Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN  
(GEP 15/08/93)

 

            Hasta no hace mucho tiempo, dos lugares se disputaban el honor de haber sido teatro de la muerte y la sepultura de la Santísima Virgen. Uno, Efeso, en Asia Menor, del otro lado de Constantinopla, ligado al recuerdo del apóstol Juan; otro, la misma Jerusalén, en donde se conservaban como lugares de peregrinación, la Iglesia de la Dormición de María, sobre el monte Sión, cerca del Cenáculo y su tumba en el valle del Cedrón, junto a Getsemaní.

            El primero, Efeso, basaba su presunción en alguna confusa mención antigua, y en la existencia de una iglesia del siglo IV dedicada a la Santísima Virgen. También en el descubrimiento, en 1891, de una casa en donde -según alguna tradición- se pensaba que María había vivido con Juan. El dato era aparentemente confirmado por responder a las supuestas revelaciones de Ana Catalina Emmerich, una monja agustina alemana, vidente, media chiflada, de principios del siglo pasado, cuyas visiones escribió un tal Clemente Brentano, poeta. Piadoserias poco fidedignas, pero que alimentaron la fantasía de muchos cristianos, y los ayudaron a ser más buenos quizá, pero no a tener mejores datos históricos y geográficos.

            De hecho, las más antiguas tradiciones, y una abundantísima literatura, señalaban, como el lugar de la muerte y entierro de la Virgen, a Jerusalén. Cosa, por otra parte, mucho más lógica.

            Pero se da el caso, que esta abundante literatura, tiene su piso más antiguo en los llamados escritos apócrifos. Aquellos que, remontándose a los primeros siglos del cristianismo, y en un género aproximadamente semejante al de nuestros evangelios, no fueron aceptados por la gran Iglesia como canónicos, como integrantes de la Escritura, por provenir de comunidades sospechosas por su doctrina.

            Amén de ello, muchos de estos libros presentan detalles fantasiosos, milagros absurdos, datos evidentemente legendarios. Tal es así que nunca fueron tomados demasiado en serio como fuente de informes verosímiles.

            Pero dos circunstancias han venido a echar nuevas evidencias a la alta probabilidad de que sea Jerusalén el lugar de la muerte de María. Una, la revalorización crítica de la familia de apócrifos que se refieren a la dormición y asunción de la Virgen. Otra, las investigaciones arqueológicas realizadas últimamente en el valle del Cedrón.

            Modernos estudios y documentos demuestran que, al menos un grupo de estos apócrifos de la Asunción, se remontan a principios del siglo III de nuestra era -si no a fines del segundo- y todos ellos, que ya presentan abundantes disgresiones y añadidos teológicos, se basan en un relato más escueto y sencillo que proviene, a todas luces, de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén, y cuya redacción hay que fijar en la época apostólica, es decir, como mucho, a fines del siglo I. También pasajes talmúdicos de esa época se refieren al hecho de la Asunción en Jerusalén para atacarlo. De tal modo que nos encontramos con una tradición perfectamente documentada y bien próxima a los acontecimientos; de ninguna manera con una elaboración posterior o tardía.

            En Febrero de 1972, una creciente del torrente Cedrón inundó por enésima vez la cripta de la Iglesia de la Asunción, en donde se decía venerar la tumba de la santísima Virgen. Allí abajo, en efecto, había una pequeña capilla que la tradición señalaba como el lugar de la tumba de María. Pero los críticos decían que era una construcción conmemorativa del siglo VII, cuanto mucho, realizada en base a las leyendas de los apócrifos.

            Después de las frecuentes inundaciones del lugar, los griegos y armenios, guardias del santuario desde hacía siglos, se contentaban con cubrir las paredes deterioradas con yeso, y pintar otra vez encima. Pero en 1972, el Padre Bugatti, arqueólogo franciscano, pidió autorización para hacer un arreglo e investigación más de fondo. Para eso se picaron las paredes y, ¡oh sorpresa!, lo que se encontró no fueron muros de ladrillo o mampostería, sino paredes de roca viva, que emergían directamente del suelo.

            En realidad los arqueólogos determinaron luego que, en el siglo primero, se había excavado la roca para construir una caverna, una cueva, una cámara rectangular para que sirviera de sepulcro, y que, en el siglo cuarto, el emperador Teodosio, había aislado con enorme trabajo, cavando la roca todo alrededor -como había hecho Constantino con el Santo Sepulcro- en forma de dejar emergente una especie de cilindro con la cámara mortuoria adentro. La había recubierto de metal precioso por fuera, construyendo además un templo en forma de cruz griega para cubrirla como un inmenso relicario. Esta iglesia bizantina fue destruída después por los musulmanes. Los cruzados construyeron otra, que también fue posteriormente saqueada, pero de la cual, fundamentalmente, hoy, en la actual, se conservan los restos.

