LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN
(GEP 15/08/99)
Mientras se construye, en nuestro descristianizado país, el centro islámico más fastuoso de Latinoamérica en costosos terrenos de Palermo cedidos para ello por nuestro gobierno a uno de los estados despóticos más ricos del mundo -el de Arabia Saudita-, ha pasado lamentablemente en silencio el séptimo centenario de la reconquista de Jerusalén por los cristianos el 15 de Julio del 1099.
Tres mil caballeros cristianos y sus acompañantes -un sobreviviente de cada ocho que habían partido de Europa tres años antes, pasando por Anatolia, Siria y Palestina en medio de increíbles penurias y combates- están por retomar, en la madrugada de esa fecha, la santa Ciudad. Se estaban preparando para ello desde el 7 de Junio, en que habían llegado frente a Jerusalén para liberarla de la poderosa guarnición fatimítida de Egipto -que la habían tomado a su vez de los turcos selyukíes el pasado año- junto con sus cincuenta mil habitantes musulmanes, judíos y cristianos.
Roberto de Normandía y Roberto de Flandes al norte, sobre la puerta de San Esteban; Godofredo de Bouillon y Tancredo, a uno y otro lado de la puerta de Jaffa y de la ciudadela. Raimundo de Saint-Gilles al sur, sobre los contrafuertes de la colina de Sión, frente a la puerta llamada de David, cerca de la fuente de Siloé. Una torre de asalto, construída en madera por los ingenieros genoveses, al sur, para Raimundo y el conde de Tolosa; otra, frente a la puerta de San Lázaro, para Tancredo; otra, al norte, para Godofredo de Bouillón. Es ésta la que, pese a la lluvia de flechas de hierro e incendiarias, al feroz granizo de piedras de las catapultas, y a los tiestos de aceite ardiendo con los cuales los fatimitidas intentan quemar a los cristianos, se acerca finalmente a la muralla y puede tender un puente vacilante hacia el tope de ésta. Es por allí que pasan ese día los primeros dos caballeros cristianos que pondrán pie en Jerusalén -y es nuestro deber recordar el nombre de estos valientes, aunque no sepamos mucho de ellos: Ludolfo y Enguelberto de Tournai - seguidos inmediatamente por Godofredo de Bouillon y su hermano Eustaquio. Es el principio de fin. Después de un combate sangriento casa por casa, a la caída de la tarde, todos descalzos y vestidos solo con la túnica blanca de los peregrinos, se dirigen al santo Sepulcro llorando de emoción y cantando con la voz quebrada por el cansancio, embargados de amor a Jesucristo y a su Madre.
¡Jerusalén!, ¡ciudad amada!, tantas veces expugnada desde que David la conquista para él y sus descendientes robándosela a sus primitivos dueños, los jebuseos, que la poseían desde hacía nueve siglos, en el año 1000 A.C.. Tomada por Nabucodonosor cuatro siglos después, ocupada por Alejandro Magno en el siglo cuarto AC, capturada por Pompeyo en el 63 AC y luego destruída por Tito en el 70 de nuestra era, poco tiempo relativamente estuvo en manos realmente judías. Desde Constantino se convierte en ciudad cristiana, lugar preferido de peregrinación, hasta que es ocupada sangrientamente en el 614 por el monarca persa sasánida Cosroes II, recuperada para los cristianos por el emperador Heraclio en el 629 y usurpada finalmente por los musulmanes en el 637.
El cristianismo de por si nunca fue belicoso; más bien enseña a perdonar y a ofrecer la otra mejilla. Pero tampoco destruye el evangelio -sobre todo cuando se trata del otro- las leyes naturales, entre ellas, el derecho a la legítima defensa o a la guerra contra el agresor injusto. Por cierto que nada tiene como el Islam, cuyos libros sagrados sacralizan la guerra de conquista contra el infiel, la guerra santa. Eso es tan así que, aún cuando los lugares santos fueron profanados por los musulmanes y en el mismísimo templo de Jerusalén se construye en el 691 la mezquita de Omar, los cristianos tratan de llegar a acuerdos con el agresor. Y de hecho lo hacen de tal manera que los que desearon seguir peregrinando a los lugares santificados por Cristo pudieron hacerlo aun pagando elevadísimos peajes a las autoridades islámicas y soportando multitud de abusos y humillaciones.
Las peregrinaciones cristianas armadas que luego se llamaron cruzadas, organizadas por la Santa Sede, se debieron siempre a situaciones provocadas por cambios de reglas de juego del Islam, por prepotencias insoportables contra los cristianos, por mudas de gobierno y de actitudes. En el caso de 1099, por la aparición de los turcos selyukies que, lisa y llanamente, en la práctica hacían imposible la peregrinación. No fueron guerras de conquista, ni de expansión territorial, ni de forzada conversión de los musulmanes.
