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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1998. Ciclo C

33º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 21, 5-19
En aquel tiempo: Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «De todo lo que contempláis, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido» Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la se­ñal de que va a suceder?» Jesús respondió: «Tened cuidado, no os dejéis engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: "Soy yo", y también: "El tiempo está cerca" No los sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones no os alarméis; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin.» Después les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, os detendrán, os perseguirán, os entrega­rán a las sinagogas y seréis encarcelados; os llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto os sucederá para que podáis dar testimonio de mí. Tened bien presente que no deberéis preparar su defensa, porque yo mismo os daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de vuestros adversa­rios podrá resistir ni contradecir. Seréis entregados hasta por vuestros propios padres y hermanos, por vuestros parientes y amigos; y a muchos de vosotros os matarán. Seréis odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se os caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvaréis vuestras vidas»
Sermón

"César -a saber, Tito Flavio Vespasiano- ordenó que la entera ciudad y el templo fueran demolidos a ras del suelo, dejando solo en pie el muro Oeste y las torres Fasael, Hippicus y Mariamme. El muro, para servir de campamento a las tropas romanas que quedarían de guarnición; las torres, para mostrar a la posteridad cuan grande había sido el poder de la nación doblegada por el valor de Roma. Todo el resto del perímetro de murallas fue arrasado de modo de quedar al mismo nivel de la acumulación de escombros de los edificios destruidos de la ciudad, de modo que no hubiera nadie en el mundo futuro, a la vista de ese tapiz de piedras, que pudiera sospechar que ese lugar hubiera sido nunca habitado. Este fue, pues, el fin al cual la locura de los rebeldes condujo a Jerusalén, la ilustre ciudad de celebérrimo renombre".

Así escribía hacia el año 76 de nuestra era el historiador judío Flavio Josefo en su obra la Guerra de los Judíos narrando el lamentable fin de Jerusalén.

Nadie hubiera podido sospechar jamás este espantoso panorama allá por los años 29 cuando Jesús hace la notable predicción que recoge nuestro evangelio de que no quedaría de ella piedra sobre piedra.

Porque Jerusalén había sido ciertamente una ciudad magnífica, embellecida por los siglos y, recientemente, por Herodes el Grande con toda clase de monumentos, anfiteatros, hipódromos, termas y palacios.

Pero su obra cumbre, su gema más preciada, había sido sin duda el Templo que, para granjearse el reconocimiento de los judíos, había comenzado a construir sobre el viejo de Zorobabel en el año 19 antes de Jesucristo. Los trabajos de detalle se prolongaron hasta el año 62 de nuestra era aunque hacia la época de Jesús ya era un monumento notable, que deslumbraba a los viajeros de la antigüedad, como como lo reflejan en sus escritos Estrabón y Tácito .

Herodes había mandado a sus arquitectos hacer una inmensa explanada o patio rodeado de pórticos compuestos de cuatro filas de columnas con capiteles corintios, recubiertos de mármoles blancos, negros y amarillos, de cuatro cuadras de largo por dos y medio de ancho, todo edificado sobre soportes o cimientos que sostenían el piso horizontal sobre la falda en pendiente de la colina. Los restos de uno de esos soportes es lo que hoy se conoce como el Muro de los lamentos , que en realidad, pues, no pertenecía a los muros del templo.

Adentro de ese espacio embaldosado con costosas lajas de piedra se levantaban los distintos atrios, todos comunicados por inmensas puertas enchapadas en oro y plata que, finalmente, conducían al templo, de dos cuadras de longitud por una de anchura. Este sí de mármol blanquísimo, totalmente cubierta su fachada, de 27 m2 , con planchas de oro, así como estaba enchapado en oro el interior del Santo de los Santos . Los techos también relucían de un brillante dorado, porque para que en él no se posaran las palomas y los cuervos ensuciando todo, estaban erizados de agujas de ese metal. Ni hablar de los enseres, altares y mobiliario: todo suntuosísimo: oro, plata, marfil.

Cuentan los cronistas que al acercarse los peregrinos a Jerusalén, desde las alturas por las que llegaban veían el templo, en medio de la blanca ciudad, de tal modo relumbrando al sol, que muchos se encandilaban.

Si había algo pues que parecía mentira que pudiera un día desaparecer, era esta monumental construcción sin parangón con ni siquiera cualquier construcción de nuestros días. Por otra parte, era el símbolo mismo del orgullo de Israel, la señal de la todopoderosa presencia de Dios en medio de su pueblo, el centro, 'el ombligo del mundo', como decían los rabinos. Hablar de que pudiera desaparecer era como decir que desaparecería un día Nueva York con su Estatua de la Libertad y sus Torres Gemelas, o París con Notre Dame y la Tour Eiffel , o todo el Vaticano junto... con la diferencia que en aquel tiempo no se conocía la bomba atómica, ni se había visto nunca la desaparición de ciudades enteras bajo los bombardeos, ni tampoco se tenía demasiado sentido del paso del tiempo y de la historia...

