Sermones de la epifanía del seÑor

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1981. Ciclo a

EPIFANIA DEL SEÑOR
(GEP 06-01-81)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo     2, 1-12
Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. «En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel» Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: «Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje» Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.

SERMÓN

Que el término ‘cielo' pueda designar, a la vez, el reino de los astrónomos y astronautas y la morada en que Dios reúne a sus elegidos, no es fruto de una confusión infantil en la que hubieran incurrido tanto los autores bíblicos como los pueblos primitivos, sino la necesaria forma simbólica -a partir de seres y acontecimientos visibles y materiales- por medio de la cual el ser humano ha de remontarse a los entes invisibles y espirituales.

El hombre no puede manejarse con sola razón, con sola inteligencia, prescindiendo del vehículo material imaginativo. El pensamiento ‘puro', intelectual es propio solo de los ángeles. El hombre siempre ha de ‘imaginar'. Sus sentidos, su cerebro material, sus neuronas, han de intervenir necesariamente en todos sus procesos mentales, aun los más abstractos. Por eso su pensar es siempre simbólico. Una ‘imagen' o un ‘esquema' o un ‘fonema' asociados a representaciones, intuiciones o sentimientos son la base necesaria de las más abstractas de sus meditaciones.

 De allí que el concepto de ‘lo divino', de aquello que, más allá del pequeño universo humano, lo domina, lo cubre, lo gobierna, los trasciende, espontáneamente fue simbolizado a partir de aquello que, geográfica-espacialmente, parecía dominar el mundo, ‘cubrirlo' y, al mismo tiempo, estar fuera del alcance del hombre.

Espacio superior, inaccesible. Allí donde brillan perennemente el sol, la luna, las estrellas y de donde parece venir la luz y el calor que permiten la vida.

Nuestra palabra ‘divino' o ‘Dios' provienen de una antigua raíz etimológica indoeuropea que significa ‘brillar', designando por ello las alturas de donde parece provenir todo ‘brillo', toda luz. El cielo es lo que luce. ‘Divus' o ‘deus'. De la misma raíz proviene ‘día'.

Así pues, ‘deus', en castellano ‘Dios', etimológicamente significan sencillamente ‘cielo'. Y, como la vida surge de la fecunda acción del cielo que brinda luz y calor a la tierra, aquel, en casi todas las religiones, representa al principio paterno, fecundante. La tierra, el materno. Hasta hace muy poco no se sabía que la mujer también aporta su propia parte de ‘la semilla'.

   

Por eso, en la antigua India, ‘dios' o el ‘cielo' eran llamados ‘diaus pitar', es decir, ‘cielo padre', ‘dios padre'. De allí al griego ‘zeus pater' y al latín: ‘diu piter' o ‘iu piter'. También en chino, Yang -contrapuesto a Ying- significa brillo, cielo.

De allí que, naturalmente, todo lo que tuviera algo que ver con el cielo tendiera a simbolizar, para el antiguo, el mundo de lo divino. Ni siquiera los científicos griegos escaparon a esta mentalidad. El sol, la luna, los planetas, las estrellas, pertenecían –aún en Platón o Aristóteles- a un universo distinto del terrestre.

Si las cuatro esencias -los cuatro elementos de los cuales todo se compone aquí abajo-, ‘aire', ‘fuego', ‘tierra' y ‘agua', diversamente mixturadas conformaban todo el mundo de seres que se corrompen, se gastan, envejecen, nacen y mueren; el mundo de los astros, en cambio, estaba compuesto de una ‘quinta esencia', incorruptible, eterna, que, en los movimientos regulares que descubrían los astrónomos, reflejaban la eternidad de Dios y sus leyes inmutables.

Más aún, estos astros, durante toda la antigüedad, eran ellos mismos divinos. Si el Sol era el símbolo, la revelación epifánica del ‘dios padre' supremo, la Luna era su consorte o su contraparte nocturna, el reflejo de la ‘madre Tierra'. Las estrellas su corte, o su ejército, o divinidades inferiores: Venus, Marte, Saturno y demás.

 
Marte, Diego Velázquez, h.1640

 La misma Biblia no escapa, en sus estratos más antiguos, a esta concepción. En el libro de Job los astros aparecen identificados con los ángeles. “¿Quién puso su piedra angular entre el vocerío de las estrellas del alba, de las aclamaciones de los hijos de Dios? (Job 38, 7). Según los salmos son los “ejércitos celestiales”, considerados como poderes animados.

Pero, en Israel, a diferencia de otras religiones, los astros, aunque seres vivientes no son dioses autónomos, son creaturas.

Cuando el relato del Génesis afirma “Y dijo Dios: ‘haya lumbreras en el firmamento celeste para separar el día de la noche y para alumbrar a la tierra'” está destruyendo toda primitiva concepción sobre las luminarias celestes. Las reduce a meros seres creados.

Obedeciendo al llamado de Yahvé, brillan en su puesto” –dice la Escritura-. O, por orden suya, intervienen para apoyar los combates de su pueblo. “Desde el cielo combatieron las estrellas, desde sus órbitas combatieron contra Sísara (Jueces 5, 20)”.

