre el capitalismo y el proletariado, pero transformada en tesis, produjo su antítesis actual y así se garantiza que seguirá el movimiento y la dialéctica indefinidamente. Para ellos lo ú ltimo no es el comunismo, sino la ‘revolución permanente', la dialéctica constante, el ‘eterno retorno'...

Lo mismo que Heráclito, ya que esta dialéctica la traslada Marx al universo en general, a su materialismo dialéctico, al cual Lenín tenía el desparpajo de denominar ‘materialismo científico'. Que de científico no tiene nada, como lo comprueba la ciencia de hoy que sostiene que la materia y el universo ciertamente cambian, pero no indefinidamente, porque envejecen, tienen edad y avanzan hacia la disipación final, tragados por la entropía.

Así en todas esas concepciones, desde Heráclito, pasando por el budismo, a Marx, no existe estrictamente la historia, ni universal ni individual, todo vuelve a repetirse. La vida personal es engaño y, al mismo tiempo, sin importancia, porque una de las tantas en que vuelvo a nacer y morir. Este universo es solo uno de los infinitos de esta eterna sucesión, en la cual no existe la historia porque no existe dirección, fin. O, más bien, el fin es un nuevo y cansador y hastiante volver a empezar. Nada tiene sentido, dirección, finalidad. El individuo, la vida de cada uno, no posee importancia, es solo un momento dialéctico del movimiento universal. Cualquier cosa que suceda nunca llega a término, habrá un nuevo fatigoso tornar al comienzo, otro inicio. El suplicio de Sísifo.


Sísifo de Franz Von Stuck, 1920

Las imágenes que utilizan todas estas concepciones para describir el fin de estos ciclos son muy parecidas entre si: el sol que estalla, los astros que junto con la luna perecen en una gran llamarada, la tierra que se conmueve, hunde o se achicharra. Pero, en el fondo, estas imágenes carecen de dramatismo real, como la misma muerte, porque todo torna a recomenzar, el ocaso se transforma en aurora, el invierno en primavera, la ‘ ekpurosis ' en ‘ palingenesia '.

Esas mismas imágenes, en cambio, cuando las toma la sagrada Escritura y el nuevo Testamento adquieren un sentido completamente distinto. También en nuestros evangelios el mundo se conmueve, el sol explota, los astros caen sobre la superficie de la tierra, pero ya aquí no se trata de uno de los tantos fines que marcan el momento de un nuevo comienzo sino el punto final definitivo de la historia y de la humanidad. Al concepto cíclico y circular del tiempo con su eterno retorno -la imagen de la serpiente que se muerde la cola y cuya cabeza se confunde así con su extremidad- la concepción hebrea y cristiana opone la de una flecha ascendente, la de un vector enhiesto que apunta a un rumbo, a una dirección, a un horizonte en donde se consumarán –no ‘se consumirán'- todas las cosas. La historia del cosmos tiene un itinerario y una meta. Y también cada vida humana es única, exclusiva, querida particularmente por Dios, no un momento dialéctico de la humanidad, no un número prescindible, no una de las tantas reencarnaciones de lo mismo.

La persona existe verdaderamente con pujos de permanencia. Y existe también la historia, donde el tiempo pasado no tiene retorno. Si se ha desaprovechado, no volverá más. Cada ser humano tiene importancia irrepetible y, al mismo tiempo, una sola vida que nunca más volverá a dársele como oportunidad.

Eso quiere decir nuestro evangelio de hoy. Y, sin embargo, este final no es un mero acabose, "¡se terminó!". Ciertamente no es un reinicio de lo mismo a lo griego, a lo oriental, vuelta y vuelta a empezar, el aburrimiento de nunca acabar, la calesita que no se para más. Es la culminación plenificante de opciones únicas hechas en esta vida, es -como también dice el evangelio de hoy- el encuentro gaudioso de los elegidos con el Hijo del Hombre que vendrá lleno de poder y de gloria.

Este domingo, en las postrimerías del año litúrgico que terminará el domingo próximo con la solemnidad de Cristo Rey, la Iglesia quiere hacemos reflexionar sobre el sentido de la creación y, al mismo tiempo, el sentido de nuestras vidas.

Estas vidas y el universo que poseemos -se afirma- son finitos, perecederos y un día acabarán, y no hay vuelta que valga. Pero es así solo porque Dios ha querido crear al hombre no solo para lo humano, condenándolo a encerrarse en lo humano para siempre, sino para la Eternidad. Es decir, para poder compartir la Vida que Él goza en la plenitud de la felicidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Esta existencia temporal fluida y pasajera en donde nada hay permanente -en eso tenía razón Heráclito- es solo el momento de la opción, del ejercicio de la libertad mediante la cual aceptamos o no el don del Padre hecho en Jesucristo.

No hace falta especular sobre la proximidad o no del fin del mundo -como siempre anuncia algún alarmista amigo de profecías terroríficas-, porque mucho más cercano está el fin de cada uno. "Les aseguro que no pasará esta generación sin que suceda todo esto".

Y esta vida que estamos viviendo es la única que tenemos. No podemos disiparla en vano: no para aprovecharla en su fugacidad al modo pagano, -"carpe diem", "comamos y vivamos que mañana moriremos"-, sino para construirla con sentido de grandeza, con hondura, con heroísmo, para gloria de Dios y para utilidad de nuestro prójimo. Porque sin reencarnación ni vuelta a la vida posible -al modo de Heráclito o de las filosofías orientales- es en esta única vida donde nos jugamos el toparnos con el irretornable abismo de la muerte, o el poder encontrarnos para siempre con el Hijo del hombre.

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