Pero sobre todo pensar que el Templo de Jahvé pudiera desaparecer, siendo la casa misma de Dios, era una verdadera blasfemia. El templo elevado a símbolo de la permanencia misma de la nación judía no podía pues ser destruído. Era ya lo permanente en la tierra; el lugar de encuentro definitivo del hombre con Dios; la garantía de la perennidad de la vida de Israel. Cuando Jesús frente a esa maravilla que dejaba atónitos a sus visitantes declara la caducidad de esa obra finalmente humana insulta vitalmente los sentimientos más profundos de los judíos y de su religión. De hecho el augurio de la destrucción del templo será uno de los motivos de la condena a muerte de Cristo Jesús.

El hombre en general no quiere que le hablan de caducidad, se instala en el instante, vive su presente como si este fuera por siempre a durar, desata en sus situaciones pasiones y frenesíes que, luego, vistos a la distancia, se muestran desproporcionados, vive su existir como pensando que va a durar permanentemente, o que lo que adquiere es perpetuo, cuando ninguna propiedad privada puede ser mía más allá de los pocos años futuros que me toque vivir.

El hombre, momento fugaz en la vida de la tierra, no toma sino muy de cuando en cuando conciencia de su transitoriedad. El hombre: ' el único animal que sabe que va a morir ' -como decía un filósofo de nuestro siglo- hoy ya no lo sabe más, quizá precisamente porque ha depuesto lo que lo diferenciaba de sus primos los animales: la razón, el pensar. Como afirma el Papa en su reciente encíclica Fides et ratio , en nuestros días se ha abandonado la reflexión: el razonamiento solo se ejerce en las operaciones técnicas o comerciales, pero en lo que hace a la vida del hombre, a sus relaciones con los demás, a su capacidad de mirarse a si mismo, a su interrogarse sobre la realidad, la razón está totalmente arrinconada. Allí impera el sentir, el impulso, la opinión frívola, los temas que impone la moda... Los grandes interrogantes que nos ubican en la existencia: el de dónde venimos, hacia dónde vamos, para qué existimos, pocas veces hallan su puesto en la mente contemporánea. El hombre no quiere -o no puede, o no sabe- pensar: lo devoran las necesidades del momento, la urgencia de lo inmediato, el disfrute del hoy, la intolerable impaciencia ante cualquier sufrir.

En la postmodernidad, el mundo ideologizado de hace poco tiempo que -para negar o afirmar- pero al menos pensaba, se ha transformado en un conjunto de seres humanos que no necesitan ni desean pensar: "il pensiero débole", 'el pensamiento débil' del cual habla Gianni Váttimo el filósofo italiano postmoderno recientemente convertido al catolicismo, precisamente al encuentro de esas verdades profundas que dan fuerza al pensamiento y surgen de las certezas incontestables de la fe.

Justamente en las postrimerías del año litúrgico que finaliza el domingo que viene, con las imágenes apocalípticas, suprahistóricas, de nuestro evangelio de hoy, la Iglesia quiere volver a ayudarnos a enraizar nuestras metas y nuestros valores allí donde está nuestro verdadero fin: la salvación de la vida, como dice nuestro evangelio de hoy, pero de la Vida con mayúsculas. Nada de lo que construye el hombre aquí abajo permanecerá, lo simboliza esa obra magna que fuera el templo de Jerusalén, hecho para durar un millón de años -como el Titanic para no hundirse jamás- y del cual ni siquiera las excavaciones arqueológicas son capaces hoy de reconstruir exactamente como fue, sus mismos fundamentos reducidos a escombros. Ni nuestros títulos, ni nuestros masters, ni nuestro status, ni nuestros campos, ni nuestros departamentos, ni nuestras obras de arte, nada permanecerá... Ni siquiera los elementos, ni las estrellas, ni las galaxias que para lucir queman en sus hornos atómicos cada fracción de segundo inconmensurables toneladas de materia, ni siquiera ellas permanecerán un día, evaporadas en frío y en tinieblas... Solo se salvará lo que hayamos dado a Cristo, en amor a Dios y a los demás.

La vida solo tiene sentido en la medida en que la entregamos a Cristo. Se nos ha dado, como nos dice hoy Jesús " para que podáis dar testimonio de mi ". De esa manera ni nuestros éxitos nos harán detener demasiado nuestra mirada en lo transitorio, ni nuestras desdichas y calamidades nos harán volver la vista a falsos profetas, sanadores y videntes, ni nuestros deseos tumultuosos correr detrás de vendedores de ilusiones y promotores de bagatelas. Servir a Cristo en nuestras familias, en nuestro trabajo, en nuestros estudios, en nuestros amores, desafiando al mundo, al que dirán, a la moda, a lo que hacen y dicen los demás, sabiendo que todo, aún la persecución, aún los tribunales corruptos o ideologizados, aún la muerte, pero también la burla, la incomprensión, el que nos excluyan y arrinconen, el que no podamos sobrevivir en competencia con los que se asimilan a este mundo... todo adquiere significado si lo hacemos, como dice el evangelio, para dar testimonio de Jesús.

Lo cotidiano, lo que va llevando nuestras vidas deshojando rutinariamente nuestros almanaques en alegrías y penas, en días luminosos y en neblinas, adquiere fuerza de eternidad en la medida en que nuestros ojos, más allá de las posibles adversidades de esta vida, se fijen en la alegría perenne que ni el tiempo, ni los romanos, ni las guerras, ni las pestes, ni nuestros adversarios, ni nuestras debilidades, ni la muerte -solo el pecado- podrán nunca destruir.

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