LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN
(GEP 15/08/94)
Todos conocen el viejo mito platónico del Andrógino, el hermafrodita primitivo, ser provisto de cuatro brazos, cuatro piernas, dos cabezas y ambos sexos. Temeroso Zeus de su poder, los divide en dos, formando al varón y a la mujer que, desde entonces buscan reintegrar la unidad primitiva.
Este cuento simpático, empero, es mucho más que una fábula para referirse a la atracción mutua de los sexos, porque, en su origen mítico, la polaridad sexual es el símbolo de toda división, de la multiplicidad de la materia, de las constantes tensiones entre los contrarios.
Así por ejemplo, para el budismo o el hinduísmo, la existencia de la conciencia individual, la división de las cosas, hacen que este mundo disperso y múltiple sea un lugar de conflictos, de dolor, de enfrentamientos... Por eso toda la espiritualidad de estas religiones erróneas, consiste, por medio de la meditación o de ejercicios ascéticos, yogas, en huir del deseo de las cosas, de las sensaciones que nos pueda brindar el mundo con su multiplicidad y variación, huir aún de la conciencia que me individúa, que me separa de los demás, que me distingue y, así, sumergirme en la unidad del Todo, del Uno. Pues bien, a esta coincidencia de todas las cosas en el uno, en lo indistinto, en lo indiferenciado, se lo ha representado míticamente de muchas maneras, por ejemplo en el círculo inserto en el cuadrado ‑la famosa cuadratura del círculo‑, pero su forma más extendida y popular ha sido la del andrógino, el hermafrodita: Zeus con pechos de mujer o Afrodita con barba, en el mundo griego.
Pero la imagen mítica tiene su correspondencia en todas las culturas: Siva y Parvati fundidos en un solo ser, en la India; Isis de noche que se identifica con Osiris de día, en Egipto; el yin y el yang chinos; los misterios de Dionisios con sus alternancias masculinas y femeninas... o los intentos del taoísmo, del tantrismo y del budismo Vajra de recomponer la unidad en extrañas experiencias eróticas... o las castraciones rituales de los sacerdotes de Cibeles o de los drúidas o de cierto chamanismo...
Para todas estas doctrinas, pues, las diferencias ‑incluída la diferencia entre varón y mujer, arquetipo de toda división y enfrentamiento‑ es mala. El mundo del tiempo y del espacio es la fuente del error y el sufrimiento; es necesario huir de la diferenciación, a la unidad, al Uno primordial, donde no hay tiempo, ni espacio, ni multiplicidad, ni desigualdades...
Mucho de ésto lo reedita la New Age, la Nueva era, pero ya había hecho eclosión en la política utópica de la Revolución Francesa y del marxismo ‑su última consecuencia‑ en donde el tema de la igualdad, la abolición de toda heterogeneidad, ‑llevada a su extremo por el maoismo que uniformaba a todos hasta con un mismo modo de vestir, incluídos varones y mujeres, un mismo tipo de habitación...‑ con la reprobación total de toda propiedad, de todo lo que pudiera ser llamado mío y sustraído de lo Uno, de lo común, de lo indistinto...
Si bien el mito del andrógino era antes que nada el símbolo de este deseo de reintegración y unidad de todas las cosas, de la coincidencia de los opuestos, también influyó ‑en las civilizaciones que lo aceptaron‑ en la consideración de los sexos. Porque, cuando se trató de determinar, en este mundo de lo múltiple, en qué consistía el antagonismo y diferencia entre lo masculino y lo femenino, todas esas civilizaciones asimilaban lo masculino a lo luminoso, a lo intelectual, espiritual, racional, bueno; en cambio lo femenino a lo oscuro, lo pasional, lo material, lo irracional... Más aún, como en el mito de Pandora ‑el arquetipo femenino de los griegos‑, todas las calamidades que se derraman por el mundo provienen de la mujer, de la parte material, femenina, de lo humano, de la debilidad y oscuridad del principio débil, de su mitad inferior, mujeril...
De tal manera que, para todas estas culturas, en última instancia, el tipo de hombre verdadero estaba caracterizado por lo masculino, por el varón. La mujer era el complemento, pero más bien el complemento negativo del varón, la antítesis necesaria, la dulce enemiga, solo apta para que el varón depositara en ella su semilla, y engendrara si era posible más varones...