Siempre el usurpador y forzado conversor fue el Islam. Y lo sigue siendo aún en nuestros días, por ejemplo en el Africa, donde, desde la descolonización, ha iniciado una cruel islamización del continente, matando, suprimiendo y sometiendo a enteras etnias cristianas.
El Islam, al comienzo con la fuerza de choque de los árabes, finalmente con el salvajismo de los turcos otomanos, conquistó y arrasó las antiguas tierras de las más valiosas y ricas civilizaciones cristianas de la historia. Persia -todavía no cristianizada del todo, pero brillante-, Egipto, Mesopotamia, Palestina, Siria, Capadocia, el norte de Africa, España, y más adelante Constantinopla, Grecia, media Europa hasta Viena, los Balcanes, hasta el Adriático, Sicilia, Cerdeña, las costas de Italia, con pocos retrocesos, fueron siendo implacablemente arrancados a la Iglesia, que debió refugiarse en el rincón más oscuro y bárbaro del antiguo imperio romano: Europa Occidental.
Esto no solo fue una catástrofe para el cristianismo, sino para la misma cultura y riqueza de esos territorios invadisos que paulatinamente fueron pauperizados y, especialmente con los otomanos, criadores de cabras, desertizados, reducidos a la pobreza y al atraso.-¡Pensar que todo ese hoy miserable oriente fue la cuna de la Iglesia y la sede de las civilizaciones más brillantes y ricas de la cristiandad!-
Es que uno de los problemas del Islam consiste en que su universalismo y el mandato coránico de islamizar a todo el mundo no puede separarse de establecer una sociedad política y económica islámica. No se concibe un Islam pluralista, ni universal, al modo de la Iglesia, que pueda convivir dentro de sociedades políticas diversas. La sociedad política se confunde en el Islam con la sociedad religiosa. Sus normas relligiosas con su código civil y penal.
Pero quizá lo peor de su doctrina concreta es la situación a la que condena, dentro de su legislación, a la mujer. No hablemos de costumbres bestiales tradicionales como la infibulación o circuncisión femenina que, en realidad, no encuentra justificación, al menos directa, en el Corán; hablemos de la posición general de la mujer. Excluida totalmente de los cargos públicos, docentes y profesionales, reservados únicamente a los varones. El valor de su testimonio ante un tribunal, vale solo la mitad que el del varón. La mitad es también la indemnización pagada por su sangre. La mitad de lo que recibe cada varón, su herencia.
Y leemos en el Corán: "Los hombres tienen total autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Dios ha dado a unos más que a otros." ... "Amonestad a aquellas de quienes temáis que se rebelen; dejadlas solas en el lecho; pegadlas..." -dice el Corán (4, 34)-.
Y más todavía: el matrimonio polígamo, por supuesto en beneficio del varón, no que la mujer pudiera tener muchos maridos. Ordinariamente hasta cuatro mujeres legítimas -dice el Corán- y cantidad ilimitada de concubinas. El padre puede obligarlas en la elección del marido. El marido puede repudiarla sin motivos y casarse tantas veces quiera. La mujer no.
Y ésto si se trata de mujeres musulmanas. Una mujer musulmana y virgen, puede pedir el castigo de su violador. Pero las paganas y por supuesto en primer lugar las cristianas, no. La mujer no musulmana es simplemente una sierva, objeto de placer o de trabajo.
Varones y mujeres no conviven en lo externo; no se encuentran en lugar abierto; no dialogan en público. Cuando las mujeres salen han de velarse, como para ocultar su propia femineidad. Habitan dentro de la casa, en un mundo inferior femenino, donde puede sin embargo entrar el varón como dueño cuando quiere.
Por eso el Islam está fuertemente sexualizado y tiende a interpretar todo encuentro personal de un varón y una mujer como sospechoso. Solo la mujer encerrada o velada es honesta. Ellas no son más que tierra fecunda, propiedad del marido, que debe trabajarlas: "Vuestras mujeres sean para vosotros campo de labranza" -dice el Corán-. "Id a ellas" "Y, si no os basta una, tened más, dos, tres cuatro... Y si no os basta, muchas esclavas." Son frases del Corán. Donde, por otra parte, el pecado de infidelidad es solo de la mujer, no del varón, que es en ello totalmente libre.
