LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN
(GEP 15/08/82)
Cuentan que Coleridge –conocido poeta y filósofo inglés del romanticismo- confiaba tanto en la intuición de las mujeres en materia artística y de gustos que tenía la costumbre de consultar a las damas en estas cuestiones y de aceptar su opinión. Pero, cuando ellas añadían: “ Pienso así porque …”; “ Perdón, Señora ” -interrumpía- “ déjeme que las razones las ponga yo ”.
Samuel Taylor Coleridge 1772-1834
Y Coleridge no hacía en esto sino unirse a esas generalizaciones corrientes que tienden a atribuir a uno y otro sexo diversas innatas cualidades. En esta caso: la ‘intuición', a la mujer; la ‘razón', al hombre. “ L'ésprit de finésse ” –diría Pascal- a la primera. “ L'ésprit géometrique ” al segundo. El hombre piensa; la mujer siente -dirán otros-.
El que estas características algo simplistas, y tantas otras, correspondan a la fisiología misma del hombre y de la mujer, o a meras circunstancias culturales o sociales, es algo que ha venido discutiéndose desde hace bastante tiempo sin llegarse a un acuerdo definitivo. Pero –a pesar de la pervivencia de ciertos feminismos a ultranza- parece que se está cada vez más de acuerdo en que, tanto en nuestra genealogía de primates -antes de la aparición de la razón- como en su tipología psicofisiológica, lo masculino y lo femenino poseen características diferenciales bien definidas en todo su ser. Ya sabemos, al menos, que hasta la última de las células de nuestro cuerpo lleva en su código genético los cromosomas ‘Y' o ‘X' que hacen al uno y a la otra.
Lo cual de ninguna manera habla de inferioridad o superioridad. Primero, porque en todo individuo, cualquiera sea su sexo, suelen existir, en mayor o menor medida, mezcladas, características masculinas y femeninas y, segundo, porque aún cuando lo masculino y lo femenino existieran separados en su estado puro, ambos están destinados por naturaleza a complementarse. Ninguno de los dos sexos, a menos de ser fertilizados por el carácter complementario del otro, es capaz de ser plenamente humano.
Sea lo que fuere del origen objetivo de estas idiosincrasias, todos están de acuerdo en admitir que la función ‘materna', que ha sido el eslabón constante de unión entre todas las mujeres del mundo, configura una característica -sea instintiva o adquirida- de la cual ninguna señorita, y menos señora, podrá independizarse fácilmente a no ser que alguna vez se llegue a demostrar que la fecundación y gestación ‘in vitro' sean posibles sin desmedro de la formación integral de la progenie.
Y, si el varón ha cumplido, desde la lejana actuación de los primeros homínidos, la función permanente de la caza, de la guerra, de la conquista, de la protección de la hembra y de su progenie y eso le ha hecho desarrollar su espíritu de iniciativa, aguzar la mirada para las grandes distancias y, por eso, elevar el pensamiento a los universales, al ser, prever el movimiento de la presa, de la fiera y del enemigo y, por tanto, ejercitar la reflexión en el ajedrez de la movida futura y del proyecto, aumentar músculos y adrenalina para defender su territorio y acrecentarlo en hectáreas o en dólares, destreza de espada o computadora; la mujer, en cambio, sabe mantenerse siempre dentro de los horizontes de las intuiciones esenciales. Como que ha vigilado la morada, cobijado a los hijos, curtido y cosido sus vestidos, preparado las comidas y las reservas alimenticias durante millares de siglos, viviendo siempre en el horizonte concreto y humano del hogar, o del inabarcable mundo del varón. En contacto permanente con las personas queridas que son los suyos, no con la multitudes o los ejércitos. En las relaciones que verdaderamente importan que son los prójimos –los próximos- y no en las sociales o comerciales del primate empresario. Por eso difícilmente la mujer se queda en abstracciones. Vive más de lo concreto y del presente, y se aferra u aborrece más sensiblemente a las personas, ya que, a diferencia del varón, nueve meses ha de nutrir a un hombre con su propia sangre y carne para que sea.
El hombre querrá volar al universo, cabalgar ideales y utopía y alucinarse por los fines. La mujer vive en la tierra y sabe temperar la brutalidad de los esquemas masculinos, porque tiene la ciencia del tacto y la caricia. Sabe pronunciar el nombre único y personal, suavizar y purificar los tonos, adaptar la fórmula ruda del varón a los matices de cada situación especial.
