Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN  
(GEP 15/08/96)

 

            Hay actos y opciones de los hombres que no van más allá de un asentimiento momentáneo: elijo esta o aquella corbata, este o aquel plato del menú: no comprometen más que un instante, un detalle casi minúsculo de nuestra vida. Hay otros en cambio que implican decisiones de cierta importancia: compro este o aquel departamento donde tendré que vivir varios años, elijo esta o aquella profesión o carrera, me caso con esta o esa mujer... Son decisiones que a lo mejor tengo que tomar en un breve momento, pero cuyos efectos se prolongan largamente en el tiempo y deben ser constantemente reasumidas; algunas de ellas definitivas, irretornables, que comprometen y regalan no parte de nuestro tiempo sino todo el futuro. En realidad esta es la manera que tiene el ser humano de entregarse a lo realmente valioso, ya que su ser no es solo su ubicación en el espacio y su consistencia material, sino su existir en el tiempo. Nuestro vivir no es solo un conjunto de órganos que funcionan sino un elongar nuestra vivencia en minutos, horas, días y años. El tiempo constituye para nosotros un dimensión propia, constitutiva, de tal manera que la medida de nuestro darnos, de nuestro comprometernos no solo es la cantidad de lo que de nosotros mismos entregamos, sino el tiempo en que comprometemos ese darnos, esa entrega. De allí la grandeza de ciertos actos humanos que nos obligan o religan para siempre: la promesa del verdadero matrimonio -no los pactos temporales que constituyen la mayoría de los emparejamientos actuales por más legales que sean y que no son matrimonio-, los votos solemnes que pronuncian los religiosos, la misma promesa del bautismo cuando se toma conciencia de él o se es bautizado en edad adulta.

            Todos estos son actos definitivos en los que nos regalamos para siempre en la totalidad de nuestro ser: todo lo que soy y por todo el tiempo que viva. Es claro que una donación de este tipo no se hace a cualquiera ni por cualquier cosa. De hecho los ejemplos que he señalad todos tocan el ámbito de lo religioso, de nuestras relaciones con Dios. Porque aún el matrimonio cristiano donde me entrego definitivamente a una mujer adquiere su categoría sacramental del hecho que ella (o él, en caso de la otra parte) se transforman en signo de mi entrega a Dios: a través de ese amor humano elevado por la caridad concreto mi hacerme ofrenda a Dios.

            Precisamente en ese ser ofrenda -"haz de mi ofrenda permanente" dicen tantas oraciones de la liturgia católica que repetimos casi sin pensar- en ese estado de oblación, de estar regalados a Dios es como, saliendo de nosotros mismos, y por lo tanto de lo humano, en éxtasis, en sagrada alienación, recibidos por el Padre gratuitamente como suyos, alcanzamos la esfera de los sobrenatural, de lo divino, de lo eterno. Solo el que se da a Dios, lo alcanza verdaderamente, no el que pretende usarlo ni ponerlo supersticiosamente al servicio de sus intereses personales.

            En ese sentido la Asunción de la virgen no es sino la prolongación su estar totalmente dada ‑desde su concepción‑ a la voluntad de Dios, la asunción es la continuación del movimiento de éxtasis -éxtasis quiere decir salida de si y, por lo tanto, elevación, superación-, por el cual dejando a si misma María se hizo pleno don al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

            De ese movimiento extático, centrífugo, alienado hacia Dios y por lo tanto elevador, asuncional, el pecado es la dirección contraria: el hombre cerrándose en si mismo, poniendo a todo lo demás a su servicio, usando de todo y de todos para su ego, centrado su existir no en la entrega y el servicio sino en la cuidadosa custodia, halago y conservación del yo.

            Pero "el que quiera ganar su vida la perderá, el que la entregue por amor a mi ese la encontrará"

            María, sin el más mínimo rastro de pecado, pura ofrenda, hostia, oblación, vive su muerte como la coronación de ese movimiento de éxtasis y de ofrenda que fue toda su vida y, primicia de la nueva humanidad divinizada, prolonga su decisión de consagración, de "hágase en mi según tu palabra" hecho en el albor de su conciencia, más allá de su vida terrena en su actual existencia celestial.

            Así como la resurrección es el resultado de la consagración sacrificial de Cristo en la Cruz, la asunción es la consagración del sí oblado de María.

            Cristo y María permanecen para siempre consagrados, poniendo esa fuerza de transformación y de santidad que viven permanentemente entregados a Dios en el cielo, a los cristianos que transitan este mundo. A esas gracias de entrega transformante que Cristo virilmente alcanza a los hombres, María, desde su Asunción, agrega las de su femenina maternidad.

            Dios se acerca al hombre no solo a través del ejemplo, la palabra imperiosa, la amistad fraterna del varón Jesús, sino también mediante las riquezas de ternura, intuición, compasión, cariño, y delicadeza de María, la mujer:

            María es en el cielo el paradigma de lo femenino y, al mismo tiempo, en el orden de los sobrenatural, la plasmación de ese regazo femenino que también necesitamos los cristianos para hacernos santos.

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