            Las excavaciones descubrieron en esta recámara subterránea, en su lado que da al oriente, un lecho de piedra, forrado en mármol en la época de las cruzadas, y que, descubierto, mostró la típica ménsula en donde se depositaba a los muertos. Curiosamente ese sepulcro no había abrigado sino un solo cuerpo, y por poco tiempo. Luego no había sido utilizado más como sepultura, y se había convertido solo en lugar de peregrinación.

            Las hipótesis apuntan a una tumba nueva, cedida por el mismo dueño de los terrenos y la gruta donde se reunía para orar en Getsemaní el Señor Jesús con sus discípulos.

            Se descubrieron otras tumbas en los alrededores. El valle del Cedrón, en esa zona, se revelaba así, bajo la pala de los investigadores, -y contrariamente a lo que se venía afirmando- como un cementerio inaugurado en el siglo primero, y donde la gente hubiera querido enterrarse, a pesar de la cercanía del Cedrón, alrededor de aquel sepulcro vacío.

            El que ese sepulcro vacío, y nunca antes ni después usado, con su única ménsula, se haya convertido ya en el siglo primero en lugar de oración y culto mariano, coincide perfectamente con la tradición apócrifa que señala exactamente ese sector como el lugar en donde, después de su muerte, los discípulos llevaron el cuerpo de la Santísima Virgen, que luego de tres días desapareció.

            Es también curioso que este dogma, proclamado como tal por el papa Pio XII en 1950, basado en la milenaria tradición y culto de la Iglesia, fuera así respaldado científicamente tantos años después, en nuestros días. La fé de la Iglesia es evidentemente más luminosa y rápida que las investigaciones de los sabios. La razón y la ciencia terminan siempre coincidiendo con lo que aquella enseña.

            Pero sea lo que fuere de estas constataciones, la asunción de la santísima Virgen a los cielos, vuelve a repetir, en lo femenino, esa transformación hacia la plenitud del octavo día, hacia el tiempo definitivo del hombre y la creación, que ha inaugurado Cristo, en lo masculino, con su propia Resurrección. Porque el hombre no es solo el varón, como lo han proclamado siempre los machismos que han dominado todas las civilizaciones fuera del cristianismo, el hombre es el varón y la mujer, como bien lo grita a todos los vientos el primer capítulo del Génesis.

            El hombre definitivo, pleno, transformado, exaltado, el inicio de la humanidad ya terminada, perfecta, acabada, tampoco es solo el varón: el varón y la mujer. Y así como el varón pleno, el macho acabado no es aquel que se realiza a sí mismo por medio de su talento, de sus obras, de su ciencia, de su política, de sus riquezas, en última instancia de su soberbia, sino el que nace de su unión inmerecida con Dios y de su ascensión y exaltación a través de la cruz;, así tampoco la mujer plena no será fruto de ninguna de estas actividades y posibilidades humanas, ni de ningún pseudo feminismo o liberación temporal, sino de la obra que en su humildad y pequeñez haga Dios a través de su fé: "Dichosa tu que has creído, bendita tu entre todas las mujeres". Así se transforma ella, como simbólicamente nos lo muestra el Apocalípsis, en la mujer revestida de sol, es decir de luz y vida divina, y que, al mismo tiempo, domina todos los tiempos de la historia, ese tiempo representado por la luna que lo mide, y sobre la cual ella se para como reina.

            El dragón es la representación de los poderes y tentaciones de este mundo, en cuanto no quieren someterse a Dios y pretenden bastarse a si mismos: el mundo de los ricos y soberbios de los cuales habla el Magníficat; el mundo de Adán y Eva, que quieren hacerse como Dios. Ellos siempre perseguirán a la mujer y sus hijos, la Iglesia, que tendrá que refugiarse en el desierto de la oración, de la humildad, de la paciencia, mientras ve angustiada como la cola del dragón arrastra a tantos hacia el abismo.

            Pero la solemnidad de hoy, nos habla más bien del triunfo final. De esos nuevos cielos y nueva tierra que han ya inaugurado Cristo y María con su Resurrección y exaltación, y que es el objetivo final de toda la historia y de cada una de nuestras vidas.

            La Resurrección, ascensión o asunción del Señor y de la Señora, anticipan nuestro propio destino de cristianos. Pero, en el caso de Jesús y de María, esa exaltación es, al mismo tiempo, adquisición de señorío y realeza sobre el universo. Nos habla de que la gracia y la ayuda que Dios nos presta para nuestra propia santificación y transformación, están en manos de ellos. Dios ha puesto todo el acontecer de los tiempos y de nuestras propias vidas, en poder de un varón y de una mujer. Ellos son los que, nuevo Adán y nueva Eva, desde la meta conseguida, nos alcanzan ayuda constante y preciosa para vivir cristianamente.

            Cristiano: tienes por Señora, por Reina, en el cielo, un corazón de mujer. Lo que temas contarle, o tengas vergüenza de pedirle, al Rey, a tu hermano mayor, al varón, no vaciles nunca, jamás tengas temor, de confiárselo a tu Madre.

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