Porque en los pueblos sustentadores de esas doctrinas, La India, la China, Oriente en general, el Islamismo, la mujer no es sino un varón disminuído, y por lo tanto al servicio de éste, sin mayores derechos, persona a medias. Incluso, en el Islam, sin derecho de acceso al Paraíso...
En realidad, la primera metafísica o concepción del mundo que valoriza la mujer, que sostiene su plena dignidad y su igualdad con el varón, es la que aparece en el libro del Génesis. Y no es extraño, porque contra todas esas metafísicas orientales que afirmaban que el mundo y las diferencias y la multiplicidad y las pasiones y los individuos eran el mal, la Biblia declaraba y declara, solemnemente, en su primer capítulo, que las cosas son buenas, con toda su variedad, diferencias, jerarquías y especies: "y vió Dios que todo era bueno."
Y cuando se refiere al hombre afirma contundente: "Y Dios creó al hombre: varón y mujer lo creó. Y vio Dios que ésto era muy bueno."
Muy contrariamente al mito del andrógino que sostiene que lo primitivo, lo verdaderamente humano es la indiferenciación, el himno del primer capítulo del Génesis afirma que lo primitivo, lo querido por Dios es la diferencia, los dos sexos: no el hermafrodita, sino el varón bien varón y la mujer bien mujer.
Es verdad que, luego, en el judaísmo de los últimos siglos antes de Cristo ésto no fué observado correctamente. El antiguo mito de Eva saliendo de la costilla del varón alimentaba algún equívoco. La sociedad judía como tal no había sacado todas las consecuencias del mensaje dignificador de la mujer del Génesis, y el lugar de ésta en la sociedad hebrea era bastante pobre, con pocos derechos, sometida al arbitrio prepotente del padre y luego del marido, no reconocida su personería por las leyes sino a medias...
En esto Jesús es un revolucionario: trata a la mujer de igual a igual: piensen en su conversación con la samaritana que tanto sorprende a sus discípulos varones, en su amistad con Marta y María de Betania, a quienes no duda en integrar como discípulas, y la libertad con la cual actúa con ellas frente a los prejuicios de la época. Vemos, incluso, en el evangelio de Juan, como una de ellas, en ocasión de la vuelta a la vida de Lázaro, es la primera en manifestar su fé en Cristo ‑lo que en los sinópticos se atribuye a Pedro‑, y, luego, son las primeras a las que se aparece Jesús y que anuncian su Resurrección a los hermanos...
Con sus más y sus menos, sufriendo por supuesto el influjo de los condicionamientos culturales de la sociedades en donde prendía el evangelio, pero rompiendo los prejuicios, el cristianismo fué cumpliendo durante todos estos siglos el papel impar de valorizador de la mujer. Piénsese, por ejemplo, en la abolición de la poligamia, del derecho del varón de recambiar mujer como a un mueble viejo cuando se le antojaba y que hoy vuelve a aparecer aprobado por las leyes del divorcio y que la Iglesia nunca admitió ni admitirá... Piénsese en la concepción santa del sexo, integrante del sacramento del matrimonio, que impide, cuando respetado, que la mujer se transforme en un mero objeto de placer del varón. Piénsese cómo ‑cuando a nadie se le hubiera ocurrido darle un trabajo fuera de su casa‑ a través de las congregaciones religiosas de vida activa, la Iglesia ha promovido y promueve en lugares donde aún hoy el papel de la mujer es socialmente nulo, su asimilación a la actividad pública, a la valoración de sus talentos y de su dignidad...
Pero, quizá, con lo que más la Iglesia ha exaltado la maravilla del ser mujer fué en el papel que ha desempeñado y desempeña María, la madre del Señor.
Es en María como la Iglesia rescató siempre, aún en los pueblos más machistas, más despreciadores de lo femenino, como eran por ejemplo las culturas amerindias antes de la conquista ‑donde se las listaba entre los objetos y las bestias de carga‑ la esencial dignidad personal de la mujer, par a la del varón.
Es en el culto a María donde se desarrolla la noción de la dama, de la señora que ha de ser toda mujer cristiana, el respeto caballeresco a la mujer, la igualdad que llevó a la escena política cristiana a grandes reinas, a grandes figuras públicas mujeres... Pero, sobre todo, ese asombro que mostraba aquel musulmán Abdul-Amid, que en las crónicas de su viaje a la Europa Cristiana del siglo XIV se asombraba señalando: "allá todas las mujeres, aún las más pobres, las más humildes parecen damas".
