Uno de los tantos descubrimientos arqueológicos de los últimos tiempos en orden a conocer el mundo donde es posible tengan origen las más remotas tradiciones bíblicas, es el de la llamada biblioteca de Amenofis IV en Tell el Amarna.
Se trata de las ruinas de la nueva y efímera capital de Egipto –Ajetatón- mandada construir, a mediados del siglo XIV AC, por este faraón, gran reformador religioso. Llevado por una nueva y más humana religiosidad en la que solo se adoraba a Aton, el disco solar, abandonó Tebas y su poderosa casta sacerdotal, tomando el más conocido nombre de Akenatón. Se desposó con la célebre Nefertiti y fue padre del desdichado Tutankamón. La ciudad no duró más de quince años ya que los sacerdotes de Amón finalmente se impusieron frente a los cambios e hicieron regresar a los gobernantes a Tebas.
Akenatón, Nefertiti y sus hijas.
Mientras tanto, en el apresurado abandono de la ciudad quedaron ‑en el llamado ‘archivo' por los arqueólogos‑. las tabletas de arcilla escritas en caracteres cuneiformes en akádico –el lenguaje diplomático de la época- de una parte de la correspondencia mantenida entre la cancillería egipcia y sus vasallos de los territorios de Canaán. Los papiros, con su traducción al egipcio, seguramente fueron trasladados, con la corte, a Tebas.
Tableta del archivo real de Tel el Amarna
En dichas tabletas –unas trescientas de distinto tamaño y contenido‑ hay dos breves menciones que podrían referirse a la prehistoria judía. Una, la referencia, entre otras etnias, a unos misteriosos ‘habiru', que algunos biblistas afirman es el origen morfológico del término ‘hebreo'. Se discute si se trata de un gentilicio o de un nombre genérico utilizado para designar a ‘bandidos'.
La otra la referencia a la diosa hurrita "Kheba" que, según alguna de estas cartas, aparece como siendo venerada en Jerusalén durante la Edad del Bronce tardío.
Ahora bien ‘Kheba' no sería sino uno de los tantos nombres de ‘Tiamat', o de ‘Asherá' o ‘Istar' o ‘Inanna' o ‘Isis' que, en arameo, se designaba como ‘Hawwah' –transcripto ‘Eva' en latín—la ‘madre de los vivientes' o la ‘dadora de vida'. Término derivado del verbo ‘vivir', (raíz semítica ‘hyw') del cual también surge el nombre del Dios de Israel: (en hebreo יהוה, YHWH) y sus variantes Yahweh, Yahvé, Jah, Yavé, Iehová, Jehovah, ‘el que vive' o ‘da la vida'.
‘Ashera', ‘Istar', ‘Inanna', y sus múltiples plasmaciones en diversos pueblos, todas ellas eran designadas, también, como ‘madre de los vivientes'. En realidad se identificaban con la Tierra entendida como madre nutricia, a la manera de nuestra Pacha Mama o de la Gea o Gaia de James Lovelock.
Los testimonios mas remotos de esta veneración los encontramos en las conocidas ‘venus neolíticas', pequeñas figuras femeninas sin rostro en donde se exageraban los rasgos reproductivos y alimenticios.
Venus de Lespugue, 26000 años de antigüedad
En el entorno bíblico, tanto cananeo como mesopotámico como egipcio, Ishtar-Inana-Isis era representada muchas veces en asociación con la serpiente. Este animal sin patas, cercanísimo a la tierra, cuando erguía su cuerpo sobre su cola y miraba con sus grandes ojos, representaba la antigua sabiduría de la Tierra y su poder vivificador, ya que la piel que renovaba anualmente sugería una especie de inmortalidad vecina a la de la vida que cíclicamente, en el ritmo de las estaciones, parecía regalar la Tierra.
Serpiente o ‘ureus' que adornaba la corona del faraón.
Figuras ambiguas, ambas, ya que la Tierra, en el verano dadora de todos los dones –Pan-Dora, en la tradición griega‑, fructificada por el sol resucitado en abundantes cosechas, en vida resurgente, en fertilidad; en el invierno ‑como el veneno que también portaba la serpiente‑, era dadora de muerte, de sequía, de semilla enterrada, de mengua de su ‘paredro' el sol.
De allí que en varias representaciones de Ishtar-Inana-Isis-Astarté se la presenta no solo con serpientes en las manos sino pisando cráneos humanos, símbolo universal de la muerte.
Astarté, con serpientes en las manos, 1200 AC
También ‘el árbol' se asociaba con la Tierra. De hecho era una de las representaciones de Ishtar o Anat o Isis. De allí las condenas a su culto en los lugares altos, como denuncian diversos pasajes bíblicos.