Los astros no son pues, dioses, sino ‘servidores' y uno de los títulos de Dios es precisamente ‘Yahvé Sabaoth' que, literalmente, significa ‘Dios de los ejércitos', entendiendo por ‘ejércitos', la multitud de las estrellas identificadas con los ángeles. Es el título que aparece en el ‘Santo, Santo, Santo'·de nuestra Misa y que viene del canto que, en el libro de Isaías, entonan constantemente los ángeles a Dios. Para evitar connotaciones bélicas, nuestra traducción argentina, en lugar de verter ‘Dios de los ejércitos' traduce ‘Dios del universo'.

   

De todas maneras, aún cuando haya sido Dios quien les ha asignado sus tareas, los astros, al mismo tiempo que regulan el tiempo y presiden el día y la noche, en su resplandor, en su belleza, en el orden perfecto de sus celestes movimientos revelan la ‘Gloria' de Dios.

 Sin embargo, la tentación de los cultos astrales era tan grande que los profetas tuvieron que luchar constantemente contra esta forma de paganismo que, desde los pueblos vecinos, infiltraba a Israel y lo empujaba a la idolatría.

Porque, es claro, fuera del ámbito judío, el culto a los astros era –y es- casi universal.

Era evidente, para todos, que el sol influía en los acontecimientos de la tierra de manera decisiva. Su posición en el cielo determinaba las estaciones; los ciclos vitales de las cosechas. Era evidente también que la luna provocaba las mareas y que los cuartos crecientes y menguantes y sus distintas formas ejercían influjos misteriosos en el crecimiento de las plantas. ¿No intervendrían, también las estrellas y los planetas, en sus figuras inscriptas en la pizarra celestial, con influjos diversos y arcanos sobre los aconteceres humanos y terrenos? ¿No reflejarían o presidirían de alguna manera, con sus derivas astronómicas, el curso de la vida de los hombres?

Los antiguos estaban convencidos de ello. De allí que la astronomía fuera, no una ciencia a la moderna, sino ‘astrología', la ciencia de descubrir en el decurso de estrellas y planetas y sus distintas conjunciones y eclipses la voluntad misteriosa de los dioses sobre los hombres. Todos sabemos algo de esto porque, aun los que no creemos en estas cosas, no dejamos de leer en los diarios y revistas los pronósticos que corresponden a nuestro signo.

 El mismo Santo Tomás –que, según la ciencia de su época, pensaba que las leyes físico-químicas de los elementos eran reguladas por el movimiento de las esferas celestes- concedía alguna credibilidad a los astrólogos.

En la medida en que el hombre se deja llevar por sus pasiones -afirmaba- es decir por el juego de sus instintos animales y por tanto crasamente materiales, era capaz de ser influido por los astros que, efectivamente, -sostenía-, presiden e inclinan los movimientos de la materia.

 Los actos libres del hombre, que son de índole espiritual, por el contrario, de ninguna manera son determinados por los astros. Por eso son impronosticables los movimientos del hombre realmente libre. Lo que pasa es que, como la mayoría no es libre, sino que se deja llevar por sus pasiones materiales, por eso, los astrólogos, muy frecuentemente –hoy diríamos ‘estadísticamente'- son capaces de preanunciar lo que va a pasar en los eventos comunes que dependen de la multitud. “Pocos son” -concluye pesimista el Aquinate- “los sabios, los santos, que dominan a estas inclinaciones pasionales con su razón”.

Prescindiendo de la astrología, esta misma razón es la que hace incierta toda ciencia prospectiva, toda futurología: la existencia -en los pocos y mejores- de la libertad. Un genio, un santo, es capaz de modificar todo el curso previsto de una historia de masas.

 Sea como fuere, las estrellas conservan, en la Sagrada Escritura, todo sus significado simbólico. Aún desdivinizadas son, como decíamos, signo y manifestación de ‘la gloria de Dios'. El Dios invisible se hace visible en la luminosidad espléndida del estrellado cielo. Pero, en Israel, la estrella no es solo signo externo de lo recóndito del ser divino actuando en el mundo, sino que se transforma en signo de aquel que hace de representante de Dios en medio de su pueblo: David, el Rey, el Ungido, el Mesías.

Algo de eso también se asociaba a los emperadores romanos. Cuando nace Augusto una nueva estrella se enciende en el cielo.

 Por eso, cuando Balaán, en el libro de los Números, profetiza el advenimiento de la monarquía davídica, dice: “lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel

Y, cuando más tarde, desaparecida la monarquía, la esperanza de Israel se eleva hacia un nuevo Mesías, el profeta Isaías exclama: “Arriba, Jerusalén, resplandece, ha llegado tu estrella, ha llegado tu luz, la gloria de Yahvé sobre ti amanece.”

 Por eso son inútiles las tentativas hechas en su momento por Kepler, que veía en la estrella de los ‘magos' la conjunción de Júpiter y Saturno del año 7 antes de Cristo; o la de otros astrónomos que quisieron identificarla con el cometa Halley en su aparición del 12 antes de Cristo.

 
Maíno de Castro (1578-1649)

 La estrella aquí no es sino el símbolo de la luz divina, Cristo Jesús, que no solo se manifiesta al pueblo de Israel, sino que quiere hacerse manifestación, epifanía, para todos los pueblos y todas las razas, representados en esta ocasión, por los ‘magoi', o astrónomos, venido de Oriente.

 Para todos brilla la estrella. Basta escrutar el cielo. Basta dejar la comodidad de los palacios orientales, apagar los ruidos de los negocios de este mundo y ponerse a escuchar y mirar y rezar, para que empiece a cantar adentro nuestro la música de las esferas, el sonido de la estrella y, en su brillo tenue, encontrar a Jesús.

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