LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN
(GEP 14/08/77)
Lc. 1,39-56
Quien viaje a Pisa, sin duda no dejará de ir a la Piazza del Duomo. Allí está la célebre torre inclinada –“la torre pendente”-, el Duomo y el Battistero. Y, frente a estos tres monumentos y no menos conocido, el justamente famoso ‘Camposanto’ o cementerio, fundado en el siglo XII con tierra del monte Calvario traída a la ciudad por los cruzados.
Rodeado de galerías góticas del siglo XIV y XV admirablemente decoradas por frescos –algunos de ellos, en la galería norte, de Benozzo Gozzoli- es visita obligada del turismo.
Pero lo que allí me interesa es, entrando, a la izquierda, en la galería Este -de un autor menos conocido, Pietro di Puccio d’Orvieto- un fresco – dañado desgraciadamente en un bombardeo yanqui en el año 44- que inmediatamente llama la atención por su extraña figura.
Se trata a primera vista de una serie de círculos concéntricos de diversos colores encerrando, en el centro, una circunferencia parda. Rodeando el conjunto, una superficie lisa de un azul verdoso atemporal y, sobre el círculo más periférico y rompiendo el marco de la pintura, los hombros y la cabeza de un ser humano, dos manos a los costados sosteniendo los círculos y las haldas de una túnica y los pies por debajo. En los ángulos inferiores las figuras de San Agustín y Santo Tomás.
Para los pisanos de la época, la pintura no tenía nada de extraño: les representaba simplemente la idea que tenían del universo. En el centro la parda tierra, el mundo de los hombres. Girando a su alrededor los diversos orbes a su servicio: la esfera aérea, la etérea, la olímpica, la ígnea, los diversos orbes planetarios: desde la luna, el sol y los planetas hasta el firmamento constelado de estrellas; los signos del zodíaco y, más allá, el cristalino y el empíreo, subdividido según la jerarquía de los ángeles, todo sostenido y ‘omniabarcado’ por Cristo, sumergido el conjunto en el ámbito no espacial de la Trinidad, figurado en el azul verdoso
Y así, gráficamente, Pietro di Puccio d’Orvieto expresa la convicción por otra parte no original sino constantemente repetida en todo el Medioevo: todo el universo material sirve al hombre cuya tierra ocupa el mero centro del cosmos. Sobre El más allá del firmamento se mueve escalonadamente el mundo de los ángeles, desde los inferiores a los superiores. Dominando todo: Dios. Sosteniendo la creación, pero uniendo en sí lo creado y lo divino, el Mediador, Jesucristo, que de alguna manera recapitulando todo el universo en su propio cuerpo resucitado, rompe el límite de lo creado y descansa su cabeza en la Divinidad.
No hacían sino figurar con la ingenua concepción científica de la época lo que decía San Pablo a los Colosenses hablando de Cristo. “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. El existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. Él es también la Cabeza del Cuerpo…. Él es el principio, el primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la plenitud.”
Nuestro mundo moderno, aún dentro del catolicismo, ha empobrecido la figura de Cristo. Pensamos mucho en Belén, en lo humano, pero poco en esta función cósmica grandiosa que es concedida, nótese bien no solo al Verbo, a la segunda Persona trinitaria que ya la tiene por naturaleza, sino al hombre Jesús, a través de su ‘glorificación’ o, según otras imágenes neotestamentarias, el ‘sentarse a la derecha de Dios’ o el ‘ascender’ o el ‘ser exaltado’. “El sostiene el universo con su Palabra poderosa” dice el autor de la carta a los Hebreos
Cristo, hombre glorificado, cumple con creces las funciones de la energía –enérgeia o dýnamis- sustentadora del cosmos de los estoicos, o del Hombre con mayúsculas del mundo de las ideas de Platón, o del macro-ántropos de los neoplatónicos o del Adán Kadmón del gnosticismo aunque corrigiendo estas figuras. Según el Nuevo Testamento la humanidad glorificada de Cristo, más allá de la estrechez del tiempo y el espacio, cumple una función presidencial, arquetípica y dinámica sobre todo el cosmos, encaminándolo hacia su plenitud. En Cristo, hombre glorificado, se subliman todas las potencialidades de la materia, precisamente porque toda la dinámica del universo material, apunta a plenificarse en El.
Cristo hombre –insisto- porque ‘elevado’ en la ascensión a la plena divinidad oculta en su vida terrena- en la ‘ascensión’ que rompe las barreras del tiempo y del espacio, desde lo eviterno, aún antes de Belén, actúa como polo magnético y rector de la historia de la materia y de los hombres.
Cuando Copérnico, sacerdote católico polaco, resucita y defiende la vieja teoría de Aristarco de Samos de que no es el sol quien gira en derredor de la tierra sino al revés, Lutero asido a cierta literalidad mal entendida del Antiguo Testamento lo condena y Melanchton, teólogo protestante, se pronuncia agriamente contra las “nuevas y malvadas y ateas opiniones” del católico Copérnico.