Tutmosis III amamantado por Isis representada como árbol de la vida
Diosa Tierra-Madre, serpiente, árbol eran, pues, figuras divinas para las antiguas mitologías panteístas de la antigüedad.
Los autores bíblicos, allá por el siglo V o IV antes de Cristo toman estas figuras mitológicas –eran el lenguaje de la época‑ pero las desdivinizan y separan unas de otras en sus respectivos simbolismos.
Ya en el poema metafísico de Génesis 1 la tierra es reducida a pura ‘materia'. Materia de la cual surge la vida, sí, pero porque ordenada por Dios a hacerlo. La tierra, así, no es más que el instrumento inerte del poder vivificador divino: Entonces dijo (Dios): «Que la tierra produzca animales vivientes según su especie, bestias, reptiles, alimañas terrestres según su especie ». Y así sucedió.
Asimismo, apelando a personificaciones y rasgos de la mitología del entorno, en el relato alegórico del cual hemos leído un trozo en la primera lectura, la mujer queda desprendida de su identificación con la tierra y se la pone rudamente en contraposición con la serpiente y el árbol, instrumentos de su tentación. Ahora es sencillamente ‘Havvâ', la dadora de vida puramente humana, la personificación de la ‘mujer' de siempre y de todos los tiempos tal cual la podía concebir la incipiente reflexión véterotestamentaria.
La versión griega del Pentateuco llamada de los LXX –siglo III AC‑ no la designa Eva sino, sencillamente, Zoe, una buena traducción de ‘dadora de vida'.
Por medio de la maternidad la mujer, aunque donadora de vida, será acechada siempre en su progenie por la serpiente, la naturaleza destinada a la muerte, y solo puede vencer a ésta a través de la procreación. De este “sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla”' no pasa la visión del ‘vivir' del AT.
Pero no es esta la vida a la cual llama Dios, por liberal generosidad, a los hombres. Su propuesta última y perfecta es la obtención de la Vida eterna, la verdadera, la que Él mismo vive.
Esa Vida la inserta Dios en el mundo mediante la asunción de lo humano en Cristo nuestro Señor.
Hasta no hace tanto tiempo los pensadores sostenían que en el varón estaba suficientemente representado todo lo humano, incluso lo femenino. Aun entre los cristianos, ya que, a pesar del mensaje bíblico –“Dios crea al hombre, varón y hembra lo crea”‑ se partía consciente o inconscientemente del supuesto pagano de que en lo masculino se sublimaba aún lo femenino y que en el primero existía toda la riqueza que podía caber en lo segundo.
La mujer ‑por ejemplo para la tradición griega‑ no era sino una versión disminuida de lo humano respecto al varón.
Hoy hasta la más extrema evidencia y en continuidad con la auténtica tradición bíblica se sabe que lo femenino cuenta con riquezas particulares que el varón no posee y que lo humano, para ser perfecto, aún desde el punto de vista pedestremente genético, debe complementarse en la riqueza relacional y sumatoria de ambos sexos.
El axioma teológico propuesto tempranamente por San Atanasio contra el arrianismo: ‘quod no assumitur, non redimitur' –‘lo que no es asumido no es redimido'- había sido sucesivamente utilizado para defender contra los arrianos y monofisitas la humanidad plena de Cristo –alma y cuerpo- y, luego –contra los monotelitas- la existencia, en Él, de voluntad y libertad humanas.
San Atanasio, (296-373)
Del mismo modo, a partir del concepto actual de la mujer, podría decirse que, si lo femenino no fuera de alguna manera asumido por el Verbo, ella no hubiera sido redimida.
Pero aquello que es negatividad, carencia, falta de perfección, inacabamiento, en el inconsciente colectivo, arquetípico, es percibido positivamente como ‘mancha' o ‘mácula' o ‘suciedad'. Bien lo ha estudiado el filósofo protestante francés fallecido en el 2005 Paul Ricoeur
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“Me siento sucio”; “me manché”, sostenemos cuando hemos cometido una acción que consideramos no corresponde a nuestros principios, a nuestro honor, a las metas que nos habíamos propuesto.
Precisamente el pecado, no como acto sino como hábito, consiste no en una suciedad ‘real' que pudiera insertarse en algún pliegue del ser humano, sino en la carencia de la gracia, de lo sobrenatural para lo que hemos sido creados. Nuestro ‘estado de pecado' no es una deformidad ‘añadida', sino una privación, que se mide no respecto a cualquier lugar o tiempo del pasado ‑que no puede ser sino embrional, en crecimiento, no un estado perfecto del cual hubiéramos caído‑ sino desde la perspectiva del fin paradigmático y sublime al cual hemos sido llamados. El estado de pecado, la ‘mácula', es aquello que deberíamos tener para ser verdaderamente hombres y no tenemos; aquello que tendríamos que ser y aún no somos.
