LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN
(GEP 15/08/74)11hs Inmaculada 19hs San Benito
Lc. 1,39-56
Cualquiera que, honesto consigo mismo, tenga de la vida sus años de experiencia, ha de darse cuenta cuántas tendencias contradictorias coexisten en uno. Como decía san Pablo en su epístola a los romanos: “Realmente mi proceder no lo comprendo, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco.” Sí” –afirma un poco más adelante‑ “me complazco en la ley de Dios, quisiera seguirla, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros”.
Y ¿quién de nosotros, cristianos, no experimenta lo mismo en nuestra pobre condición humana?: meditamos, nos damos cuenta, escuchamos a Cristo en el evangelio, nos golpea aquel ejemplo de ese santo o aquella prédica y entonces nos decidimos con entusiasmo, firmemente, “¡Esta vez sí!” y, a los pocos días o a la primera tentación u oportunidad, de nuevo estamos en lo mismo de antes, en nuestra mediocridad, en nuestra rutina, en nuestras claudicaciones.
Sí: conflicto permanente entre la meta que señala nuestra inteligencia, nuestro espíritu, nuestra razón, el Evangelio y la fuerza de gravedad de nuestra débil humanidad, de nuestros apetitos desordenados, de nuestras fiacas, de nuestras abulias.
Conflicto permanente digo, porque se prolongará sin descanso incluso hasta el minuto final de nuestra vida, en donde se librará por postrera vez la gran batalla: nuestro instinto de supervivencia, nuestra mente, nuestra razón que se resiste a morir, que quiere vivir, y la biología que se burla por última vez de nosotros y, enfermándonos, corrompiéndonos, nos arrastra a la muerte.
Esta especie de cinchada que se desarrolla desde que nacemos en nuestro interior, esta dualidad de tendencias, hizo que desde los albores de la historia, al reflexionar el ser humano sobre sí mismo, creyera descubrir dentro suyo dos cosas, dos seres en difícil y antagónica convivencia: por un lado el espíritu, por el otro el cuerpo. El espíritu bueno, luminoso, etéreo, puro. El cuerpo basto, opaco, oscuro, malo.
Algo así decían las antiguas gnosis orientales –los libros de los Vedas por ejemplo‑ “el espíritu humano –afirmaban‑ que otrora habitaba libremente en las regiones radiantes de la divinidad, por celo de los dioses o por castigo de algún prehistórico pecado, se vio condenado a asumir un cuerpo, sumergirse en el barro, habitar la animalidad”. Por eso sostenía Platón, vocero también de estas concepciones, que el cuerpo era la tumba del alma. De allí que en estas concepciones, todo el esfuerzo del hombre debía encaminarse a liberarse del cuerpo, liquidarlo, olvidarse de él, mortificarlo. Por ello Sócrates no teme beber la cicuta: “Me despojaré de este cuerpo –dice‑ y volveré a la divinidad.”
Los hindúes y los budistas enseñan algo parecido: todos los males vienen del cuerpo, de los sentidos, de las pasiones. Hay que despojarse de todo eso ‑que, por otra parte no es sino ‘maya’, ilusión‑ y sumergirse en las profundidades del yo, olvidar todo, lograr la impasibilidad, desembarazarse incluso del deseo de existir, llegar al ‘nirvana’.
Más o menos por allí transitan todas las escuelas hinduistas que hoy están de moda en ciertos ambientes, desde el yoga hasta las iluminadas enseñanzas del gordito gurú Mahara Ji.
También los espiritistas tienen algo de esto con su doctrina de la reencarnación. Asimismo, aunque al revés, las teorías del ‘Superego’ del psicoanálisis freudiano o el de las famosas ‘superestructuras’ de Marx.
Pero, en fin, nada de esto tiene que ver con la realidad, con la verdad que enseña la Iglesia Católica. El hombre no es dos cosas: cuerpo más espíritu, alma aprisionada en la materia, espíritu luchando, pateando, contra su celda material: es un solo ser: ‘hombre’, en el cual podemos distinguir pero no separar, dos coprincipios: uno de índole espiritual, otro material.
Dios no crea un alma y luego la sumerge en un cuerpo. Dios crea ‘al ser humano’, unidad substancial de cuerpo y alma. Soy uno, no la suma de dos cosas. No es ninguna pena para el alma espiritual humana el vivir en el cuerpo, al contrario, porque de otra manera no hubiera podido existir. Como no podrían existir las formas de los bancos de la iglesia sin su madera.
Y, por eso, cuando la Iglesia habla de ‘eternidad’ no habla solamente de la ‘inmortalidad’ de los espíritus o del alma, sino de la resurrección de la persona. No es mi espíritu, vaga forma etérea y translúcida, quien vivirá para siempre en un cielo de nubes y de arpas, sino yo, Gustavo Podesta y vos, Jorge Pérez. Hombres, no ángeles, cuerpo y alma, mente y ojos, inteligencia y corazón, razón y manos, son quienes habitarán para siempre los ‘nuevos cielos y nueva tierra’.
Y la división que todos notamos en nuestro interior, que notaron los antiguos y que apunta San Pablo –y que existe‑ no es la lucha entre el cuerpo y el alma, sino el desorden, la desarmonía, producido en nuestras potencias por el pecado. Y el menos culpable, en todo caso, sería no la biología sino la mente, porque es el espíritu quien primero peca, tanto en el ángel –que no tiene cuerpo‑ como en el hombre, al rebelarse a Dios con la soberbia. Los más graves son no los pecados de la ‘carne’ sino los del espíritu: el egoísmo, el orgullo, la envidia, la sed de poder, la malicia, la vanidad.
No. Nuestra pobre fisiología es lo menos culpable de todo. Y, por eso, la iglesia no desprecia lo corporal, como hacen los maniqueos, los puritanos, los racionalistas, los hindúes, sino que trata de curar y ordenar el conjunto de las pulsiones que anidan en lo humano para que sean capaces de servir a Dios y a los intereses superiores del hombre.
Anthony van Dyck. Asunción de la Virgen, 1627, National Gallery of Art, Washington
Un poco hacia allí apunta el sentido de loa solemnidad de la Asunción de María que hoy celebramos.
Porque en María no hubo ni el más leve rasguño de pecado, ni siquiera el original, tampoco hubo en ella el más mínimo desorden, ni tensión. Fue toda de una pieza, un solo querer, una sola voluntad, sin tironeo ni desviaciones. En ella brilló, espléndida, esa unidad plena del ser humano con la cual Dios quiso crear al hombre. Y, de tal manera fue una en su vida terrenal, que era absurdo que sufriera como nosotros el desgajarse, la división, el desgarro brutal de la muerte. La muerte, desintegración final fruto de la división iniciada por el pecado, no podía tocar a Aquella a quien el pecado ni siquiera pudo rozar.
Y por eso María, indivisa, una, armónica, coherente sin fallas en este mundo, así, una e indivisa, debió pasar, transfigurada, resucitada, al Reino celestial.
Sí: María, cuerpo y alma, no ángel, no espíritu, mujer plena, Nueva Eva, ya está junto a Dios, junto a su Hijo, como garantía, como prenda, de que también nosotros un día –aun cuando temporáneamente deberemos sufrir la división, la mutilación de la muerte fruto del pecado‑ también nosotros, por el poder de Aquel que con su muerte ha vencido a la muerte, resucitaremos, indivisos, hombres, alma y cuerpo, para compartir con Jesús y con María la alegría imperecedera de la eterna Pascua.