Y la mujer es siempre el camino de retorno. Si el varón es la fuerza centrífuga, el espíritu que vuela afuera y que carga. La mujer es el centro, la solidez, es el polo que atrae.
Así como Dios no está en el cielo; sino que el cielo es donde está Dios, así la mujer no está en el hogar, sino que el hogar es donde está la mujer.
Desde ese centro nutricio sale lo viril en sus excursiones de poeta, de soldado, de científico –decía Chesterton -. Pero a ese centro siempre ha de regresar si no quiere extraviarse.
Lo masculino es catabólico, gasta energía, desarrolla actividad, violencia. Lo femenino es anabólico, almacena fuerza, recibe y conserva. Para dar.
Por eso la mujer representa la fuerza. Es ella la que conserva y guarda, espera y recibe. Par poder luego nutrir, curar y reponer. Ella es lo permanente: es el ser que acepta, gesta, pare y amamanta.
La pareja primordial no es tanto el marido y la mujer, sino, arquetípicamente, la madre y el hijo. Y la madre es el ser, el hijo es el actuar. Por eso no hay hijo sin madre y, en cambio, puede haber mujer sin hijo y madre virgen, sin varón.
“ Y Dios creó al hombre: macho y hembra los creó. ” Así dice la Biblia. El ‘hombre' no es solo el ‘varón' o sola la ‘hembra'; sino ‘varón y mujer'.
La Pascua -Resurrección y Ascensión-, nos hace contemplar, todos los años, el misterio de la apoteosis de lo humano en Jesús. El misterio del hombre que es hecho Dios, que es ascendido a lo divino. Sublimando, así, a lo celeste, toda la creación, de la cual el ser humano es resumen, microcosmos.
Pero el hombre es ‘varón y mujer'. En Jesús de Nazaret se ha divinizado lo masculino de lo humano.
De allí que la fiesta de hoy, la Asunción, completa la Pascua.
También lo femenino es glorificado: varón y mujer, Señor y Señora, Rey y Reina
El protestantismo flaco favor ha hecho a las mujeres cuando mutilando la concepción católica del hombre y su redención, la reduce a lo puramente varonil. De allí que, como lógica reacción, el feminismo exacerbado y la reivindicación de la homosexualidad haya nacido en países de influjo protestante.
También lo femenino, las penas y alegrías de la mujer, todas las cualidades que de ella suponemos y sus riquezas propias, podamos aún determinarlas o no, debían ser ascendidas al cielo si la promoción del hombre quería ser plena y no parcial.
Porque también la ‘economía' de la redención, si debía realizarse sacramentalmente a través de la mediación humana, debía efectuarse mediante lo femenino. No solamente Él. Ella también debía ser mediadora de todas las gracias.
No solo a través del llamado viril de Cristo, de su convocatoria al combate, de sentir en las cargas rostro al viento sus estribos y espuelas flanco a flanco con las nuestras, su brazo sobre nuestro brazo, su cansancio llevando el nuestro, su ira ante nuestras cobardías. La gracia de Dios llegará a nosotros también a través de un regazo de madre, de un mimo de mujer, de un lugar donde dejar de lado nuestra armadura y espada y poder llorar como chicos en el tierno consuelo de sus faldas.
Pero, más aún, la figura de María describe la actitud constante de todo cristiano, porque –como decía Marañón - el cien por cien varón o el cien por cien mujer son ambos monstruos, de allí que aún el más masculino de los hombres debe abrigar matices femeninos para no ser una bestia y, viceversa. Tanto más en un cristiano. Jesús, por supuesto, -aunque, claro, ¡Él ya tiene tanto de su Madre!- pero, también, María.
Y, aunque no queramos exagerar: la madre antes que el hijo. Porque primero es recibir, atesorar, conservar, hacer crecer en nuestro interior la gracia, en actitud pasiva, mariana. Madurarla y gestarla en el silencio, en el puro recibir. Aceptar. Primero y antes que nadada, ‘ser'.
Recién después ‘actuar'.
Que Ella así nos lo enseñe. Y, sobre todo, que Ella nos geste como sus hijos. Y nos proteja y nos nutra y nos consuele y nos mime, para la eternidad.