Bien saben Vds. Que el último dogma definido como tal por la Iglesia ha sido el de la Asunción de la Santísima Virgen , Pío XII , año 1950. Ya en aquel tiempo muchos expresaron sus dudas respecto a la conveniencia de esta definición. En el ambiente de incredulidad que vivimos –decían- ya es - bastante difícil hacer creer a los cristianos el Credo ¿para qué añadir un dogma más? Y ¿no nos dificultaría el diálogo con el protestante? ¿Qué se gana con este dogma? ¿Qué utilidad práctica? ¿Qué mensaje actual podrá dar al hombre del siglo XX esta verdad de tanto sabor mítico y fabuloso?
Por supuesto que pocos católicos discutían el hecho. La tradición sobre la Asunción y su fiesta litúrgica se remontan a los primeros siglos del cristianismo. Lo que se ponía en duda era la conveniencia de afirmarlo como dogma.
Conveniente o no, la piedad mariana de Pio XII y la de los obispos consultados -que unánimemente optaron por la afirmativa- hizo que el dogma finalmente se proclamara. Y la Providencia que gobierna la Iglesia con suprema sabiduría, a pesar de que los hombres no sepan ver inmediatamente la conveniencia de sus actos, por algo ha fijado el tiempo oportuno de esa proclamación.
Todos recordamos, alrededor y después del concilio Vaticano II , cuántos intentos hubo por atacar la devoción mariana, el rosario, sus imágenes –de las cuales eran vaciadas sistemáticamente las iglesias- las peregrinaciones. Pero, después del dogma de la Asunción, todos estos intentos se estrellaban en la realidad inconmovible de una María elevada al cielo del cual nadie la conseguiría hacer bajar.
“María, una paisana analfabeta” decía un cura modernoso de aquel entonces; pero la gente seguía rezando el rosario y yendo a Luján y a Itatí. Lo mismo pasaba en otros países.
Esa tendencia, hoy, gracias a Dios y quizá a Juan Pablo II , se ha revertido.
Aunque no hay que guiarse por las apariencias. Porque aquellos mismos clérigos de avanzada que quería rebajar la figura del la Virgen para vendernos no se qué tipo de cristianismo adulto, hoy, al darse cuenta de la resistencia de los fieles frente a esta prédica antimariana, han cambiado de táctica. En nombre de la ‘pastoral popular', como la llaman, se cuidan bien de atacar a la Santísima Virgen, pero tratan de utilizarla poniéndola como ejemplo de ‘revolucionaria', o de ‘madre del proletariado' o, incluso, instrumentando las peregrinaciones. Poniendo a éstas bajo lemas, intenciones y slogans temporalistas o políticos.
Pero aquí también, la Asunción de la Virgen, sigue hablando, a los cristianos, de Cielo y de Vida eterna. No ayuda a estos falsos predicadores de María a rebajarla hacia objetivos terrenos y subversivos.
Pero veamos ¿qué nos dice el dogma de la Asunción ? Si tomamos algún libro que trate el tema o preguntamos a algún católico más o menos instruido nos contestará que significa que María no solo está con su alma en el cielo, como el resto de los santos, sino con su cuerpo. Añadiría, quizá, que esto se debe a que, como María es la Madre de Dios y concebida sin mancha de pecado original, no debía sufrir la afrenta de la corrupción.
La respuesta no estaría del todo mal, pero sería algo pobre. Porque, aparte el privilegio que esto representa para María, no alcanzamos a ver demasiado qué profundización dogmática o provecho moral o espiritual podemos sacar de ello.
Por otro lado, lo de la corrupción de un cadáver no es nada que afecte a ‘alguien'. Distinto es la corrupción que produce un cáncer u otra enfermedad en un cuerpo vivo. Pero, una vez muerto, despojado de su forma substancial o alma, lo que queda, el cadáver, ya no es un cuerpo humano, es un montón de materia en proceso de transformación química. Conservará la apariencia de humano durante más o menos tiempo, pero no se puede decir con propiedad “es el cuerpo de un hombre”. Ni siquiera son importantes para la resurrección futura, porque esas moléculas, esos átomos que allí permanecen en el lecho de muerte no son más que cuanto mucho, el más antiguo, ha formado parte del ser humano desaparecido durante los últimos cinco años. Cualesquiera sean los átomos de carbono o hidrógeno o nitrógeno o los que integran el cuerpo humano no son ellos -que son como piezas intercambiables y desmontables- los que dan su identidad al cuerpo sino el alma, la ‘forma substancial', dirían Aristóteles y Santo Tomás de Aquino.
Así que, estrictamente, después de la muerte no es el cuerpo el que se corrompe; lo que se corrompe es el cadáver; y éste no es un cuerpo humano ni pertenece a la persona.
Pero dejemos esto. Y, entonces, ¿qué significa la Asunción ?
Es, a todas luces, evidente que, a María, no la podemos entender sin Jesucristo. Y es inútil hablar de la Asunción de María si no hemos comprendido antes lo que significa la Ascensión de Jesús.