Cuando el protestantismo, que vuelve a las antiguas doctrinas dualistas, privilegia de tal modo la figura de Cristo que descarta totalmente el papel de María, eso no va sin consecuencias sociales. En los paises donde domina el protestantismo el papel del varón vuelve a ser sobrevalorado. La mujer, en el puritanismo, se convierte nuevamente en objeto y ocasión de pecado, en pura servidora del varón y engendradora de hijos, pero no consorte, mujer, comparte, amiga, compañera y, menos, capaz de responsabilidades públicas.
El mundo protestante se sumerge en una civilización machista, desconfiada del sexo y del amor marital... El único papel valorado es el del varón. De allí que cuando, por reacción, en el mundo anglosajón protestantizado, la mujer empieza a luchar por sus derechos, su único objetivo, en vez de reivindicar el papel impar de lo femenino, será querer asimilarse a lo masculino. Falso feminismo que llevará a la mujer, en inferioridad de condiciones, a tratar de imitar al varón. Feminismo extraviado que se transforma, en el fondo, en homenaje y sumisión al machismo.
De rebote, de lo femenino, se rescata solo lo que en la mujer hay de más notablemente diferenciador, lo puramente erótico y, así, objeto de consumo sexual, la pornografía y el arte se combinan en presentar un prototipo de mujer que, diciéndose liberada, aún allí sirve tontamente a los deseos del macho. También eso nace, por reacción, en el mundo protestante.
Peor aún: cuando la mujer pierde la conciencia de la dignidad de lo propio y de la riqueza de su papel femenino y se asimila bobamente a lo masculino, como lo masculino, para identificarse, necesita la polaridad complementaria de lo femenino, sin ella se vuelve cada vez menos viril. Cuando la mujer se hace menos mujer, el varón se vuelve menos varón. Y allí estamos, otra vez, en el unisex, en el andrógino, y, peor, en el auge y la promoción de la homosexualidad que, ¡oh causalidad!, también empieza a medrar y levantar cabeza en el medio nórdico, anglosajón, protestante..., allí donde María ha sido desterrada.
Todas estas pestes van siendo ya importadas a nuestros pobres paises otrora católicos, otrora orgullosos de sus varones bien varones y de sus mujeres bien mujeres.
Quizá sea por eso que, en fecha tan cercana a nuestros días como el 1950, frente al falso feminismo de ciertos marimachos nacidos en las brumas del protestantismo anglosajón, el Papa Pio XII levanta, como bandera católica del feminismo, el dogma de la Asunción. Creencia antiquísima en la Iglesia, pero que este gran Papa cree conveniente promulgar ahora como dogma; es decir como una de las verdades esenciales de nuestra concepción del hombre y de Dios.
Porque si la Resurrección y Ascensión de Jesús habla de la posibilidad realizada ya en él, de que el hombre trascienda su condición humana y, por el misterio de la Redención, alcance la plenitud de lo divino, como el hombre no es solo varón, sino que 'varón y mujer los creó', esa realización plena tenía que tocar no solo a lo masculino, a Jesús varón, sino también a la mujer.
La Pascua de Resurrección solo se entiende verdaderamente cuando nos damos cuenta de que no solo el varón ha resucitado sino también la mujer. La Ascensión se comprende plenamente en la Asunción.
No solo está sentado a la derecha del Padre lo masculino del ser humano, eso sería incompleto, trunco... sino también lo femenino, la riqueza propia de la mujer. No solo son transformados hacia Dios los pujos del varón, sus empresas viriles, sus acciones, pensamientos y sentimientos masculinos, sino también los sentimientos y poesía de la madre, los heroísmos y empresas de la hija y de la hermana, los amores y entregas de la esposa, y todo lo femenino que aún la mujer ha de descubrir en si misma y aportar a esta sociedad en decadencia, para hacerla realmente humana, rica, diferenciada, no brutal, machista, prepotente y, menos, hermafrodita, triste, emasculada...
Que el Señor y la Dama, que Cristo y María, sentados ambos a la derecha del Padre, nos entreguen sus respectivas y diferenciadas gracias y, en sociedad e Iglesia enriquecidas por el aporte distinto de varones y mujeres, nos concedan el honor de acompañarlos un día para siempre, santos y santas, en la eternidad.