Incontables fueron los cientos de miles de desdichadas mujeres cristianas tomadas en las guerras de conquista islámica a lo largo de su cruel historia o en los ataques piratas a las costas mediterráneas o a naves cristianas; incontables las que fueron a parar a los harenes musulmanes, o a sus prostíbulos, o a sus mercados de esclavos. Gran parte de las guerras y batallas con las cuales occidente se defendió de la agresión islámica ni siquiera fue una defensa religiosa; era la a veces desesperada defensa de la honra de sus mujeres; la ira del caballero a quien ofenden a su dama.
Basta visitar hoy Estambul, la antigua gran Constantinopla y darse una vuelta por Topkapi, el viejo serrallo de los sultanes, con sus oscuros gineceos, para vislumbrar todo el horror que podía suscitar en un varón cristiano el que sus mujeres pudieran caer en manos del Islam.
Es que ese rincón del mundo, Occidente, en donde subsistió la Iglesia, había recogido el mensaje de igualdad de los sexos, de respeto por la mujer, de su idéntica dignidad con el varón, que había predicado Cristo en su propio trato igualitario con las mujeres y en su predicación, por ejemplo, la equiparación de la mujer con el varón en el mismo derecho matrimonial monógamo, impensable para un musulmán.
Pero no solo la actitud del evangelio respecto al sexo femenino, que hizo que nunca por ejemplo haya sido vedado en su ámbito a la mujer la acción pública, el poder llegar a reina o gobernar feudos y tierras y ni siquiera el arte de la guerra -salva su condición física más frágil y el respeto por ella- como bien lo muestra el caso de Santa Juana de Arco: occidente católico mamó desde la raíz misma de su espiritualidad cristiana el respeto por la mujer en la figura impar de la Santísima Virgen María, ejemplo de doncella, ejemplo de mujer, ejemplo de madre.
El culto a nuestra señora, a nuestra Dama, se volcaba también en el respeto y amor cortés a la mujer y a la dama terrena. Allí donde se salvó y creció la devoción a María, allí nunca la mujer se pudo considerar -ni fue de hecho considerada- inferior al varón.
De allí en occidente la tragedia del protestantismo, que suprimiendo la devoción a María, redujo y arrinconó toda salvación a la del papel del varón, de Jesús. En los países en donde se extendió el protestantismo otra vez quedó apagada la figura de lo femenino. Peor aún, en el protestantismo puritano, lo femenino se degrada a pura tentación diabólica. Por eso, tanto varón como mujer, tenían que vestirse de negro, para evitar toda incitación. No es casualidad que haya sido en esas sociedades protestantes y puritanas reprimidas, donde finalmente saltaron, por reacción al aquel extremo, el falso feminismo contemporáneo, junto con el libertinaje del sexo.
Justamente en este contexto es donde la Iglesia católica proclama como dogma lo que ha pensado y vivido siempre desde su mariano nacimiento. En medio de un feminismo espúrio que, en el fondo, lo que hace es exaltar para la mujer los papeles y valores varoniles, y de una banalización del sexo que la transforma cada vez más en mero objeto de placer del varón y con el consiguiente surgir a la luz del varón marica y de la mujer marimacho, Pío XII el 1º de Noviembre de 1950 declara el último dogma promulgado por el supremo magisterio de la Iglesia: la Asunción de la Bienaventurada Virgen María.
Un cuerpo femenino, una mujer, ha alcanzado el mismo nivel que la humanidad varonil de Cristo. La Asunción completa la Ascensión. Es toda la naturaleza humana, no solo la del varón, sino la de "el hombre, 'ha Adam', varón y mujer lo creo" dice el Génesis, Jesús y María... es esta naturaleza humana íntegra la que alcanza su promoción definitiva en el cielo, al sentarse como varón y mujer, como Señor y Señora, como Rey y Reina, a la derecha del Padre.
La Asunción es la más maravillosa plenificación del mensaje evangélico respecto de la mujer. Es el acontecimiento histórico, aunque reconocido plenamente tantos siglos después, que elimina definitivamente todo machismo, toda inferioridad de la mujer respecto al varón.
Al mismo tiempo, al entregar el bastón de mando de la historia no solo a un varón sino a una mujer, Dios nos revela, en María elevada a los cielos, que toda su obra de amor, pasa también por un femenino corazón y que ninguna ternura de madre, ni de mujer, ni de hermana, es ajena a Su obrar en nosotros.
Que nunca, pues, nos roben con fraudulentas ideologías, con legislaciones protervas, con modas perversas, con cristianismo deformado, con falsas religiones (vengan con petrodólares o con cimitarras), la integridad de nuestro ser humano y cristiano. Que nunca nos quiten del corazón ni de la sociedad el amor a María, la Reina con el Rey ascendida al cielo: nuestra Madre Admirable.