Y, en realidad, no se habla de la Ascensión de María por un pequeño escrúpulo de vocabulario teológico. Se dice que Cristo ‘asciende' por sí mismo. Como Dios, es el autor de su ‘subida'. En cambio María es ‘asunta' porque es Dios, no Ella, Quien la eleva. Pero, aparte las imágenes espaciales algo infantiles que estos verbos en activo y en pasivo evocan, la diferencia no tiene importancia en cuanto al hecho: tanto Jesús como María han ‘ascendido', están en el cielo.
Pero esto, otra vez, plantea preguntas que ya hemos tratado de contestar aquí mismo en otras ocasiones ¿qué significa este ‘estar en el cielo'? ¿qué es ‘ascender'? ¿Acaso cielo designa una dimensión espacial? ¿no es cielo el lugar de Dios y no es que Dios, inmenso y ubicuo como es, no está sujeto a ningún lugar? ¿No es más bien que el Cielo es Dios?
En realidad así como yo digo Dios está en todas partes y por lo tanto Dios está aquí, así también yo podría decir el cielo está en todas partes, el cielo está aquí.
Y entonces ¿porqué no lo veo, o por qué no puedo gozarlo ya? Y ¡porque soy hombre! Y mis ojos están para ver la luz material y mis sentidos y mi razón para gozar de los bienes de este mundo. Tendría que transformar mis sentidos y mi mente para poder percibir a Dios y gozarlo, ¡para estar en el cielo!
Pero precisamente eso es lo que realiza la gracia: me va, poco a poco, transformando, preadaptando, para que un día pueda ver y percibir y gozar ‘cara a cara' de la presencia de Dios. Eso será el cielo, no un lugar -aunque en algún lugar estaremos porque seguiremos siendo corporales- sino un ‘estado', una ‘condición', distintos. Habrá habido una transformación, no un viaje. Un ascenso, pero no un vuelo. Una promoción, no un desplazamiento.
Y quizá sea importante recordar que, cuando estamos hablando de estas cosas, no estamos hablando de algo secundario en nuestro cristianismo. Nos estamos refiriendo al destino final de la creación, al significado último del cosmos y de la materia, al valor último de nuestras vidas.
No es malo remembrarlo, pues, aunque eso nos obligue a repetirnos. Todo este universo que conocemos no es sino fruto del quemante amor de Dios que, más allá del regalarse mutuo en el amor de las Tres Personas, ha querido, libremente, regalar su ser, su dicha, a otros. Y no le ha bastado regalar la bondad limitada de la materia, ni la de los vegetales, ni la de los animales, ni siquiera la humana dicha, sino que quiere regalar su propia e infinita felicidad divina.
Esto que, en Dios, se decide en el instante atemporal eterno de su existencia plena y sin cambio, desde nuestro punto de vista, aún no creados del todo, se va dando a través del tiempo. A través del gran tiempo de la historia del cosmos -desde el Big Bang hasta la aparición de la vida, en la extendida edad del evolucionar de la biología hasta la aparición del hombre- y en la historia del hombre y en la de cada hombre, etapas todas de crecimiento, de ‘ascenso', en las cuales todo va siendo moldeado hacia su plenitud por el amor creador de Dios.
Y vean que todos estos caminos y crecimiento no se dan en Dios. Él es inmutable. Estos cambios se dan en la historia, en el hombre. Ni aun cuando, ya en la plenitud de la historia, nace Jesucristo se da ningún cambio en Dios. Es el ser humano de Jesucristo el que se transforma, el que es unido hipostáticamente al Verbo, y no al revés.
Dios seguiría siendo el mismísimo Dios, y el Verbo la mismísima Segunda Persona trinitaria, aunque no hubiera habido creación, aunque el mundo no existiera, aunque Jesucristo no existiera.
La creación pues y la Navidad y la Cruz y la Resurrección no son un acontecer o un drama o una tragedia o un crecer o autodesplegarse de Dios -a la manera como lo afirmaban los gnósticos o la Cábala o Hegel- sino un proceso de creación, de transformación, de mutación y de ascenso de la creatura, de la materia y de lo humano.
Precisamente, en Jesucristo hombre, en su humanidad unida hipostáticamente al Verbo, es donde se realiza plenamente el proyecto eterno de Dios, desarrollado temporalmente en la historia. En Jesucristo, muerto y resucitado ¡ascendido! todo el universo, toda la materia, toda la vida biológica, toda la historia humana alcanzan su máxima posibilidad: hacerse partícipes de la dicha, de la Vida divina que el amor de Dios nos quiere regalar.
Y Cristo resucitado, Dios -porque unido hipostáticamente al Verbo- no es solamente el primer hombre que alcanza esta plenitud sino que, por su mismo condición de ascendido, promovido, recibe el señorío del universo. De tal manera que la Providencia de Dios sobre el hombre se ejerce a través de la mediación humana de Cristo, el Señor resucitado.
El -dice la epístola de los Hebreos- “sostiene todo con su palabra poderosa”. Eso es lo que se quiere decir cuando afirmamos que asciende al cielo, que se sienta a la derecha del Padre.