Copérnico no pretendía de ninguna manera negar la centralidad del hombre y ni la soberanía de Cristo sobre el universo ya que estas no estaban ligadas a ninguna concepción geográfica. Pero cuando, más allá de lo puramente científico y astronómico, por medio de la nueva teoría se pretendió atacar la posición medular del hombre en el cosmos como fin de la creación material, también la Iglesia se preocupó. Y, en realidad desde Giordano Bruno, monje apóstata y cabalista, hasta nuestros días, el hecho de que la tierra sea un pequeño planeta, girando alrededor de una mediana estrella ubicada en un rincón de una de las tantas miles de millones de galaxias que forman el cosmos, ha servido a todos los adversarios del cristianismo para decir que también el hombre es un fenómeno de segunda importancia dentro de la enormidad del espacio y del tiempo universal.
Con la ‘revolución copernicana’ el hombre –dicen- ha perdido la ilusión de ser el centro del universo descubriéndose como un mísero insignificante parásito dentro de una inmensa y fabulosa maquinaria.
Pero hoy en día hay que decir que la misma ciencia que había borrado esta centralidad espacial ilusoria de los antiguos, tiende hoy a poner nuevamente al hombre en su trono, reivindicándole una centralidad de orden más alto. Rota ya la imagen del mundo estático, se va delineando, cada vez más netamente, el cuadro de un universo en camino, un universo en ascenso, desde la simplicidad del átomo, en los orígenes del tiempo, hacia la complejidad de la vida y, desde la relativa sencillez del mundo unicelular en el precámbrico, hacia la versatilidad cerebral de los primates y, en el vértice, en la cumbre, -como si toda esta historia y estos esfuerzos a él se encaminaran, a través de tanteos siempre ascendentes- el hombre. En este cuadro el ser humano va reconquistando a los ojos de la pura ciencia su puesto de centro y de vértice, como lo pinta la Revelación.
De allí que, así como la ciencia admite el que todo se ha dado en el tiempo como si la idea del hombre marcara desde el comienzo la evolución de la materia, así ya no queda fuera de lo pensable, aún desde la ciencia, que el Cristo cósmico polarice y guie teleológicamente todos los esfuerzos de la historia. Fuera ciertamente de las posibilidades de la naturaleza, pero preparándose para este sublime destino ‘sobre-natural’.
Sea lo que fuere de la ciencia, ese es el dato de la fe. Cristo, el Señor glorioso, ascendido, exaltado; el Principio, medio, sostén y Fin de toda la creación, el Alfa y el Omega, el Pantocrátor. Cristo que siendo hombre y Dios a la vez y une en su persona al cielo y la tierra, hace de mediador entre lo humano y lo divino. En Él puede y debe cada hombre realizarse y encontrar la plenitud, la Vida, la Salvación.
Pero es claro, como dijimos ya alguna vez, el ser humano no es solamente varón: “macho y hembra lo creo”, dice el Génesis. La mujer forma parte esencial e inescindible del humano ser y por eso, en función materna y femenina también ella entra dentro del plan mediador y redentor. En Eva –presente a todas las mujeres de la historia como fuerza centrípeta- pecando. En María, negándose a sí misma y afirmando a Dios y por ello mujer nueva ‘llena de gracia’, predestinada, Inmaculada Concepción.
Francisco de Zurbarán, 1628 - 1630. Prado.
Pero esta afirmación, este Sí a Dios, más allá del acto psicológico humano, adquiere una dimensión de mediación universal, justamente porque Ella es asociada de una manera especial a la función cósmica de Cristo, en la Asunción.
En la Asunción Ella también es exaltada junto a su Hijo, es ascendida al nivel de la eviternidad y, por eso, su afirmación de Dios, su “hágase en mí según tu palabra”, fuera del tiempo y el espacio con Cristo sigue presidiendo la historia de la salvación. Y aún desde allí lo presidió antes de Nazaret. Ella es la mujer celeste, revestida de sol y con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza. Reina con su hijo, Señora de todo el universo.
De esto nos habla la fiesta de la Asunción: no de un vuelo espacial, no un mero premio a María –que su cuerpo no se corrompa-, no solo la victoria sobre la muerte, no solo una manera semi-mítica de promover la devoción de los fieles. El hecho realísimo de la Asunción de María la coloca, junto a su Hijo, en una función universal y cósmica difícilmente imaginable de otra manera.
Es solamente así como podemos comprender el papel protagónico que María asume en la Iglesia y el culto con que todos los siglos la han venerado de manera única. A pesar de los intentos minimizantes de ciertos teólogos que no entienden nada de nada Ella, más allá de ser la humilde jovencita que en Belén y Nazaret va a buscar con sus convecinas el agua a la cisterna, ha sido exaltada con su Hijo y con Él reina desde siempre y para siempre sobre toda la creación.