Cristo Jesús jamás estuvo en ese estado carencial ya que, desde su concepción en el seno de María, estuvo unido hipostáticamente al Verbo y, por tanto, dotado de la plenitud de la gracia, tanto de la individual como la que debía tener como cabeza de la nueva Humanidad –la ‘gratia cápitis', dirían los teólogos‑.
El dogma de la Inmaculada o Purísima Concepción de María nos dice que algo paralelo sucedió en Ella, la Mujer –como la llama Juan, tanto en su relato de las bodas de Caná como al pie de la Cruz‑.
La expresión gramaticalmente negativa de ‘exenta de pecado original' tiene que entenderse, pues, positivamente como ‘plena de gracia desde su Concepción'. Novedad absoluta que no poseemos el resto de los hijos de Eva en nuestra innata condición de seres naturalmente ‘des-graciados', porque carentes de esa gracia que Dios quiere darnos y que solo podemos alcanzar mediante la ‘justificación' de la fe, don de Dios a través de Cristo y de María.
Andrei Rublev, La Virgen de Vladimir. Hacia 1410.
Ahora sí, Ella, María, es la Mujer nueva, a la manera que Cristo es el nuevo varón. Ambos, el Hombre Nuevo.
La inteligencia plena de la Pascua se alcanza en la proclamación de este maravilloso dogma que de una manera u otra estuvo constante e implícitamente presente en la fe de la Iglesia.
Dogma tanto más oportunamente proclamado por Pio IX en 1854 cuanto el protestantismo, volviendo inconscientemente a antiguas concepciones maniqueas de lo femenino, había desvalorizado, en la inteligencia de la Redención, el papel de María. Y tanto más cuando un falso ecumenismo ‘pre' y ‘postconciliar' intentó devaluar, tanto teológica como litúrgicamente, su papel salvífico.
La Iglesia ha ido poco a poco, enseñada por el Paráclito según la promesa de Cristo, alcanzado una inteligencia de la fe cada vez más explícita respecto de las realidades de la salvación plenamente realizadas desde el nacimiento de la Iglesia.
Si la reflexión primitiva y el Magisterio se detuvieron, en los comienzos, en la figura de Cristo, más silenciosamente fue profundizándose en la figura de María. La Asunción de María, dogmáticamente proclamada por Pio XII en 1950, marcó otro hito importantísimo en la comprensión de lo mariano.
Así, finalmente, hoy, nos encontramos con que, a cada misterio cristológico, corresponde uno paralelo en la Mujer. A la Resurrección-Ascensión del varón; la Asunción de María. A la Navidad, la liturgia, tempranamente –al menos a partir del siglo VI‑ añadió la fiesta de la Natividad de María. A la concepción de Cristo en la Anunciación, hizo corresponder la Inmaculada Concepción. Al Cristo levantado en lo alto flameando en Cruz, colocó de pie, junto a El, a la Madre Dolorosa.
Podríamos abundar en estos paralelos que han hecho que, sin saber expresarse del todo, se declarara en diversas épocas a María como ‘Corredentora', ‘Mediadora de todas las gracias', ‘Reina', ‘Señora', la ‘siempre Virgen', la ‘Madre de la Iglesia', ‘elevada' –más técnicamente expresado- ‘a nivel hipostático'. Baste recorrer las invocaciones de sus letanías lauretanas.
La solemnidad de hoy, pues, celebra el nacimiento de la nueva Humanidad, la querida por Dios como fin de su Creación y, por ello, imperfecta y manchada si carente de gracia, mientras vivimos en este mundo.
María Inmaculada, desde su maternidad asumida por Dios, nos ayude también a nosotros, junto con Cristo, a regenerarnos como sus hijos, hombres nuevos, varones y mujeres nuevos, para la eternidad.
"Señora Nuestra Santísima, Madre de Dios, llena de gracia:
Tú eres la gloria de nuestra naturaleza humana,
por donde nos llegan los regalos de Dios.
Eres el ser más poderoso que existe, después de la Santísima Trinidad;
la Mediadora de todos nosotros ante el mediador que es Cristo;
Tú eres el puente misterioso que une la tierra con el cielo,
eres la llave que nos abre las puertas del Paraíso;
nuestra Abogada, nuestra Intercesora.
Tú eres la Madre de Aquel que es el ser más misericordioso y más bueno.
Haz que nuestra alma llegue a ser digna de estar un día
a la derecha de tu Único Hijo, Jesucristo. Amén!!"
Así oraba ya San Efrén en el año 333 DC