Nosotros estamos mal acostumbrados: nos hemos fijado tanto en la vida mortal de Cristo -Belén, Galilea, Tiberíades…-que, ciertamente, es el camino de nuestra propia santificación, que no logramos, luego, imaginarlo transformado, ascendido, como Señor del universo, Rey del cosmos, mediador de toda la providencia divina sobre nosotros. Ese Cristo más hierático e hipercósmico que trató de representar el arte bizantino antes de que el gótico y el renacimiento lo bajaran, franciscanamente, a nuestra dimensión: el Cristo ‘ pantocrator '.
Pues bien el dogma de Asunción quiere decir algo semejante y, quizá, algo complementario.
Porque es evidente que, si en esta ascensión de lo humano a la condición divina, celeste, alcanza su meta todo el universo: podemos decir que, en realidad, en Jesucristo no está representado todo lo humano y, por lo tanto, todo el cosmos: el ying y el yang, lo masculino y lo femenino. Eso es el todo creado.
“ Y Dios creó al hombre: varón y mujer los creó ”, dice el Génesis. “ Dios creó a adán -y ‘adán', en hebreo, no es un nombre propio, quiere decir sencillamente ‘hombre'; y ese adán es, según este pasaje, “Adán y Eva”, “ isch” e “ischa ”, “ varón y ‘varona' lo creó .
Por eso mismo el nuevo hombre, no será solamente el varón asumido y ascendido, Jesús, sino también María, la mujer. El misterio de la redención y divinización del hombre -el fin del universo- se completa recién con la Asunción de la mujer.
¡Qué importante en estas épocas machistas en que vivimos -y que derivan justamente del mundo protestante que borró la figura de María y, por lo tanto y en consecuencia, de la mujer que el cristianismo auténtico había valorizado contra las concepciones depreciadoras de la mujer de la antigüedad- qué importante –digo- en esta cultura decadente en que impera un falso feminismo que es más machista que nunca, porque valora a la mujer en cuanto es capaz de imitar al varón y la degrada en sexo y pornografía en lo que tiene de estrictamente femenino, y aún la convence de los inconvenientes de ser madre, que es su dignidad suprema e incomparable- qué importante que la Iglesia haya sabido declarar dogma la más hermosa bandera de verdadero feminismo que puede haber: la Asunción de la mujer, de la madre.
Sinvergüenzas: nos quieren hablar de educación sexual a nosotros, que hace dos mil años venimos haciéndola, educando en la castidad y la temperancia, en el papel sublime del sexo en el matrimonio y la maternidad, en la figura de María. Que, en Occidente, algunos padres o algunas culturas de origen protestante no lo hayan hecho, puede llegar a admitirse, pero ¡el cristianismo en serio!
¿Y qué es la Asunción y la Ascensión, sino, asimismo, la enseñanza de que el hombre no es solamente espíritu, fría razón, alma descarnada, sino también cuerpo? Y cuerpo y sentimientos de varón y ternura de mujer, todo eso ascendido, divinizado, asumido, en los cristianos, por la gracia.
Pero la Asunción no es solamente la afirmación de que lo femenino ya está asumido en lo divino, primicia de la nueva humanidad que allí comienza. Es mucho más: así como Cristo, en su Ascensión, es constituido Señor y cabeza del universo; así también María. Nosotros lo confesamos, sin quizá darnos mucha cuenta, en el quinto misterio glorioso del Rosario, María, Reina y Señora de toda la Creación.
Si: la Asunción no es solamente un privilegio de María debido a su maternidad divina y su falta de pecado. Es poner, con Jesús, al frente de la Historia , al frente de la Providencia sobre este mundo, a un corazón de madre, a un corazón de mujer.
Aquí también nos juega una mala pasada la imaginación. Imaginamos a la Virgen aldeana, a la Virgen de la Visitación, a la dolorida madre frente a la cruz hundida en la oscuridad de esa muerte hasta allí oscura y tenebrosa. No: no es solo Esa, la que, trasladada espacialmente al cielo, cuida un poco inexplicablemente de nosotros. Es María si, la misma que era antes y fue siempre, pero transformada, ascendida, divinizada al lado de su hijo, transida por gracias de la inteligencia y el corazón –que, como dicen los teólogos, supera la gracia de todos los santos juntos- y que es capaz de hacerla permanentemente presente a cada uno de nosotros, de nuestros instantes, de nuestros reires y pesares.
A Ella junto a Jesucristo, se le ha dado el cetro y manejo del universo. Y hasta de su último detalle
Eso también nos dice la fiesta de hoy: toda nuestra vida, lo que nos pasa, lo que sucede en el mundo y sale en los diarios, o lo que duele en lo oculto de nuestros corazones, todo, no es ni por casualidad, ni por los hados, ni por los astros, ni por una providencia computada y fría de un Dios incomprensible y lejano, sino por voluntad de un corazón de hombre, de varón, de hermano, latiendo al unísono con el querer y amar de un corazón de mujer y de madre.
¡Loado sea Dios!